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Identity and community of practice in the incident of Samuel Orellana at the Neruda Foundation poetry workshop

Cuarentena

El martes 3 de marzo del 2020 fue el día del horror día para una hipocondriaca como yo. Todavía siento escalofríos cuando recuerdo a mi mamá diciéndome: “Carlota, ¿te enteraste ya? El Ministerio de Salud acaba de confirmar el primer infectado por Coronavirus en Chile”. Esa frase coronó el fin de mi libertad y el comienzo de mis más ocultas ansiedades. Lo peor es que estaba obligada a salir de mi casa para ir a la universidad y tenía que enfrentarme a muchedumbres en el Metro de Santiago, en las micros y en las salas de clases. A este hecho había que sumarle el mal llamado “estallido social” que desde octubre del 2019 azotaba a nuestro país, el cual había producido, entre otras feas cosas, que manadas de seres humanos, supuestamente “manifestantes” infestaran las calles, sobre todo las cercanas a Plaza Italia, que fue bautizada desde el inicio de la revolución como la “zona cero”. Cosa mala era que mi universidad, la Pontificia Universidad Católica de Chile, quedaba a 4 cuadras de tal sitio, pero cosa buena era que los manifestantes se paseaban siempre con máscaras antigases, por lo que las probabilidades de contagiarme de parte de esos seres eran menores; tengo que decir que antes de la funesta noticia de la llegada del Coronavirus a nuestro país, siempre evité Plaza Italia, prefería tomar la ruta más larga para llegar a mi casa de estudios con tal de ni asomarme de lejos por donde pululaban esos pseudo simios. En fin, el asunto es que el miércoles 4 de marzo tenía un compromiso irrenunciable con mi tutor de tesis y tuve que ir. Me preparé para los dos males: Coronavirus y Simiovirus. Para el primero llevé mi máscara con hilos de cobre antibacteriana y mi alcohol gel, para el segundo un gas pimienta escondido en mi bolsillo. Obviamente tomé la decisión de irme por el camino de los primates porque era demasiado estrés hacer la ruta por un camino con gente sin máscaras protectoras. Primero tuve que sortear el metro de Santiago en hora punta, lleno de gente, pero con cierta paz porque andaba con mascarilla (sí, la de hilos de cobre) y eso producía el efecto que la gente se alejara de mi. Al parecer imaginaban que padecía la famosa enfermedad. Me bajé muy cerca de la zona cero y pude divisar a lo lejos un par de enmascarados que comenzaban a armar una barricada. Con bizarra tranquilidad, caminé hacia ellos, pues quedaban en medio de mi camino. A medida que me acercaba uno de los susodichos, que portaba una gran mascarilla trompuda antigases, se me aproximó y me dijo: “¿Tienes una moneda, amiga?”. Me hice la sorda como si le hablara a otra persona, pero era bastante absurdo porque no había nadie más cerca y lo tenía suficientemente encima de mí como para ignorarlo. El tipo insistió: “¡Flaca, despierta, una monedita!”. Cuando me di cuenta que no podía seguir con la técnica de la ignorancia, le dije algo así como que no tenía dinero, cuando veo que saca algo amenazante de su bolsillo y me dice: “Entonces pasa tu billetera y tu celular… ya… rapidito.” En mi horror, reflexionando en modo flash que qué más daba si podía ser que estuviéramos ad portas del fin del mundo con todo esto de los virus apocalípticos, me atreví a sacar mi gas pimienta del bolsillo y ¡tsssss! fue a dar directo en los ojos de simio. Justo en el momento en que veía cómo se revolcaba en el suelo de dolor, escuché una sirena de carabineros, quienes llegaron en el momento preciso a auxiliarme. Me sacaron de ahí y me llevaron a la comisaría a declarar. Lo que no imaginaba es que el carabinero que tomó mi declaración tenía una vistosa gripe y carecía de la costumbre de toser tapándose la boca (al menos quedo con la tranquilidad de conciencia que le llamé la atención sobre este asunto y le pedí que por favor lo dejara de hacer). Terminé ese día de lucha personal libre de simios e incubando la enfermedad de moda. La reunión con mi tutor de tesis tendría que esperar.
Un mentor en el camino

Así como en las películas, cuando uno encuentra en un alma creativa y jamás pensada a un mentor, recuerdo a un desratizador que nos ayudó cuando vivíamos en una casa en Buin. Teníamos un carrete continuo de ratas en el entretecho. Recuerdo que él llegaba vestido a lo ghostbuster y era impecable en su trabajo. Una vez dijo: “tenemos un compadre difunto arriba” y se metió al entretecho rambo style, punta y codo, y llegó con el muertito en una bolsa. Aún recuerdo el olor putrefacto, pero lo que jamás olvidaré fue lo que nos contó cuando relataba por qué había decidido dedicarse a desratizar. Dijo que había reflexionado que, hiciera lo hiciera, debía hacerlo espectacular y remató: “si vas a hacer algo, hazlo con cuática”. Y fue así cómo se transformó en mi ídolo.
El sentido de la distancia.
Recibí esta respuesta de José dos horas después que yo le enviara a él la carta que ustedes
ya leyeron. Decía así:
“El día antes de su muerte, mi papá estaba leyendo un ensayo que había escrito un
alumno de filosofía de la Universidad de Chile. Se lo envió por email, Francisco, amigo
suyo que daba la cátedra sobre el nihilismo en ese lugar. Lo que trataba de explicar el
autor era que los seres humanos buscan ante todo asimilarse al resto porque de otra
manera no podrían soportar sentirse diferentes. Eso, según sus propias palabras, los
inquietarían de sobremanera porque en ese tipo de personas no existe el sentido de la
distancia, ese sentido que solo pocos deciden vivirlo y con el cual muchos experimentan
el horror verdadero de vivir en un mundo común en cuanto a formas, pero tan distinto en
el fondo”.
“Nada de lo que me dijo me hizo mayor sentido. Conversamos, comimos juntos, en fin,
todo fue como siempre. Excepto por una pregunta que me hizo a propósito de lo que leía
y de la vida que tenemos versus la que queremos tener. – Bueno José- ¿y tú tienes
sentido de distancia o vives la vida que te impone el sistema? Mi respuesta no viene al
asunto, solo te hablo de esto para que entiendas qué pasaba por la mente de mi papá. Me
dijo que él había descubierto el sentido de la distancia demasiado tarde, pero que cuando
lo hizo, lo liberó de sí mismo y que era feliz de tener una nueva visión de su existencia,
más personal. – Soy feliz, José, feliz- me dijo. De ningún modo eso me llamó la atención
porque siempre pensé haber tenido un padre inmensamente feliz, pleno, tú lo sabes,
verdad?”
“El día después vino toda la tragedia. Su muerte, funeral, su ausencia y con eso vinieron
millones de preguntas sobre qué pasó en verdad con él”. fuiste testigo presencial de todo
lo que te cuento, mejor voy al grano de una vez”.
“Pasaron los días como te acordarás, pero nada me daba una pista real de lo que había
pasado. Un día, jueves creo que era, recibí un mensaje de texto de Francisco, el profesor
de la Chile. Me preguntaba si nos podíamos juntar para hablar de mi papá. Le dije que
claro, que si quería nos juntáramos a tomar un café, pero me dijo que prefería venir a mi
casa. Vino a eso de las siete de la tarde. Mi mamá no estaba, así que fue mucho mejor
para los dos. Esto pasó el mismo día que llegaste de sorpresa a mi casa porque según tú
no tenías electricidad hasta la mañana siguiente, ¿te acuerdas? Ese fue el día que
Francisco, un desconocido para mí, pero que resultó ser el confidente de mi papá, me
aconsejó que dejara de buscar asesinos porque no existían, que mi papá se suicidó, que no
hubo terceros en su muerte y que lo hizo simplemente porque había considerado que era
tiempo de dejar de existir. ¿Puedes creerlo? Mi papá, el ser más noble e intachable de la
vida había decidido que su hora aquí junto a nosotros había llegado a su fin y que lo hacía
conscientemente”.
“Al comienzo no le creí ni media palabra a ese hombre, pero después que me mostrara
los emails que se habían intercambiado no lo dudé más, no podía hacerlo”.
Correrá maratón con 15 operaciones a la cuchara

Entre los 24 competidores que participarán de la maratón «Héroes Globales» de Minnesota, Pablo Maillet (30) cree que «con toda humildad» es el que está «más cagado».
La movida de 16 kilómetros la organiza la empresa gringa fabricante de equipos médicos, Medtronic, y todos los inscritos sufren algún tipo de problema al corazón.
Desde los dos años Pablo vive gracias a un marcapasos, porque le detectaron un bloqueo completo aurículo-ventricular izquierdo congénito y crónico. «En pocas palabras el lado izquierdo está bloqueado, o sea, tengo la mitad del corazón», explicó el compadre que, sin el aparato, tendría 40 pulsaciones por minuto y sólo la fuerza para dormir.
En su vida ha debido cambiarse seis veces el marcapasos por múltiples complicaciones. Pablo cree que se ha sacado todos los premiados, «porque se me cortó un cable dos veces, también una vez se me desprendió y tuve un rechazo orgánico».
Por eso mismo, se considera un tipo «duro de matar». Eso queda clarito al saber que un par de veces estuvo a punto de irse cortado y en 15 oportunidades ha sido operado al corazón.
«El ’93 el bicho de la meningitis se me fue al corazón y me dio una infección cardiaca feroz», casi se murió, estuvo seis meses hospitalizado y quedó como un tallarín.
A pesar de sus pifias, el filósofo que hace clases en la Universidad San Sebastián, lleva una vida normal y practica deporte, juega a la pelota, trota y ahora gracias a su esposa enfrentará un desafío tremendo.
Magdalena Palacios empezó a investigar acerca de la marca del marcapasos de su marido y cachó que Medtronic organiza cada año una maratón de 16 kilómetros para enfermos al cucharón. Postuló a su marido y fue el único seleccionado de Sudamérica. Ambos partieron anoche a EE.UU. con todos los gastos pagados y la misión de dejar bien parado a nuestro país el próximo domingo.
Para no dar jugo, el profesional, con permiso de su pega y una beca de la Ciudad Deportiva de Zamorano, ha entrenado caleta y está en su mejor forma.
La idea de Pablo es transmitirles a los chiquillos con problemas similares que no todo está perdido.
«La gente piensa que las personas con marcapasos están tendidas en la cama y siempre son viejitos o personas muy cagadas, pero yo cuando los doctores me decían que podía hacer un poco de deporte, lo hacía. Y muchas veces me pasó que me desmayaba y me tenía que sacar la ambulancia, y no me importaba», confesó.
De todo corazón, concluyó que «esta es mi oportunidad de devolverle a Dios lo que me ha dado: Vida y salud, y que muchos niños puedan acceder a este dispositivo que nos permite vivir una vida normal y feliz».
Nota originalmente publicada en el diario La Cuarta en: http://www.lacuarta.cl/noticias/cronica/2010/09/63-84519-9-correra-maraton-con-15-operaciones-a-la-cuchara.shtml.
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33: la locura de Dios.
Hoy le preguntaba a mi marido qué hubiera pasado si en la época de Cristo hubieran existido los periodistas y los medios de comunicación. «Probablemente lo mismo que está pasando hoy en la mina San José», me dijo. No pude evitar ver en el rescate minero, en esos consecutivos milagros de vida emergiendo de la tierra, la similitud con un hecho de suma importancia como la crucifixión de Jesús. Me imaginaba luces y periodistas repletando el monte calvario y las opiniones diversas entorno al suceso. Por otra parte, el mismo Jesús ofreciéndole todo a su Padre, y algunos alrededor asombrados, otros considerándolo un loco, otros por allá clamando a Dios. Escépticos, creyentes, blasfemos, ebrios de idiotez, iluminados, profetas, agnósticos, tibios, ateos, santos, todos juntos y revueltos. Pero los 33 crucificados sabían que lo que vivían era obra de Dios: ellos, justamente ellos que habían vivido en carne propia la tragedia, tenían la certeza. Los otros se encargaban de juzgar desde sus comodidades: ¿milagro? Circo romano será, si Dios obra así no puede ser bueno y bla bla, se atrevían a juzgar.
He escuchado hablar sobre Víctor Segovia, uno de los mineros que estaba atrapados en la mina San José desde el pasado 5 de agosto. Hoy tuve la alegría de verlo salir de la tierra. Salió sin aspavientos, sin hacer show, completamente anónimo, como casi todas las obras de Dios. Él aseguró que eran 34 abajo, porque el Señor siempre había estado con ellos. Entiendo que fue el encargado de llevar la bitácora al día desde que sucedió el derrumbe. Me pongo a pensar en el hecho de escribir desde la misma herida sangrante. Hay tanto autor y profesor que asegura tajantemente que el escritor tiene que tener una calma para ejercer su oficio, y que nada bueno surge desde la misma tragedia, sino cuando se la mira desde lejos, en retrospectiva. Pero bueno, acá está el vivo ejemplo contrario, el de aquel que -de nuevo- lleva el nombre de la victoria y, más aún, tiene también el apellido de uno que se levanta (sin hermetismos: «Segovia» proviene de la raíz celta «Sego» que significa «Victoria-Triunfo»). Personas que insisten en atisbar el futuro y los por qués, han dicho que este suceso de los mineros está lleno de cosas «mágicas»: que el 33 es un número de cábala, que el día en que se supo que habían sido encontrados suma 33 y el día en que fueron sacados también, etc. 33. Bien, todo eso es cierto: pero nada es coincidencia. No hay que ser muy experto para saber la edad en que murió Cristo o las innumerables veces que en La Biblia se plasman ciertos números que no hacen más que alusión a la divinidad. Es como si Dios nos estuviera hablando con monitos, porque no estábamos entendiendo nada de nada. Qué parábolas ni que nada, tomen la explicación, aquí está escrita, y para los que no saben leer, acá están los hechos y entiendan de una vez, parece decirnos, entiendan de una vez de qué se trata la misericordia.
Nos queda agradecer a Dios por poder ser testigos de este milagro, porque conservó la vida de estos 33 hombres, porque ahora ellos van a hablar con claridad del sentido de todo.
¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad? En efecto, ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, Dios quiso salvar a los que creen por la locura de la predicación. Mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres.
(Extracto carta I de San Pablo a los Corintios)
Sobre este tema recomiendo el artículo de Hernán Rivera Letelier «33 cruces que no fueron»: http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2010/10/14/33-cruces-que-no-fueron.asp
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La bruja Eme
La bruja Eme era conocida en su tierra por ser una mujer fina, elegante, emperifollada hasta la punta del pelo y, por sobre todo, sabia. Ayudaba a la gente con sus trucos y les regalaba sacos con una nueva vida cuando estaban tristes. A pesar de que todos creían que las brujas eran malas, esta era bondadosa, sólo que había heredado de su mamá hechicera la vanidad, el pasarse todo el día con un lápiz en la boca tratando de pronunciar bien las palabras o peinándose su largo pelo que adornaba con polvos de primavera. Caminaba alrededor de su casa, bien parada, con un libro en la cabeza, mientras leía otro que sostenía con la mano derecha en alto. Le gustaba recitar poesías en voz alta y, de vez en cuando, cuando había cumplido con sus tareas de crear hechizos y ayudar a la gente del pueblo, escribía sus propios poemas. Y era feliz, sumamente feliz.
Todos los aldeanos disfrutaban yendo a su casa, especialmente los niños, porque siempre salían con alguna deliciosa receta preparada por la bruja Eme. Un día por ejemplo, llegó Carlos con su mascota y le dijo a la hechicera: “Hola querida maga. Necesito que me ayudes porque mi perrito está enfermo, anda cojo y triste.” Por lo que Eme invitó al niño a la cocina, lo dejó comiendo exquisitos platos, mientras ella curaba con su magia a la mascota de Carlos. Eso sí, para curar de buena gana a la gente o a sus animales, les pedía que le recitaran su poesías favorita y bien pronunciada. Si la expresaban mal les decía: “Bueno, veo que nos practicado lo suficiente. Vuelve a tu casa, estudia, párate frente al espejo para ejercitar y vuelves cuando estés preparado.” Claro que la bruja Eme siempre terminaba por ayudar a la gente porque en dos o tres días ellos llegaban de vuelta arregladitos, perfumados y hablando correctamente. Así Eme se llenaba de orgullo y se abanicaba mientras le recitaban su poesía favorita.
Pero un día de esos llegó un niño, Gabriel, a suplicarle por algo que nunca le habían pedido a la bruja Eme. Él conocía la fama de la hechicera y por eso se preocupó de llegar con un traje impecable, bien peinado y con un olor a jabón que podía sentir hasta el científico loco del pueblo que pasaba encerrado en su laboratorio. Tenía un pañuelo de seda rojo en el bolsillo de su traje por lo que la bruja, al verlo de lejos, pensó: “Éste debe tener problemas de amor, veamos cómo le puedo ayudar.” Pero no. No se trataba de penas del corazón. Eme lo hizo pasar al living y le dijo: “Antes de pedirme ayuda, debes recitar mi poema favorito.” Gabriel, con una sonrisa en la cara, comenzó a decir el poema, pero sucedía que no se le entendía nada de nada. La hechicera comenzó a ponerse nerviosa y viendo que la situación no mejoraba porque el niño decía una sarta de palabras raras sin rendirse y callar, comenzó a enojarse. Eso también era heredado de las brujitas malas, sus antepasados. Cuando Gabriel abría la boca y no decía nada comprensible, Eme se comenzaba a poner roja de ira y se le hinchaban las venas del cuello como sólo se le hinchan a las brujas. Viendo este espectáculo, Gabriel calló y se sentó en un sofá cercano con las manos entrelazadas, como rezando. Se sentía muy nervioso y esperaba que la mujer que estaba al frente de él lo entendiera. La hechicera esperó unos minutos para calmarse y no cometer alguna tontería y le dijo: “Niño, yo no puedo ayudarte. Tu sabías que yo le pido a los aldeanos que reciten mi poesía favorita para poder hacer hechizos que los mejoren, pero tú tienes un serio problema. Anda a tu casa, practica y vuelve si es que mejoras.” Cuando Eme vio que Gabriel se alejaba, cerró el portón de su casa y se dijo a sí misma: “Uf, nunca me había tocado un niño tan enredado para hablar. Por suerte que se fue porque faltaba poco para que me saliera fuego por la boca de lo enojada que estaba.” Sin embargo, el niño no demoró en regresar. Temprano al día siguiente estaba en la puerta de la maga, bien peinado, con olor a jabón y vestido elegantemente. Los ojos negros de Gabriel estaban ese día más lindos que nunca, grandes y llenos de esperanza, brillando de agradecimiento. La bruja lo recibió con paciencia y le dijo: “Bueno, veámos cómo lo haces hoy.” El niño se paró en la mitad del living y comenzó a recitar con muco orgullo, pero sucedía que esta vez tampoco se le entendía nada, le salían palabras entrecortadas y la bruja sentía que le habían cambiado su querida poesía. Eme aguantó sólo un minuto e hizo callar a Gabriel porque ya estaba lo suficientemente enojada. Le dijo: “Por favor detente, no puedo soportar tu voz. Ándate de mi casa y no vuelvas, no hay caso contigo. Quizá cuando seas mayor te pueda ayudar. Quizá, pero por ahora no vuelvas. Adiós.” Y el niño se fue con una pena negra a su casa, tropezándose con cada piedra que se le cruzaba en el camino.
Ya habían pasado unas semanas desde ese encuentro, cuando la bruja Eme encontró una carta bajo la ranura de su puerta. Tarareaba una canción mientras intentaba abrir el sobre porque estaba muy bien sellado. Cuando logró abrirlo se encontró con las siguiente palabras:
Querida bruja Eme,
Quizá algún día, como usted dijo, cuando sea mayor, pueda curar esta sordera que tengo. Yo quería recitar su poesía favorita con todo mi corazón, pero ya vio que no fue posible porque escucho poquito y no puedo oír cuando hablo. Yo sé que usted es amiga de los humanos y no sigue las reglas malignas de las brujas de antes, por lo que le pido se acuerde de mi cuando haya crecido.
Muy agradecido,
Gabriel.
Luego de haber leído esto la bruja Eme se puso blanca. Había comprendido todo y tenía tanta pena que no se le ocurría otra cosa que ir a cocinar sopa de alegría. Habiendo pasado unas horas en la cocina tratando de buscar una solución a lo que había pasado, decidió consultar su libro de magia escrito por el Gran Mago. Pasó que no existía ningún hechizo en el libro que curara sorderas, problemas para escuchar. Las hojas del final indicaban que no había tal porque el Gran Mago prohibía los trucos para curara sorderas. “Mmmmm”, pensó Eme, “tiene que haber alguna forma de ayudar a Gabriel. Además yo no sigo las órdenes de los brujos malignos, así es que puedo inventar algo.” Y se fue a recorrer su casa a ver si encontraba algo. En su paseo se fue apenando cada vez más porque no encontraba nada y sintió que se encogía de tristeza. Viéndose sin la posibilidad de ayudar al niño, decidió tomar la última opción que tenía e irse de ese pueblo porque era la primera vez que le fallaba a alguien. Antes, pasó por la casa de Gabriel y le dejó una carta bajo su almohada. El niño, cuando estaba a punto de dormirse encontró el papel y leyó:
Querido Gabriel,
Espero me puedas perdonar por haberte tratado tan mal. Como último recurso te dejo las llaves de mi casa para que te vayas a vivir allá. Ahí vas a tener de todo y quizá algún día los miles de libros de mi biblioteca te ayuden a curarte, cosa que yo no supe hacer. Lee, amigo mío, y aprende lo que yo no supe saber.
Con mucho cariño,
La bruja Eme.
El niño se cambió de casa junto a sus papás e instaló su cama en la mitad de la biblioteca. Ya en la mañana temprano tomaba algún libro y lo leía. A los diez días llevaba un montón de libros leídos. Pasó que el día once, al despertarse, tomó un libro grueso, más grande de lo normal y comenzó a hacer lo que hacía siempre. Esta vez, mientras leía, comenzó a escuchar las palabras que iba leyendo. Incluso sentía susurros dentro de los cuentos. “Susurros”, pensó Gabriel, “Nunca había entendido bien lo que eran lo susurros, esas vocecitas tranquilas, suaves y amables, ese viento.” De repente creyó reconocer su propia voz en el libro a medida que leía y le encantó la idea. Era él, su voz estaba metida adentro de ese libro y él la podía escuchar cada vez que pronunciaba una palabra en su mente. Cuando hubo llegado a la mitad del libro, encontró en un papel suelto la poesía favorita de la bruja Eme y se propuso recitarla. Se paró arriba de su cama y habló. Se escuchó como no había podido hacerlo durante sus siete años de vida. Estaba curado, escuchaba hasta cómo crujía el mueble que sostenía los libros. Se puso tan feliz que fue rápido a decirle la noticia a su padres y, mientras corría, le agradecía como antes en su mente, sin voz, a la bruja Eme.
Víctor Díaz
Tu nombre nos recuerda que el hombre, en su inocencia, es victorioso frente a la tragedia. Volvemos a recordar cómo éramos en esos años que ya están demasiado atrás, miramos con tus ojos. Dejamos de especular, renunciamos a buscar culpables, tenemos pena y miedo (nuestros ojos son reveladores, no nos podemos ocultar), pero la vida está ahí, esperándonos. Ya no ponemos los sentidos sobre el ladrón de lavadoras o LCD, recordamos cuáles son las prioridades, buscamos también a nuestro mejor amigo del mundo, nos preguntamos cómo estará, sabemos que muchas veces nos hemos peleado con él o ella, pero da igual, un tiempo después la amistad siempre ha trascendido, eso es lo que importa. Reconocemos la belleza hasta en la voz o en la manera de hablar de una persona, nos enamoramos de esos detalles: nos volvemos a sorprender. La vida nunca nos ha sido regalada, hemos tenido tragos amargos, comidas malas, tallarines pegados, porotos negros, pero de todos modos han sido buenos alimentos, nos han ayudado a memorizar lo que realmente interesa. Sabemos que todo eso es necesario. No queremos dejar de aprender, necesitamos nuestro lugar, y queremos, como Víctor, casas pulentas para todo Chile. Y sin duda queremos que todos los niños tengan la atención y ayuda que ha logrado tener este amigo tan querible.
Repaso que he visto demasiadas mariposas blancas el último tiempo. He observado cosas horribles desde el 27 de febrero de este año, pero al mismo tiempo he escuchado y descubierto bendiciones, como todas las ocurrencias del “Zafrada”.
Víctor, lo sabes, tu nombre es victoria y nada es azar. Chile tiene que parecerse a ti, el país te agradece las risas que nos has regalado, tu generosa esperanza es recompensada del mismo modo. Te lo mereces, sin duda. Ahora que tendrás tu casa, cúbrete ahí, que tus padres te guarden de cualquier murmuración, de las luces excesivas, que el mundo no te quite tu inocencia. Ciérrale la puerta a los curiosos, agradece con cariño (vive agradecido), sé humilde, como siempre lo has hecho y luego desaparece, como si hubieses sido un ángel. Ya nos has dado la fuerza, ahora cuídate tú. Tu familia y Dios sabrán hacer el resto.
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Nanai, Chile lindo, nanai.
Dejemos al menos unos días para pensar en lo que nos ha pasado, para enterrar a nuestros muertos, para volver a respirar un poco más tranquilos. Démonos cuenta de lo mínimos que somos y de nuestra condición de hijos. Abramos nuestros ojos: nuestras casas no son ya tan casas, no somos amos de nada ni de nadie, nuestro miedo es el mismo que el de un animalito perdido entre los escombros. Queremos ayuda, no podemos más. Estamos acabados. Nos ha sido dada esta frágil tierra que amamos y no la vamos a dejar; las tragedias son parte de nuestra idiosincrasia, no es que estemos viviendo algo demasiado nuevo, pero duele… y parece ser el peor sufrimiento de mucho tiempo. Los malos ratos del año que recién pasó son un vil chiste comparado con esto. Y ahora para colmo muchos de nuestros compatriotas se vuelven en contra de sus hermanos, para robarles, matarlos, saquear sus casas, y así apoderarse de cosas que no les servirán de nada si vuelve un terremoto igual o peor del que acabamos de vivir. Alguna vez escuché a alguien quejarse de ganar poco dinero, otro le dijo: “Para qué quieres más plata, si no te la vas a poder llevar para arriba”. Hay pobres que se rebelan en contra de sus mismos pares, así mismo como un rico que se rebela en contra de la voluntad de Dios. Hay periodistas chilenos que al principio estuvieron alegando violación a los derechos humanos si ingresaban militares a la zona de conflicto, sus ideologías y prejuicios los cegaban, mientras sobrevivientes de la catástrofe tenían que armarse de palos para defenderse de turbas que llegaban con armas de fuego a desvalijar sus casas. Las víctimas llegan a decir que lo peor no fue el horrible terremoto, sino la guerra que se produjo después y que los mantenía en una incertidumbre total. Se habían salvado de una grande, pero ahora venía una peor: la experiencia de que el hombre, a veces, es un lobo contra él mismo.
Dios bendiga como nunca a Chile y nos ayude a levantarnos. ¡Fuerza, Chile lindo!
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