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Contra la rutina



Clara (9) mira a su hermano Juan (7). Luego mira por la ventana de su departamento, que da a la cordillera. Suenan truenos. El viento mece los árboles con ímpetu.

Clara: se acabó la fiesta. Se acabaron las vacaciones. Mañana al colegio de nuevo. (…) Me pregunto por qué este día está tan oscuro. La cordillera luce extraña, como si fuera a explotar en cualquier momento.
Juan: ayer se escondió la luna, ¿viste?
Clara: ¡sí! Se escondió y ¿sabes lo que dice la mamá sobre la luna escondida?
Juan: Emmmm, no… ¿de verdad realidad o de imaginación?
Clara: ay, Juan, de verdad…

Clara agranda los ojos queriendo expresar misterio. Juan abre un poco la boca involuntariamente. Siempre le pasa cuando escucha con atención.

Juan: ¿me va a dar miedo?, ¿es como la leyenda del caleuche? Mejor no me cuentes. ¿Es como la llorona, como el trauco, como la señora perro que me contaste la otra vez? Ya, bueno, ya, cuéntame.

Clara: no, tonto, no es una leyenda, es algo que vio la mamá cuando era pequeñita. Me contó una vez que vio esconderse la luna y que la siguió. Sí, así, escondida, para que nadie la pillara. Y de pronto, cuando estaba cerca de las faldas de la cordillera vio que la luna se colaba por una cueva y se quedaba ahí ocultada.

Juan: ¿ya, en serio?

Clara: sí, eso me dijo. Y que cuando la luna se quedó escondida en la cueva de la cordillera hubo un silencio grande y luego ¡pom, pom, pom!

Juan: ¡¿qué cosa?!

Clara: escuchó como un sonido de un corazón latiendo…

Clara gozaba mirando la cara de expectación de Juan, era un aliciente para seguir hilando su trama. En eso estaban cuando entre tueno y hojas y árboles meciéndose por el viento, vino un silencio y luego un discreto pom, pom, pom. Clara y Juan se miraron y gritaron con tanta fuerza que su madre vino a ver de qué se trataba el escándalo.

Juan: ¡mamá! ¡la luna está escondida en una cueva de la cordillera!

Mamá: ¿qué cosa? Miren la hora que es y ustedes despiertos. Mañana es su primer día de clases ¡a acostarse!

Juan: pero mamá es que la luna se escondió como tú viste cuando niña y la escuchamos latir. ¡Recién!, ¡escucha!

Mamá: yo no escucho nada, solo el despertador que sonará en mi oreja a las seis de la mañana. ¡A acostarse dije!

Y Clara muy calladita en un rincón del living. Luego en la batalla de lavar los dientes, poner pijamas y bajar las revoluciones, Juan logró explicarle a su mamá lo que le había contado su hermana. Mamá simplemente miró seriamente y de reojo a su hija y le aseguró a Juan que todo estaba bien, que mañana la luna volvería a estar en su lugar, como siempre.

Mamá: seguro que alguien se dará la molestia de poner la luna en su lugar, amor.

Cuando los niños se durmieron, mamá abrió la ventana y pudo escuchar el suave latir del astro. Respiró profundamente y sonrió.

Mamá: Tengo dos aventureros a los que les encantaría conocerte. ¿Por qué has vuelto?

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Lacoonta, sacerdotisa de Apolo, en el registro civil

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Yo, Lacoonta, he visto lo que vendría y he intentado evitarlo. Las presentes palabras las entrego en agonía, dando mis disculpas a la deidad, esperando que la misericordia me alcance en medio de estas tinieblas. Así fueron los hechos: hoy, martes 26 de febrero del 2019, tuve la misión de ir a solicitar pasaportes para mi y mis dos hijos al registro civil de la comuna de La Reina en Santiago de Chile. Bien, un detalle no menor: mis hijos tienen cinco y siete años, niño y niña. Preparándome para esta hazaña tuve una visión: el completo caos en medio del trámite, tragedia sin límite, ojos juzgadores mirando mi labor como madre, burlas, cuchicheos, ¡el horror! Acto seguido escuché que la deidad me decía desafiante: cómo se te ocurre rechazar los trámites domésticos. Bien sabes que no hay peor trámite que el que no se hace. Estando atenta a tales palabras reflexioné entorno a cómo salvarme de tal revelación y decidí quemar todo mal augurio: preparé una mochila con agua y leche, con el fin de poder mantener a mis hijos calmados e incluso me aseguré que estuviera cargado al 100% mi iPad para que pudieran ver sin límite lo que fuera con tal que estuvieran en paz. Llegamos al registro civil a las once de la mañana. Me entregan, habiendo visto que iba con dos niños, una atención preferencial. Había solo cinco personas antes de mi. ¡Toma, deidad!, pensé, empezamos perfecto. Se respira serenidad. Tres asientos perfectamente dispuestos nos esperaban. Me acomodé, los niños también. Entraba un agradable rayo de sol por la ventana. Alcancé a pensar en que ya se estaba notando que llegaría pronto el otoño; tomé mi celular, abrí mi correo, le respondí a mi tutor de investigación de doctorado. Guardo el móvil y me doy cuenta de que los niños estaban matando unas hormigas. Una se subió al pie de Juan Bautista, mi hijo menor, y eso lo alteró un poco. No pasa nada, Juanito, le dije. Saqué el iPad y les puse Youtube Kids. Calma de nuevo. Magdalena: 2- Deidad: 0. Me fijé que estaban atendiendo al número 23. Yo tenía el 25. Atentos, niños, ya nos va a tocar. Juan me dice que tiene sed. ¿Te tomaste la leche que te traje? Respuesta afirmativa. ¿Quieres agua? Traje agua. Respuesta negativa con desesperación. Me dijo que no le gustaba el agua. Quería jugo. Justo pasó un señor con un carrito vendiendo galletas y jugos. ¡Bingo! Tenía efectivo. Clara, mi hija mayor, me dijo que ella también quería algo. En resumen: les compré galletas, jugo para Juanito y Coca Cola para Clara (sí, lo sé, eso podría atraer alguna mala cara). Comenzaron a comer y tomar felices de la vida y de pronto veo que están atendiendo al número 24. Niños, junten todas sus cosas, que nos van a llamar en cualquier momento. Cada uno se hace cargo de sus cosas. Sentí como un zumbido, algo que me decía que el mal desataría su furia contra mi. Voy a enviar tres serpientes que te harán sucumbir, pensé escuchar. Llamaron al número 25. Respiré triunfante: vamos niños, tomen sus cosas, los espero en el módulo 1. Me senté frente a la funcionaria, la saludé amablemente, le expresé lo que venía a hacer. De pronto siento un grito atrás mío y veo a la primera serpiente desatada, acechando a mi hija: la Coca Cola cayó al suelo, explotó y había manchado una buena área e incluso los pantalones de una señora. No ha pasado nada, pensé, hay que seguir adelante. Haré como que no conozco a esa niña y luego veré si limpio o no. Ojos censores me espiaban, los contralores de la maternidad. Había sacrificado a mi hija, pero era más importante cumplir la misión. Me tomaron la fotografía para mi pasaporte, luego a Clara, pese a tener aspecto de moribunda. Mamá, me hago pipí: era la segunda serpiente que no tendría piedad. Juan, espera, estamos por terminar. Silencio. Seguí con el trámite. Mamá, es que de verdad me hago, no puedo aguantar, me hago. De verdad-verdad-verdad. ME ESTOY HACIENDO, MAMÁ. ¡Me hago ahora! La ira de la deidad estaba desatada, no había duda. Clarita, por favor, acompaña a tu hermano a hacer pipí afuera, en un árbol o donde sea. Los dos hicieron el ademán de ir a buscar un lugar para llevar a cabo el llamado de la naturaleza. De pronto embiste la tercera serpiente cuando escucho decir a la funcionaria aquella frase misteriosa que envuelve el destino de las burocracias: se cayó el sistema. “El sistema” es como escuchar en esas películas de exorcismos que el nombre del demonio que poseyó a alguien se llama “Legión”, se paran los pelos de puro escuchar la palabra. El horror estaba desatado: me sudaron las manos y los latidos cardiacos se intensificaron. ¿Se acabaría alguna vez aquel tormento? Llegaron mis hijos de la búsqueda de algún sitio parecido a un baño. Clarita me aseguró que no había ningún árbol cerca, que estaba todo muy lejos y les daba miedo. Tomando en cuenta que era mejor que Juan se orinara en sus pantalones a que tuviera que ir después a la Policía de Investigaciones con el fin de que me ayudaran a encontrar a mis dos hijos perdidos, les dije que no importaba, que me esperaran a terminar el trámite y ahí veíamos si encontrábamos un baño. Volvió el “sistema”, pero mi ánimo ya no era el mismo. Estaba deshecha, trastornada. El veneno de las tres serpientes estaba surtiendo efecto. La funcionaria que me atendía me miraba con compasión. Para colmo, tuve que pagar en veinticuatro mil cuotas el grosero precio que tienen en Chile los pasaportes. Magdalena: 2- Deidad: infinito. Pero como la deidad ha olvidado las costumbres del Olimpo ha sido compasiva y el veneno no nos ha matado; sí estamos todos agónicos, pero creo que esta vez la tormenta pasará. Solo le pido al Cielo que esta noche sea de descanso y nos permita olvidar revelaciones. Elevaré así mi oración: Hazme ciega y obediente. Amén.

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¿Cómo es ser una mujer ideal?

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¿Cómo es ser una mujer ideal? ¿No será que tenemos que preguntarnos primero respecto a qué? Nos sumergimos hoy en un mar de imágenes fragmentadas que nos promueven cómo deberíamos ser las mujeres. Un retoque por aquí y otro por acá, gracias a Dios que Photoshop existe y sigamos adelante.

Vamos chequeando: Cuerpo trabajado, carrera en desarrollo, siempre subiendo obviamente, hijo(s) para completar el esquema “plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo”. Así es la mujer, como se dice una y otra vez hoy en día, “empoderada”. Y de empoderados parece ser el reino de los cielos: Mujeres, estudiantes, trabajadores, niños, animales, hombres… ¿En qué momento se empezó a tratar todo acerca de ponerle el pie encima al otro?

Trato de seleccionar a una mujer que sea ejemplo de vida a los ojos de Dios, pero se me vienen tantas a la cabeza que se agolpan y no sé por cuál decidirme. Puedo nombrar algunas de mis favoritas: Santa Teresita de Lisieux, la mismísima Virgen María, Santa Teresa de los Andes, Santa Teresa de Ávila, Santa Clara de Asís, Santa Hildegarda, Santa Faustina, la escritora Flannery O´connor… pero temo que al quedarme con una sola pierda una de esas tantas cualidades que las adornan.

Sospecho también que si tratara de describir a la mujer ideal enumerando las cualidades de cada una, a modo de hacer una mujer modelo de laboratorio, el resultado sería yo imitando a Mary Shelley cuando creó Frankestein. No quisiera ser injusta ni crear un engendro. Tampoco soy dada a las artes manuales, por lo que aseguro que no podría urdir una buena criatura. Lo que sí puedo hacer es compartir las luces que a mi me guían para entender esto de la feminidad a los ojos de Dios.

Cuando dicto clases de Literatura siempre les he hablado a mis alumnos sobre el camino del héroe, inspirándome especialmente en la obra “El viaje del escritor” de Christopher Vogler. En ella se nos describe el periplo estándar de todo héroe que se puede ver en películas y obras de distinto formato. Y cómo podemos observar al protagonista (no tiene por qué ser una héroe de capa, puede ser incluso un animal o un simple mortal) pasar de su mundo ordinario al ficticio, recibir la llamada a la aventura, rechazarla muchas veces por sentirse incapaz y luego aceptar y pasar a todas las etapas posteriores que lo llevan, de alguna y otra manera, a terminar la hazaña fortalecido y triunfador.

Esta fórmula es la que a nosotros, espectadores y lectores, lograría atraparnos. Es también la que supuestamente permitiría que una obra “funcione”, es decir, tenga éxito. Sospechando que cualquiera de nosotras puede ser uno de estos héroes llamados a la empresa más descabellada que pueda existir, nos situamos en el planeta Tierra siendo mujeres, madres, hermanas, tías, abuelas, etcétera, sorprendidas por una vocación, un llamado a la aventura, que a veces llega como convidado de piedra.

Este llamado a la aventura nos saca de nuestro mundo común y corriente y nos invita a recorrer caminos que nunca han sido transitados, porque son todos distintos y vírgenes. Son caminos que se pueden describir de boca a boca, de generación a generación, pero las rutas y los itinerarios van mutando misteriosamente. ¿Escalofriante? Muchas veces. Ante este escenario es normal haber querido quedarse en la comodidad del mundo común. Pero algo nos hace dar el paso de querer llevar a cabo la empresa desquiciada. Y ese algo es lo que cada una tiene que descubrir.

Cuando escribo estas líneas no puedo dejar de pensar en mujeres de mi vida: Mi madre, mi hermana, mi suegra, cuñadas, mis abuelas, mis amigas. Cada una de ellas tiene historias particulares y podría escribir una novela con sus historias. Todas notables con sus sellos. ¡Qué difícil les fue tejer esa trama que las constituye! Pero creo que a ninguna de ellas les gustaría que hablara de sus intimidades, por lo que eso de “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia” tampoco va a funcionar. En todo caso, de algún u otro modo, querámoslo o no, uno siempre termina escribiendo desde uno mismo, y esto también significa acerca de su entorno.

Me perdonará J.R.R. Tolkien al utilizar una frase de la película basada en su obra “El Hobbit”, que corresponde al momento en que la hechicera elfa Galadriel le pregunta a Gandalf por qué ha elegido al hobbit Bilbo Bolsón para ir a una aventura que parece ser mucho para él. Gandalf le responde: “Yo he descubierto que son las cosas pequeñas de las acciones diarias de las personas ordinarias lo que mantiene a raya a la oscuridad. Actos simples de amabilidad y amor.”

Creo que todos somos un poco Bilbos, con nuestros apegos, comodidades, baja estatura física y moral, pero tenemos vocación de aventura. Santa Teresa de Ávila lo intuyó de manera hermosa al hablar de nuestros castillos interiores, de las moradas, del laberinto al que nos tendremos que enfrentar, porque no todas estamos llamadas a la vida activa, vaya qué necesidad tenemos de la vida contemplativa que nos sostiene como Iglesia en base a sus oraciones y ayuda espiritual.

Cada cual en su llamada, que decíamos puede ser muy disparatada, pero seguramente al final nos hará sentido, como si se tratara de un plan trazado desde la eternidad para el bien de todos, encandilándonos en la meta con la felicidad. Qué necesidad de hacernos conscientes del tiempo que nos queda para poder ser armonía en un mundo chiflado.

Somos combinación de sonidos acordes en la alegría y contenemos en los momentos oscuros. Como cualquier orquesta contamos con varias familias de instrumentos musicales: laicas, consagradas, religiosas, casadas, solteras, etcétera. La obra que será ejecutada depende de todas, de cada una individualmente.

¿Cómo saber cuál instrumento será cada una? ¿Qué le toca a cada una? San Ignacio de Loyola hablaba del “discernimiento de espíritus” en relación a este tema. Saber cuál es la voluntad de Dios y dónde tengo que estar en la Tierra signifca tener en cuenta para qué fuimos creados los humanos, nuestros fines que, como asegura San Ignacio, son alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar (nuestra) ánima.

Entendemos con esto que no hay fórmulas, que tenemos que partir de nuestra libertad, porque Dios nunca nos va a obligar. Pero lo que sí sabemos es que si hacemos un consciente discernimiento, sea lo que sea que decidamos, tendremos que aventurarnos por un camino que nos realizará como personas y que nos completará en el Amor.

Un camino que no siempre será cuantificable y de producción visible, no siempre seremos aplaudidas por el mundo. ¡Si llega el éxito, excelente! Aunque algunas veces el mundo dejará espacio para nuestros talentos, habrá también veces en que sentiremos que nos están poniendo a prueba, pero una prueba dulce porque, tomando en cuenta a dónde nos dirigimos, sabemos que tenemos el triunfo asegurado.

Gabriela Mistral lo dejó por escrito con maestría: “Tengo un día. Si lo sé aprovechar, tengo un tesoro”. Y es justo en este día rutinario cuando podemos estar recibiendo nuestra llamada a la aventura. Con capa o sin ella. Empoderadas en la aventura, por supuesto.

© 2017 – Magdalena Palacios Bianchi para el Centro de Estudios Católicos – CEC

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“El túnel” de Anthony Browne: bello, bueno y verdadero

bosqueTítulo: El túnel

Autor: Anthony Browne

Lugar de publicación: México

Editorial: Fondo de Cultura Económica

Fecha de publicación: Mayo de 2015

En un mundo tecnológico y predominantemente audiovisual es un agrado encontrarse con “El Túnel”, del autor inglés Anthony Browne, un libro álbum o álbum ilustrado, que nos muestra una perfecta relación de complementareidad entre palabras e imágenes. Se trata de una obra que por su formato podría parecer que está destinada únicamente a niños; sin embargo, la verdad es que la puede disfrutar cualquiera de nosotros, a cualquier edad. Los libros álbum tienen esa gracia: son obras de arte, y así como en ellos la imagen y texto se complementan, los niños perfeccionan la lectura de los adultos y viceversa. Si les quisiéramos hacer una terapia de desintoxicación a nuestros pequeños de esos monos animados con ritmo hiperactivo, cambios de escena e imágenes perturbadoras, “El Túnel” sería uno de los libros indicados, porque nos da el espacio para disfrutar sin prisa la historia, captar detalles y emociones. La narración parece simple: se trata de la relación de dos hermanos que son muy distintos y no se llevan bien. En muchos casos, pan de cada día, ¿no?, pero la gracia del cuento en que nos introduce Browne está en su forma de elaborar la historia: nos habla de los miedos sin tocar la palabra. Nos habla del amor de hermanos sin parecer cursi, sin explotar en corazones, sin decir “te amo”. Nos muestra los temores de la hermana a través del clásico de Charles Perrault, “Caperucita Roja”. Es así como vemos en una ilustración a Rosa, la hermana, intentando dormir en su pieza, tapada hasta la cabeza, como hacen los niños cuando tienen susto y otros elementos evidentes, como un cuadro que ilustra el cuento de Perrault, una Caperuza Roja colgada del clóset y el horror que todos vivimos alguna vez: el closet entreabierto sumado a unos zapatos que parecen colarse debajo de la cama, y, para colmo, Juan, el hermano mayor que llega escondido, con una máscara de lobo, a cumplir una de las funciones más clásicas de los hermanos grandes: asustar. De manera inteligente y amena vemos cómo el autor nos habla de una relación difícil de llevar, en la que interviene la madre motivándolos a salir juntos: “traten de llevarse bien y de ser amables uno con el otro, por lo menos una vez, y regresen a tiempo para la comida”.

Es en esa aventura, en su inicio poco querida por nuestros protagonistas, cuando Rosa vestida con Caperuza Roja recibe su llamada a la aventura, motivada por su hermano que se introduce en un túnel. Ella lo sigue, llega a un lugar tenebroso y no encuentra a Juan. Sigue a través de bosques que en imágenes revelan sus miedos, evocando la selva oscura a la que llega Dante en la “Divina Comedia”, pero avanza, ¡y eso es lo grandioso! pese al terror, buscando a su hermano. Está preocupada y quiere salvarlo. De pronto, se encuentra con la imagen de su hermano petrificado –C.S. Lewis tiene imágenes parecidas en sus libros “Las Crónicas de Narnia” – lo que va haciendo a “El Túnel”, paso a paso, una obra más abundante en información, en riqueza. Se entiende más descubriendo los tesoros ocultos que nos ha dejado Browne al paso. Y se agradecen. Entonces, Rosa abraza desesperada a Juan. Llora. Y así se nos revela un final que le da sentido a todo, cuando vemos cómo esa figura dura y fría se torna suave y más tibia, hablando de un corazón del que nunca se hizo referencia.

Los invito a leer “El Túnel” no solo a los niños, sino también que lo consideren como lectura necesaria para ustedes. C.S. Lewis decía que no existía eso de “escribir para niños” porque si una obra es de calidad y trasciende, la puede leer cualquier mortal. Claro, actualmente no podemos abstraernos de las líneas editoriales porque son una realidad, y si se quiere publicar, hay que entrar en ese juego. Pero en rigor, en el mundo ideal, los escritores debieran pensar en escribir no para un perfil de lector preciso, sino que debieran aspirar a crear una obra buena por sí misma, destinada al infinito. Una creación, como dirían los clásicos griegos, “bella, buena y verdadera”. Un libro con estas características lo puede leer cualquiera.

“El Túnel” es una obra destinada a la eternidad porque nos narra lo cotidiano de una manera no desechable, en un lenguaje universal. No hay que dejarse engañar: la literatura para niños y jóvenes es una cosa seria. No se trata de un subgénero, ni menos de letras no tóxicas dirigidas a mentes poco animosas. De hecho, pueden llegar a ser obras tan nocivas que lleguen a intoxicar las raíces más profundas de nuestros jóvenes. Libros-lobos disfrazados de ovejas, porque no todo lo que tiene melodía de cuna es para dar dulces sueños. Muy por el contrario, a veces la mal llamada literatura infantil produce efectos como esa inolvidable escena de la película Dumbo, donde vemos al protagonista embriagado por accidente, viendo en consecuencia un horrible desfile de elefantes rosados tocando trompetas: “las ánimas del terror”. ¿Esta sensación de desamparo es la que queremos heredar a nuestros hijos? ¿vamos a dejar que se mareen en un mar de información inútil y muchas veces falsa y tramposa?

Tenemos que desterrar la idea de que a los niños les van a imponer lecturas. Es nuestro derecho y deber conocer qué se les está dando de leer a nuestros jóvenes. Es urgente capacitar a profesores de preescolar y básica en nuevas tendencias. Que no dejen de leer y tener la sensación de que ya se formaron. En esta era de la información, hay que llevar la contra todo el tiempo, luchar por mantenerse al día con lo que nos intenta derribar. Que sepan los docentes, por ejemplo, que la ideología de género se cuela por donde puede como algo bueno, como algo de sentido común, y que si se dice algo en contra muchas veces se nos tildará de loqueseafóbicos para anular nuestra opinión. Hay que formarse para tener ojo crítico y agudo, para detectar letras e historias venenosas. Nosotros tenemos el deber y derecho de educar a nuestros pequeños, nadie puede reemplazarnos en esta tarea. La literatura está al servicio de nosotros: el arte es liberador, como el abrazo de Rosa a su hermano, y no vamos a permitir que nadie manipule esa belleza.

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© 2017 – Magdalena Palacios Bianchi para el Centro de Estudios Católicos – CEC

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Como hojas

La bruja Eme

Con «Como hojas» le doy la bienvenida en este espacio a Javiera Corvalán Azpiazu, gran regalo que les comparto. Que sean muchos más textos, así de bellos, en El Diario Mapa.

 

A propósito del día de la mujer, y de la mujer; de las flores y de las hojas; de lo valioso y de

lo perfecto; y de las arrugas…

Las que nacimos en el siglo pasado crecimos escuchando, de la televisión, de la publicidad

y de las revistas, que las mujeres tenemos que maquillarnos mucho, pesar cuarenta kilos y

vestirnos a la moda; pensar pocas ideas, hablar muchas tonteras, coquetearles a los partidos de

buena billetera, y no entender ni opinar de política, «porque esas son cosas de hombre»; hacer

dietas, gastar la plata en silicona y crema para las arrugas, y tener cuerpos esculturales para un día

tener la dicha de que a algún hombre le interese llevarnos de llavero/adorno/trofeo por el resto

de la vida, o al menos por algún tiempo de ella (¿lo que dure la juventud del cuerpo, quizás?).

Nacimos, en fin, escuchando que, para ser valiosas y perfectas, las mujeres debemos ser modelos,

promotoras, porristas, caras bonitas… flores. Sí, flores. Ojalá rosadas.

No recuerdo que me haya emocionado mucho la idea. Sobre todo porque desde chica que

me gustan más las hojas que las flores, y más el verde que el rosado (la influencia de los pinos

verdes de Viña, tal vez).

Pasaron los años, y a las que nacieron en este siglo no les fue mejor: crecieron escuchando

que, para ser valiosas y perfectas, las mujeres tenemos que ser… hombres.

Ya habrá tiempo para que conversemos sobre por qué es mejor que una mujer sea mujer

en vez de que sea hombre (es un tanto curioso que esa afirmación hoy exija una demostración).

Por esta vez detengámonos en lo que nos dijeron a las de los noventa, y atrevámonos a

contradecirlo, aunque sea a través de palabras medio poéticas, medio botánicas: Y es que quizás

tenga más sentido que una mujer no sea como una flor, sino como una hoja…

En las flores hay, claro está, mucha belleza. Pero ésa es, por así decirlo, una belleza fácil:

sus colores son vistosos y sus pétalos, suaves; sus olores se perciben a kilómetros. No es de

extrañar, pues, que hagamos con las flores toda clase de adornos y las pongamos en nuestros

centros de mesa. Y es que las flores son universalmente atractivas.

La belleza de la hoja es, en cambio, una belleza difícil. Difícil para la hoja y difícil para quien

la contempla. El afortunado que la enfrenta debe poner mucha atención para apreciar sus colores

(verdes, violetas, burdeos, amarillos… naranjos infinitos); y debe aproximarse mucho a ella para

descubrir su olor. Notará además que su textura, sobre todo la de la hoja de otoño, no es

resbaladiza como la de una flor, sino desafiante. ¡Pero irremediablemente frágil a la vez! Y el ojo

que se detenga con tiempo y paciencia a mirarla, podrá conocer incluso sus venas; y verá correr

por ellas una historia de heridas, noblezas y dolores; y una savia que es riqueza.

Por esa belleza difícil de las hojas es que no ponemos hojas en los centros de mesa. No

queremos hacerlo. Y las hojas tampoco quieren ocupar ese lugar. No se sienten cómodas siendo el

centro de atención. Y menos se sienten cómodas siendo usadas como un adorno o un accesorio.

Una hoja prefiere caer sigilosa en mayo, para reconfortar y dar sentido al paso insípido de

transeúntes grises; y para curar el alma del que se atreva a amarla.

Por esa belleza difícil de las hojas es también que es más fácil enamorarse de una flor que

de una hoja. Lo que pocos saben es que sólo de una hoja es posible enamorarse para siempre.

Sucede que una flor, tarde o temprano, aburre. Su olor parece, de pronto, demasiado

intenso, casi hostigoso. Su color, por el contrario, se vuelve desaliñado y palidece con el paso de

las horas, días, meses. Sus pétalos se marchitan y sus tallos se quiebran. La belleza de una flor es

verdadera. Pero efímera…

Sucede que en una hoja hay un secreto. Y su secreto la hará ser siempre nueva. Porque la

belleza de la hoja es su misterio: ése que cautivará un día y para siempre al peregrino que vaya

atento. Sólo al que vaya muy atento…

Sucede que una flor crece con el corazón en la mano, ofreciendo su belleza a un gran

público anónimo y desprevenido; y que una hoja crece cultivando un corazón profundo que solo

podrá descubrir el espectador audaz.

Sucede que el atuendo de una flor es su vanidad; y que el atuendo de una hoja es su

sencillez.

Así, sucede que una flor con arrugas es una flor marchita, y que una hoja con arrugas es

una hoja perfecta.

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El buen Charlie Brown

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El 2010 me tocó ir a Minneapolis por circunstancias que Charlie Brown conocería… algo había salido realmente mal. Y, cuando estuve por allá en otoño, con toda la belleza que eso incluye: árboles de colores, el río Misisipi, calabazas afuera de las casas esperando Halloween y una cantidad considerable de ardillas por todos lados, me di cuenta que las plazas y lugares públicos estaban llenas de esculturas y similares de Snoopy y su dueño. Fue cuando me enteré que el creador de este cómic, Charles Monroe Schulz, había nacido en Minneapolis, Minnesota, el 26 de noviembre de 1922. Un hombre que, según cuenta la leyenda, solía tener la misma mala suerte que su creación. El terremoto de la II guerra mundial, en la que participó, lo habría movido a volcar toda su (des)esperanza en su tira cómica.

Ayer estuve sentada en el cine viendo Snoopy & Charlie Brown: Peanuts, la película, y mientras lo hacía reconocía a personas reales en cada uno de los amigos de Charlie Brown. La obra es simple, pero potente en el sentido que nos retrata de manera fiel. Todos, en mayor o menor grado, hemos vivido nuestras guerras mundiales, y en medio o después de ellas nos hemos encontrado con un mentor (¿o anti mentor?), podría decir Joseph Campbell o Christopher Vogler, como Lucy, ese nombre mentiroso que nos habla de la luz, que sin embargo más bien está plagado del terrorismo del racionalismo. Nos paramos frente a Lucy, en su caseta barata de psiquiatra, confiando en ella porque es lo único que nos queda, y ella nos basurea, barre el suelo con nosotros y, para colmo, nos cobra 5 centavos. Nos dice que estamos locos, que valemos nada, que cómo se nos ha ocurrido hacer semejante insanidad. Recuerdo con claridad una vez en que me enfrenté a Lucy cara a cara cuando estaba estudiando Literatura. Lo gracioso es que hasta tenía el peinado parecido, todo remilgado para que el freeze no tuviera espacio en su vida. Ni un pelo fuera de su lugar. Lucy me hacía un examen oral final, no recuerdo de qué ramo. Y en una parte me dijo, molesta, algo así: “¡¿usted escribe acaso para desahogarse?!”. Mi primera intención fue responderle que podría ser, que todavía no lo tenía claro. Pero al fijarme en sus ojos como cuchillos, decidí dar una respuesta políticamente correcta. Cómo hubiese querido que Schulz hubiese estado al lado mío en ese momento a ver qué decía. Claro que creo que Lucy se hubiera encargado de reducirlo a la nada, argumentando que por eso se trataba solo de un autor de cómics y no de literatura trascendental y épica. Pero Charlie Brown es un héroe. Como todos nosotros. Literatos o no. Creadores o no. Bowie lo diría, ¿cierto? Luego de la respuesta que le di a Lucy, ella enfureció aun más, y empezó a ahondar en lo personal, diciéndome que si pretendía hacer un doctorado debería seguir una carrera académica, y que la carrera académica no me permitiría tener hijos, y que si los tenía iban a estar abandonados. Y que si no los quería para qué me iba a casar y bla, bla, bla. Todo esto en medio de un examen. Lucy. El racionalismo. Todos los temores con los que nacemos las mujeres de estos tiempos, todos los discursos revueltos en un tenebroso caldo Maggi sermoneado por la maligna. Sucedió luego que, años después, me casé con Charlie Brown y pasamos a vivir juntos su mala suerte. Pero es como en las hitorias de Schulz: hay días buenos, días malos, otros no tanto. Hijos que iluminan, y Lucys que siempre vuelven a molestar de vez en cuando en voces y caras distintas. La clave está en que Charlie Brown tiene una cara y los otros personajes son la misma cara con distintos peinados y vestuarios. Charlie es nuestro existencialista interior, que a veces cae en el lodo y a veces se ríe de su propia desgracia. Linus nuestra dulzura, Peppermint Patty resolución y Marcia la que lo sabe todo, pero que está más ciega que mi abuela. La niñita colorina, la dulcinea del buen Charles, que pese a su mala pata, como ella misma dice en la película, es un hombre lleno de virtudes. Sí, Charlie Brown es un héroe y lo postulo a trascender en la literatura, en la historia de la humanidad, como a todos nosotros, soldados que hacemos camino, que un día somos calvos y otros días decidimos usar otros peinados, pero siempre en libertad. Siempre que mantengamos la cabeza y no nos ceguemos con la luz.

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La Real Academia de la Ñoña

  
Así es: soy una rebelde encubierta en el mundo académico. Y es que no me podría llamar así de ningún modo, aunque sepa cosas de las que ni yo misma sé que sabía. Pero ese es otro tema. Solo vivo con los ojos bien abiertos, demasiado quizá, y muy al sol. Me escapo de las ciudades porque olfateo que es cierto eso de que son irreales. Tan de polvo y tan soberbias, tan “necesarias”, tan inventadas y en un chasquido de dedos “paf”. Prefiero vivir sabiéndome con un pie en la tumba. Intentando agradecer siempre, desde mi pequeñez, olvidando hacerlo de vez en cuando y creyéndome diva en otras ocasiones. En fin, siendo humana, pero con la particularidad de saber ser invisible. Es una cualidad que poseemos todos los ñoños. Yo me acuerdo que en el colegio, cuando jugábamos a las naciones, quedaba hasta el final, nadie me quemaba, muchas veces ganaba, y ciertamente no por mis habilidades atléticas. Escapaba a toda costa de las clases de gimnasia, mi libreta estaba repleta de “justificativos” médicos para faltar . Doctora Cordero sería una palomilla blanca al lado mío. Tengo un delicioso hijo que a los 5 meses fue diagnosticado con hipotonía. Resonancia magnética, terapia kinesiológica y los horrores del abismo, y nada, simplemente era un asunto genético. Y yo creo que sin duda yo fui una hipotónica no diagnosticada. Pero esto nada tiene que ver con la capacidad que tenemos los ñoños, aunque debo decir que muchos ñoñitos deben ser hipotónicos. Yo quedaba hasta el final en las naciones porque sabía meterme adentro de mi coraza. Se debía simplemente a que sabía cómo hacerme invisible. Y hoy sé desaparecer cuando las críticas me parecen absurdas, cuando miro el mundo en que tengo que meter a la fuerza a mis hijos, en una educación artificial, llena de ojos ajenos hostigadores. Qué difícil es saber que se trata de arreglar una educación en la que no se sabe qué es lo que se tiene que arreglar, se habla de lucas, de cifras, de educación gratis, de derechos. Y Ok, en eso de la educación gratis creo que casi todos ya estamos de acuerdo, pero nadie habla de fines. Es todo tan simplista y racionalista. Y así, a combos, todos nos sacamos la madre, logramos una que otra cosa, y al final somos unos pobres collages con cierto conocimiento, especialistas en nuestros campos, expertos, campanas, pero llamando a nadie. Todos suenan y resuenan y a uno no queda más que taparse los oídos porque ya no hay más melodía, se trata solamente de campanas con pataletas. Triste panorama. Decía hoy el Papa Francisco que Es hora en que los padres y las madres regresen de su exilio, – porque se han auto-exiliado de la educación de los hijos -, y re-asuman plenamente su papel educativo. Qué razón tiene. Algunos tomarán sus palabras a su modo, seguro, siempre pasa. Los homeschoolers lo alabarán, los colegios católicos comenzarán a impartir la necesidad de protagonismo de los padres en sus programas, cada cual según su necesidad. “¿Qué dijo, Papa?” preguntarán algunos, “¿saco a mi hijo del colegio? Sabe que me pasó tal o cual cosa el otro día, el profesor le dijo no sé qué a mi hijo, ¿lo cambio? ¿lo dejo en la casa? ¿partimos todos a la punta del cerro y hacemos comunidad, hacemos una huertita?”. No sé, yo soy solo una ñoña, no sé responder preguntas tan trascendentales, si no, no estaría donde estoy. Lo que si sé es que es bueno que se plante la semilla del inconformismo en este sentido. Que dejar a un niño en un jardín infantil o colegio no sea un respiro de spa, que sea siempre duda, duda de si estamos haciendo lo correcto, de si se puede hacer mejor. Yo quisiera nunca descansar en este sentido, con los ojos bien abiertos, muy cerca del sol, que el día en que me adormezca sea el día en que me muera. ¿Cómo tener cierta paz? Pedir, rezar, rogar, pedir Luz. No sé funcionar de otra manera y no me avergüenza decirlo. No soy de fórmulas y no sé bien ni siquiera por qué estoy escribiendo esto, solo sé que en la mañana desperté con ganas de escribir porque soñé que estaba en la azotea de un edificio con mis hijos y de pronto comenzaba a caer una lluvia de estrellas fugacez.

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El sentido de la distancia.

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Recibí esta respuesta de José dos horas después que yo le enviara a él la carta que ustedes

ya leyeron.  Decía así:

“El día antes de su muerte, mi papá estaba leyendo un ensayo que había escrito un

alumno de filosofía de la Universidad de Chile. Se lo envió por email, Francisco, amigo

suyo que daba  la cátedra sobre el nihilismo en ese lugar.  Lo que trataba de explicar el

autor era que los seres humanos buscan ante todo asimilarse al resto porque de otra

manera no podrían soportar sentirse diferentes. Eso, según sus propias palabras, los

inquietarían de sobremanera porque en ese tipo de personas no existe el sentido de la

distancia, ese sentido que solo pocos deciden vivirlo y con el cual muchos experimentan

el horror verdadero de vivir en un mundo común en cuanto a formas, pero tan distinto en

el fondo”.

“Nada de lo que me dijo me hizo mayor sentido. Conversamos, comimos juntos, en fin,

todo fue como siempre. Excepto por una pregunta que me hizo a propósito de lo que leía

y de la vida que tenemos versus la que queremos tener. – Bueno José- ¿y tú tienes

sentido de distancia o vives la vida que te impone el sistema?   Mi respuesta no viene al

asunto, solo te hablo de esto para que entiendas qué pasaba por la mente de mi papá. Me

dijo que él había descubierto el sentido de la distancia demasiado tarde, pero que cuando

lo hizo, lo liberó de sí mismo y que era feliz de tener una nueva visión de su existencia,

más personal. – Soy feliz, José, feliz- me dijo. De ningún modo eso me llamó la atención

porque siempre pensé haber tenido un padre inmensamente feliz, pleno, tú lo sabes,

verdad?”

“El día después vino toda la tragedia. Su muerte, funeral, su ausencia y con eso vinieron

millones de preguntas sobre qué pasó en verdad con él”.  fuiste testigo presencial de todo

lo que te cuento, mejor voy al grano de una vez”.

“Pasaron los días como te acordarás, pero nada me daba una pista real de lo que había

pasado. Un día, jueves creo que era, recibí un mensaje de texto de Francisco, el profesor

de la Chile. Me preguntaba si nos podíamos juntar para hablar de mi papá. Le dije que

claro, que si quería nos juntáramos a tomar un café, pero me dijo que prefería venir a mi

casa. Vino a eso de las siete de la tarde. Mi mamá no estaba, así que fue mucho mejor

para los dos. Esto pasó el mismo día que llegaste de sorpresa a mi casa porque según tú

no tenías electricidad hasta la mañana siguiente, ¿te acuerdas? Ese fue el día que

Francisco, un desconocido para mí, pero que resultó ser el confidente de mi papá, me

aconsejó que dejara de buscar asesinos porque no existían, que mi papá se suicidó, que no

hubo terceros en su muerte y que lo hizo simplemente porque había considerado que era

tiempo de dejar de existir. ¿Puedes creerlo? Mi papá, el ser más noble e intachable de la

vida había decidido que su hora aquí junto a nosotros había llegado a su fin y que lo hacía

conscientemente”.

“Al comienzo no le creí ni media palabra a ese hombre, pero después que me mostrara

los emails que se habían intercambiado no lo dudé más,  no podía hacerlo”.

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IX. La viuda.

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¿Quién amaba más que a nadie en el mundo a José? Su mamá. Claro, qué madre no ama a su hijo. Pero este caso me atrevo a decir que era excepcional. Me acuerdo de casos como el de la mamá del poeta Huidobro, que de tanto repetirle que él era un rey, nuestro Vicente se calzó la corona y se convirtió en el soberano de los narcisistas. Lo cito porque la relación de Ana con José siempre me recordaba un poco al vate. Cuando pololeábamos debemos habernos peleado un centenar de veces por mamonerías de José. No voy a entrar en detalles, pero es que lo que le dijo o no le dijo su mamá, pero es que mi mamá hizo tal cosa u otra, lo que pensó, lo que le hubiera gustado que le hubiera regalado su papá para el aniversario. Uf, a veces parecía una extensión de Ana. Cosa seria. En fin, con estos antecedentes se comprenderá que la primera persona con la que quería hablar luego de mi sospecha, era ella, la progenitora. A quien, dicho sea de paso, yo quería mucho… pese a los encuentros y desencuentros del pasado. Luego de haberle mandado un par de mensajes a José para asegurarme que no estaría en su casa, llamé por teléfono al hogar del juez Blanco y me contestó la persona que comentaba, su viuda. Aún con voz de pesar, pero resignada, me saludó con cariño. Le dije que tenía ganas de ir a verla. Me dijo pero claro, ven, qué estás esperando, esta es tu casa. Esa misma tarde partí. Sin darme cuenta estaba tocando la puerta. Me abrió ella. Me pareció que había perdido algunos kilos. Estaba impecable, el pelo semi cano a medio tomar, un vestido largo, los ojos grandes pardos delineados. Su cara preciosa, todavía con rasgos de niña; toda fina, toda grácil, ligera, como si parte de ella ya estuviera –físicamente digo- con su marido.  Con un abrazo más fuerte de lo común me invitó a pasar. Nos sentamos en el mismo living donde supuestamente me había quedado dormida. Me ofreció un té, asentí, nos trajeron té. Hablamos. De cómo eran las cosas después de la pérdida de su marido, de mi vida, de mis proyectos, de los suyos. Hasta que llegamos al tema José. Después de un silencio incómodo, noté cómo Ana se incorporaba en su asiento, me miraba y decía:

–       Hay algo que tengo ganas de preguntarte.

–       Dígame.

–       Y te lo voy a preguntar porque te tengo confianza, porque ya eres como una hija para mí.

–       Dígame Ana, usted sabe que me puede preguntar lo que quiera.

–       Mira, estoy preocupada por José. Yo sé que ya es un hombre grande y que no tengo nada en qué meterme, pero me tiene preocupada. No sé en qué anda metido. Anda raro, casi no me habla, sale a horas extrañas, me evade, en fin… quería saber si tú sabes algo. A mi no me da buena espina.

–       Ay, Ana. No sé. Aunque usted no lo crea venía a preguntarle más o menos lo mismo. El otro día tuve un episodio un poco extraño con él y quería preguntarle si usted sabía de algo.

–       ¿Por qué? ¿qué pasó?

–       En resumen, llegué a la casa de improviso y él se estaba riendo con alguien. Me pareció, creo, que era una mujer. No la vi. Me dijo que lo esperara en el living, que no me moviera de ahí. De ahí en adelante no recuerdo nada, solo sé que desperté en mi casa confundidísima. Le pregunté a él qué había pasado y me dijo que nada, que me había quedado dormida, y que lo atribuye a unas pastillas que me recetó el psiquiatra.

–       Qué cosa más rara…

–       Imagínese mi desconcierto… ¿usted no se acordará de alguien que haya estado acá con José? ¿alguien que le haya llamado la atención?

–       La verdad es que no he estado mucho en casa desde que murió Miguel, pero ahora que me lo dices, hubo un día en particular que contesté por lo menos tres llamadas de una misma chiquilla a José.

–       ¿No se acuerda cómo se llamaba?

–       La verdad, no, lo que sí… ahora que hago memoria… me dijo que era amiga de Pedro… o Marco… como para hacerse reconocer. Y me acuerdo también que cuando se lo mencioné a José, le hizo sentido.

Amiga de Pedro. O Marco. Dos opciones. Podría ser Pedro, el revelador, o Marco, amigo de toda la vida de José, y mío. Amigos de la universidad. Mi próximo paso a “entrevistar”, entonces, opción dos, Marco. Por confianza. Al famoso Pedro todavía lo tenía en el purgatorio de los sospechosos; con este otro, en cambio, había una complicidad de pasado, lo podría manejar. Al menos en teoría.

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