Cada vez que escucho la música de la que fue algún día una niñita colorina, me remonto al pasado, específicamente a los árboles, el verano, el agua. Puedo estar en un taco horrible de autos histéricos, pero cierro las ventanas, subo el volumen y pareciera que estoy armando mi carpa cerca de un lago cobijada por una temperatura perfecta. Qué cambio en el alma se produce con las notas y la voz, lo desconozco, pero es real: soy testigo. Al respecto, hace un tiempo pude ver un trozo de un documental de National Geographic Channel, “My music brain”, en donde se nos muestra cómo procesa la música nuestro cerebro. Todo esto de la mano de Sting, quien, según entiendo, vendría a ser como el “conejillo de indias” en todo este experimento. Mirando fijo a estas explicaciones que al final no terminan por delinearlo todo (aunque el documental en cuestión es notable y bien vale aplaudirlo de pie), nos quedamos nostálgicamente con la niñita colorina que sigue cantando a nuestro oído y nos lleva lejos de lo bello y lo triste. Ella sabe darnos justo lo que necesitamos en el momento correcto, como si las notas se acomodaran a nuestra fortuna.