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A play within the play.

Agustín Bianchi Barros y Julia Laso Jarpa dan un paseo en 1946, Diagonal Oriente, Ñuñoa.

Agustín Bianchi Barros y Julia Laso Jarpa dan un paseo en 1946, Diagonal Oriente, Ñuñoa.

Te puedo contar que soñé contigo, que estabas lindo y alegre. Eras parte de un cortejo fúnebre en el Parque de El Recuerdo. Yo estaba vestida de blanco y, también contenta, recordaba en el mismo sueño que ahí tengo los restos de mi Sofía, para siempre pequeña, linda y alegre. Ella es mi nexo con lo trascendente, la encargada de tirarme las orejas de vez en cuando. Ella es mi anhelo por el Cielo, mi celo por Dios, mi amor a la Virgen. Porque simple y llanamente alguna vez quiero tenerla para siempre conmigo. Porque es mi hija y todo lo que Sofía significa. Porque sí. Porque la amo. Y agradezco la fe de saber que finalmente, si Dios lo permite, vamos a estar todos reunidos en familia, sin trabas ni nudos, sin terrores cósmicos, sin tediums vitaes, sin Palaciosismos ni Bianchinismos. Te puedo contar que en los momentos rudos de la vida se me han venido frases o poemas a la cabeza, que me recuerdan a tus queridos poetas españolísimos con que adornabas tus momentos importantes. Recuerdo Calderón de La Barca en tus celebración de ochenta años. Eso sí, ¡qué nostalgia me da pensar que pronto recordaré todo como un sueño!

¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

Recordaré siempre a Jorge Manrique que pediste que se leyera en tu misa de despedida.

Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar, que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar y consumir;

allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos, y llegados, son iguales los que viven por sus manos

y los ricos.

Retumbarán ambos en mi cabeza, así como lo hizo T.S. Eliot cuando estuve en la clínica despidiéndome de mi niñita, sabiendo que era septiembre y que era el mes más cruel, mezclando memoria y deseo.

April is the cruellest month, breeding

Lilacs out of the dead land, mixing

Memory and desire, stirring

Dull roots with spring rain.

Retumbarán como San Pablo diciéndome que ya no era yo quien vivía en mi en esa misma ocasión. Cuando uno ha sido muerto viviente sabe a qué me refiero. Todo eso resonará como un sueño, como un flash back que cobra sentido en un segundo de epifanía.

¿Sabes qué? Luego de que me logré recuperar de eso de ser muerto viviente, el psiquiatra que me estuvo asistiendo me dijo que yo era “anti-sistémica” y que debía ordenar mi vida conforme a eso. La verdad, me dio un poco de risa, pero en el fondo le encontré tanta razón… quiero seguir escribiendo, pero quedo hasta acá por el momento. Hagámoslo así, como en un sueño, regalémonos fragmentos. Mañana estoy de santo, si quieres me regalas otra clave.

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Marraqueta.

Una antigüedad del recuerdo. Recopilando antes de volver a la carga.

marraqueta

Marraqueta

I.

¿Televisión Nacional? No lo sé bien, el punto está en que nuestro presidente estaba hablándole a su pueblo mientras yo escuchaba el sonido de los tambores de mi hermano, provenientes del subterráneo. Creí notar que murmuraba algo mientras llevaba el ritmo en la batería. Pensé en que sería una grabación. Año nuevo. Me dije a mí misma: “Una bonita manera de despedirse”. Imaginé luego la sangre o el cadáver sin rastros de líquido alguno. Seguí mirando al presidente que hablaba algo de un proyecto educacional y de los “dineros nítidos”. Apagué la tele para concentrarme en mi marraqueta con queso.

Nada de sangre ni despedidas. Todo estaba en su lugar como nunca. Darían luego las doce cero cero del nuevo año y sólo una copa quebrada se saldría del contexto perfectamente pensado. Las viejas con olor a bronceador corrían por las calles maletas en mano, pensando que ese acto las llevaría a viajar durante alguno(s) de los nuevos 365 días. Yo, muy por el contrario, pensaba vivir un estanco; ya estaba bueno de escapar por lugares extranjeros. Ahora vería qué podía producir mi cabeza y la ciudad de Santiago. Si bien es verdad que amo el sur apasionadamente, casi obsesivamente, es también cierto que cada uno de nosotros puede ser su territorio preferido de vez en cuando. Al menos lo deberían intentar. Puede ser una buena experiencia. En serio.

Una amiga decía que me gustaba irme de viaje por el infierno; sin embargo, yo siempre anduve por espacios neutros, libres de conflictos. Nunca me arrepentí de hacerlo. Y cuando salga de estas páginas, lo seguiré haciendo. Eso lo aseguran mis dedos sobre las teclas. Son los mejores compañeros que me pueden ayudar a alcanzar esa meta.

II.

Antonia toma un papel y escribe: “¿Televisión Nacional?…”, teniendo en mente su marraqueta. Se acabaron para ella los viajes y los contratos de seguridad a largo plazo. Ahora, tiene que salvarse ella misma y espera que esas palabras la guíen por buenos senderos. Partir de cero otra vez. La desconcentra el ruido que hace su hermano tocando batería. Se levanta y va hacia la puerta que da al subterráneo. Cuando el de su sangre se cansa de tocar, ella aprovecha el momento y le grita: “Hey, nada de grabaciones, de despedidas ni de rojo abundante en Año Nuevo, ¿entendido?” Él sale de su ocupación y le regala una sonrisa: “¿De qué hablas, loca?”, le dice riendo. Ella se aleja aplaudiendo.

Le gusta que le crean sus historias paralelas.

Porque, en todo caso, ella misma podría ser una.

La autora pide las disculpas pertinentes al caso si es que, a pesar de las contingencias, se han sentido dolidos, ya que parte de este manuscrito lo creó postrada y quizá, quién sabe, algún fluido que no solía estar en ese lugar interfirió en el funcionamiento normal de sus neuronas. Seguiremos, pues, sin locuras y con las historias paralelas. Todo a partir, recuerda Antonia, del deseo por una marraqueta con queso.

Su abuela había muerto hacía unos cuatro años atrás y ella no usaba hablar de ella. O mejor dicho, en este caso en concreto, escribir sobre. En sueños sólo lograba la presencia de su abuelo también difunto. Suponía que le era más fácil recordar la figura pseudo cinematográfica de él, tal vez porque antes no lograba descifrar el arte que existía en los días que la había visto justo antes de morir. Un día en efecto. Antonia había llevado un libro a la clínica por dos razones: uno, porque la evasión era uno de sus efectos y la podían sacar de cualquier situación incómoda y, segundo, porque tenía prueba al otro día. Nada serio en todo caso. Finalmente, el libro le ayudó. Entró a la pieza y ahí estaba la anciana en un estado realmente penoso. Antonia le besó la frente y le habló una cuantas palabras. Lo único que recuerda de esa conversación es que en algún minuto su abuela le empezó a preguntar acerca de lo que pensaba hacer con su futuro académico. Luego de la respuesta de su nieta, ella le contestó: “Sí, si tú vas a ser una artista”. Ella se quedó pensando y asintió sin mucha seguridad con la cabeza. Luego se sentó a su lado y se puso a leer. Poco se pudo concentrar con el ruido de las máquinas que la mantenían con vida. Posterior a eso, casi nulas veces pudo tolerar la música electrónica: ésta era para su persona como exposiciones con fetos muertos. La sequía. El Apocalipsis abofetéandole la cara, recordándole a cada instante: “Hola, amiguita, no te puedes escapar”. A veces eso la hacía reír, otras no.

“No te voy a dejar”, le había prometido Pedro, un amigo que nunca más había vuelto a ver. Las secuencias imborrables de ausencias la hacían pensar en una máquina amable (sin dolores ni ruidos) que lograran reunir a todos los lejanos y cortar conexiones con aquellos indeseables. Ése, ese aparatito sí que sería bienvenido en su reino. Sí. De hecho, ella no le negaba a su conciencia la existencia imborrable de la pieza que quedaba cerca del lavadero. “Experimentos”, se decía a sí misma, “Qué haría yo sin mi cabeza que no se contenta con lo obvio”. Latente estaban la mayoría de las cosas; sin embargo, Antonia sabía y siempre aclaraba, incluso, que uno encontraba ciertos instantes en que era de necesidad absoluta “entrar a picar”, examinar, indagar, exorcizar, cortar, pegar, copiar y extirpar. Una cosa que la sacaba de su cabales, era que su madre se acercara a la puerta del cuarto famoso: en esas circunstancias difícilmente recordaba que aquella era su progenitora y se portaba como una mujer poseída por toda una legión de ángeles caídos. “¿Malos olores?”, le gritaba desde dentro, “Soy limpia y prolija, no me vengas con esas idioteces, además, lo que pase aquí dentro es de simple incumbencia mía y de nadie más en absoluto ¿entendido? Ahora, lárgate a tus piezas con agradables olores a flores artificiales. Gracias”. Y se iba la mujer. Así cada vez que se repetía la escena y Antonia aprovechaba su herencia literata para inventar un nuevo monólogo que ahuyentaba las suspicacias.

Cada una de las partes de su invento de metal, tenía un nombre; una de ellas se llamaba Pedro, en honor a todas las posibilidades de Pedros que existían en nuestro planeta: perdedores, medios genios, exitosos o, inclusive, donjuanes. En honor a lo que no había sido, a las separaciones y por el futuro próspero de su amigo.

Supe de una vez que se quebró el brazo forcejeando con algo junto a la máquina. Si no hubiera necesitado abusar de los movimientos que le permitía el espacio, seguramente no se habría molestado en arreglar el desperfecto físico… quizá como un acto de autocontrol, algo así como aprender a obviar el dolor… En definitiva, se rindió ante esas posibilidades y tomó el camino común, el que su madre hubiera querido.

Los animales también solían acompañarla, el problema estaba en que casi nunca salían de aquel sitio y eso le empezaba a molestar a sus padres desde el momento en que los vecinos habían empezado a llamar a casa preguntando por sus mascotas perdidas.

Había una pieza en la casa, en el segundo piso, que estaba desocupada. El caso era que estaba sin terminar. Eran exactamente veintidós años los que llevaba de ese modo. Seguramente todos hubieran preferido que se ubicara allí con todas sus extravagancias, pero ella se negaba argumentando que no le gustaba estar en lugares a medias, sin identidad, por lo que permanecía en su cueva con una sonrisa que a veces parecía mueca.

No le gustaban las sorpresas mal intencionadas. Lo repetía siempre.

Cierta tarde un tormentoso ex novio llegó a verla. Su mamá le dijo a dicho hombre que, para variar, se encontraba en el subterráneo. Que viera si Antonia se dignaba a abrirle la puerta. Unos pasos hacia abajo, toc, toc, toc. Al percatarse de quién era, la heroína contestó:

  • No confío en tu nombre, ése, es de traicioneros. Conozco a varias mujeres que pueden afirmar mi teoría. Sería mejor que fueras al registro civil, de otra manera tu destino va a ser obvio.

A lo que recibió por respuesta:

  • Mira, cabra chica, no estoy para tus juegos ahora. Ábreme.
  • Por favor.
  • Por favor.

Sin muchas ganas, Antonia dio vuelta la manilla de la puerta, y así fue cómo el hombre en cuestión fue el único en conocer su secreto antes de tiempo. No se escuchó nada durante hora y media, mas cuando su visita se alargaba a más de dos horas, la madre de Antonia pensó oír algo así como un llanto, aunque la verdad es que no se preocupó demasiado. Después, comenzaron gritos, cosa que a la ex suegra le recordó la igualmente ex relación tormentosa. Eso sí la asustó un poco. Por eso se decidió a acercarse a la pieza para escuchar.

  • ¡Egoísta! , eres un monstruo, Antonia. – Alcanzó a oír que le decía el hombre.
  • Sí, sí, todo lo que digas… pero ándate rápido de esta casa, no vuelvas nunca y llévate tu caja; si quieres tírala por ahí, quémala o lo que sea, porque a mí no me interesa. Y no, no soy un monstruo, o por lo menos esa no es la definición correcta. Mal intento. Acuérdate que algunos solían decirme Ma…
  • No me interesa. Realmente eres una mierda y quiero que eso te quede claro. Un mierda…
  • Sí, está claro. Soy rápida.

La madre de Antonia imaginó la cara que debería estar poniendo su hija, con los ojos bien abiertos y la mirada fría, técnica. Pensar eso le ocasionó un dolor en la mitad del pecho, así es que subió las escaleras y se fue a recostar. Sabía que la tormenta ya había pasado.

Pero el diálogo continuaba y él le terminaba por decir:

  • ¡Estás loca!… me da pena ver todo esto. Y veo sigues escribiendo estupideces. Ja, si supieras que no vas a llegar a ninguna parte, que estás perdiendo el tiempo.
  • Es cosa mía. El tiempo no lo pierdo porque es imposible; extraña afirmación la tuya. Y, mira, justamente, estaba escribiendo el final de este cuento, de tu historia. Lo último, antes de que salgas de esta casa y no vuelvas a pisar mi propiedad, va a ser saber tu final.
  • Hey, relájate, ya empezaste con tus instintos psicópatas, me voy…
  • Oye si no te voy a asesinar ni nada parecido, por el momento, no. Sólo quiero leerte tu final… y el mío… para qué estamos con dobleces…

El hombre se quedó tranquilo, ella tomó un papel recién impreso, lo miró a los ojos, casi como lo hacía cuando estaban juntos, y comenzó leyendo:

“…Me propuse ponerme a caminar sin mirar atrás, aunque me congeló la voz de Casandra que me preguntaba si lo amaba y que si así sucedía me podía quedar con él. “No lo amo”, le dije “Ya no sé qué amo”. Me hizo mirarla a los ojos y me susurró al oído: “Entonces deja de tomar papeles que no te pertenecen; vive de lo que es tuyo y no de lo que algún día lo fue”. La lluvia. Cada vez más fuerte y violenta. Supuse que eso era lo que algunos llamaban purificación. “¿Sabes?”, le respondí “Tu hijo hace un momento estaba muerto. Ahora ves que no es más que plena vida. Yo hace tiempo ando buscando algo como eso y no creo haber encontrado cosa tan llena de vitalidad y sin contradicciones. Quizás la lluvia sea lo menos parecido a la muerte. Tal vez.”. La mujer me regaló su última sonrisa y agregó: “Puedes irte”. Recordé a mi abuelo y me puse a caminar.”.

El tipo la quedó mirando como si no hubiera entendido ni una sola palabra. Miró su reloj y le dijo a Antonia que debía irse.

  • ¿Y no me vas a decir nada al respecto? – le preguntó ella.
  • Creo que ya estás lo suficientemente trastocada como para que yo te esté dando opiniones acerca de tus patologías. Lo único que puedo agregar es que no tienes vuelta atrás y que, como decía antes, no cabe duda de que eres una bazofia.
  • No has entendido nada.
  • Lo que pasa es que tú no te sabes comunicar. Siempre ha sido tu problema.
  • El verdadero obstáculo es que tú nunca has sabido leerme, no pones atención…
  • ¿Que no te sé leer?
  • A ver, un ejercicio, deletréame.
  • ¿Deletrearte? ¡Ya estás hablando estupideces!. Me voy de aquí…
  • No, espera, lo que pasa es que ya no sabes jugar. Te llegó el disfraz de joven adulto y ahora no sabes salirte de tu rol.
  • Sí, sí, sí. Ahora sácale la llave a la puerta por favor que quiero salir.
  • Bueno, está bien, en todo caso no te necesito para nada aquí dentro. Pero, lo último, déjame pedirte que te lleves los zapatos rojos.
  • ¿Para qué, crees que a mí me gusta vestirme de mina?
  • No, es simplemente que no los necesito. En realidad, no les tengo ningún cariño, me traen malos recuerdos y, como sé que tú no te vas a volver a aparecer por acá, me da un alivio saber que no los volveré a ver.
  • Mírate, lo dices así, fría, sin escrúpulos, matando, olvidando por capricho… me das pena… pero te odio tanto que no te tengo compasión.
  • ¿Me odias? ¿Y qué haces acá entonces?
  • Intentaba salvarte, eres una de las pocas personas que siento conocer tanto y pensaba que me ibas a escuchar, pero veo que tu intención de que desaparezca no tiene vuelta atrás.
  • Bueno, toma la bolsa con los zapatos – le dijo abriéndole la puerta-, te puedes ir.
  • Y no te quiero volver a ver nunca más.
  • Yo tampoco.
  • Estás maldita, mujer.
  • Es una posibilidad- le dijo cerrando la puerta tras de él.

III.

Tengo frío. Bajo mis pies, diarios esparcidos sobre el suelo. Los piso. Cruje. Y el congelamiento y la idea de que este hombre se acaba de ir. Que no vuelva más, Dios, que no vuelva. Soy mi territorio preferido, gran descubrimiento. Eso me relaja. Pero la incertidumbre está ahí, no me permite cerrar bien los párpados. Algo hay que hacer: ¿Mirar, acaso, lo que está escrito en el diario? Relájate, relájate. Mi territorio preferido, recuerda, yo soy, yo. Página C 11: “La (necesaria) vigencia del arte sagrado”. El paréntesis me ilumina: se acabó la historia. La máquina está lista y esta vez si que no voy a dar paso atrás. No. Voy a buscar un cuchillo a la cocina y final del cuento. Así de fácil. Sin llantos ni quejas. “Medea, Medea, Medea”, me repito. Máquina sin corazón. No, no, no. Nunca me quedó bien esa etiqueta. Renuncio. Pasos hacia arriba. La cocina y mi madre. Me mira con suspicacia. “No pasa nada, mamá”, le digo, “Un cuchillo. Sólo busco un cuchillo”. Cierro el cajón. “¿Y qué quería ese niño?”, me pregunta. “No sé”, le respondo. Abro la puerta para bajar hacia mi paz, pero me detiene algo. Parezco en pausa. Doy vuelta la cabeza y me percato de que se acerca mi papá. Algo hablan con mi madre. Vuelvo en mí. “Padres míos”, le digo, “los quiero mucho”. Me alegra el hecho que mi mamá esté distraída, así es que aprovecho la oportunidad para bajar rápidamente. Adentro de la pieza huele bien. Me siento a gusto. El dolor en la garganta ya va a pasar, lo sé, no podría ser de otra forma. Miro con orgullo mi máquina. La prendo y veo que todo empieza a suceder según lo dispuesto. “Todo es bueno”, me digo recordando algo que no sé bien de dónde lo saqué. Dejo el cuchillo sobre una mesa. Diez segundos, quince, veinte. Perfecto. Cuarenta, cincuenta, sesenta. Voilà. “Brindo por mi máquina, por lo que viene y por dejar de pensar”, digo alzando mis manos, “Donne ch´ avete intelleto de amore…”, agrego tomando posesión de las palabras pertenecientes al gran poeta. Agarro el cubierto afilado entre mis manos y corto la marraqueta con queso que acabo de calentar en mi nuevo invento casero. Se escucha la voz de mi madre que me grita preocupada: “¡¿Qué era ese ruido, Antonia, qué está pasando?!”. Abro la puerta y le pido que entre. “Tranquila, mamá, era mi microondas personal”. Se queda mirando sin saber cómo reaccionar. Finalmente, me toma la mano y me dice: “Y ¿en qué estabas pensando todo este tiempo, hija? ¿qué clase de trauma te produce ese tipo que te hace inventar estas locuras?”. La miro. Le sonrío. Me dan ganas de rascarme la cabeza, pero me abstengo.

IV.

Sin despegarse de la mano de su progenitora, Antonia le contestó: “Ninguno en absoluto. Y no pensaba en nada, excepto en mi marraqueta con queso”. Luego, le regaló una de aquellas sonrisas que parecían mueca; sin embargo, esta vez fue más plena. Y los ojos, los ojos permanecieron en su lugar, no se desorbitaron, aunque denotaban ganas de jugar. Tendrían tiempo para aquello luego, sin lugar a dudas.

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Los números de 2014

Los duendes de las estadísticas de WordPress.com prepararon un informe sobre el año 2014 de este blog.

Aquí hay un extracto:

Un teleférico de San Francisco puede contener 60 personas. Este blog fue visto por 2.500 veces en 2014. Si el blog fue un teleférico, se necesitarían alrededor de 42 viajes para llevar tantas personas.

Haz click para ver el reporte completo.

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XI. La carta que encontraste sobre tu cama.

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Sincerémonos. José, por favor, seamos honestos. Hablemos con la verdad. No soy de las que tienen miedo, quiero saber si hay algo que no me hayas contado. Nada de lo que me puedas contar me va a aterrar. Tu sabes mi historia, sabes por lo que he pasado. No le temo a nada. El pánico para mi no existe. Háblame. ¿Te doy algo de lo mío? Estoy cansada de todo esto. De las leyes, de lo corrupto, de cómo se nubla el sol, de cómo la luz se entremezcla con lo falso, con las normas. Me desagradan los maestros de la ley en sus tronos paganos. No puedo dejar de pensar en esos tonos graves de Jesucristo Superestrella. ¿Te acuerdas? Si no me equivoco una vez la vimos juntos en tu casa, cuando todo era más fácil. La tengo en mi cabeza: Must die, must die, this Jesus must, Jesus must, Jesus must dieeeeee! ¿Te acuerdas? Yo sí, perfecto. Como si fuera ayer. Ayúdame a entender todo esto. Creo haber llegado entender que nadie más que tú me puede dar una explicación. Me hartan estos intelectuales, no hay nada de ellos que pueda desear. Aborrezco la academia. Estoy cansada, abatida, por las correcciones, los deberes. Quiero que todo esto se purifique, pero sin reglones humanos. Tú me tienes que entender, todo esto está podrido, qué más se puede hacer. No se puede hablar porque te censuran. Te cierran el pico a puntadas con agujas. La sangre chorrea y a nadie le importa. Todos cuidan sus bolsillos y listo. Uno trata de enseñarles en bien a sus hijos, pero no, cómo van a saber que sus mismísimos padres son corruptos. No, no, por favor, qué pecado, que el hijo no sea mejor que el padre, que no salga del barro. Padre hay uno solo. Que nadie se meta en mi billetera porque ahí está mi alma. Mi espíritu y mi todo. Qué mierda, estoy harta José, háblame con la verdad. Acuérdate de mi como esa niñita que conociste hace años, a la que le contabas todo. Yo escucho. Yo no enjuicio sobre “intimidades” inexistentes. Todo lo que ha sido creado parece hablarme, menos tú. Y sospecho que lo sabes. Espero tu respuesta.

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X. Tres amigos.

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Ese día mientras tomaba el té en casa de Ana le pedí permiso para manipular una matryoshka que tenía en el mueble color caoba en el living. José se la había traído desde un viaje que hizo junto a Miguel a Moscú cuando recién habíamos entrado a la universidad. Me acuerdo como si fuese ayer. Todavía olían a madera y pintura, buena mezcla esa. En esa ocasión a mi también me regaló la misma, claro que en versión pequeña, lo cual me causó unos celos que ahora me avergüenzan, sobre todo porque yo la quería demasiado y no se justificaba que por algo tan absurdo yo hubiese tenido ese tipo de sentimientos. En fin, esa muñeca tenía pintadas unas flores rojas con pintas blancas en un fondo negro esmaltado y lo que más me enternecía, eran las manos que sostenían el ramillete porque parecían de una niña, regordetas y de uñas cortas.

–       Cuando me vaya a encontrar con Miguel, te la quedarás, me dijo. Así tendrás el juego con la que tienes-. Al instante sentí un pudor que me hizo enrojecer.

–       Por favor Ana, nada de hablar esas cosas, le dije con un nudo en la garganta.

Camino a mi departamento encendí la radio del auto y justo estaban tocando True Love Will Find You in the End, esa canción la tenía dentro de mis favoritas, pero últimamente la había dejado de lado así que me hizo bien escucharla porque me relajaba. Cuando terminó llamé a José con el pretexto de contarle que la habían tocado en Duna y como no me contestó le envié un whatsapp que decía » Escuchando nuestra canción». No me respondió, pero como ya no me extrañaba su actitud me olvidé por completo y continué manejando hasta mi casa.

 Estaba por bajarme del auto, ya en el estacionamiento, cuando llamé a Marco, de quien tampoco recibí respuesta, por el contrario, me escribió un mensaje que decía “Cine”, así de simple… nada raro en él.

 Pasaron dos horas y me llamó. Hablamos de todo menos de nuestro amigo. La verdad es que evité hacerlo para no parecer obsesiva con el tema, entre bromas y risas, decidimos que nos juntaríamos al otro día en un restaurante de sushi que a nosotros nos encantaba, el Rose Sushi. Creo que es lo más parecido a estar en Japón, tanto por la calidad en todo lo que preparan como por la calma que se siente al estar ahí. Todo es de una pulcritud y maestría sin igual. Simétrico tal vez.

 Llegué antes de lo acordado como pocas veces lo había hecho. Saludé al dueño, un señor de unos setenta años que junto a su mujer, bastante menor que él, y su hijo, se encargan de todo. El lugar es diminuto, no tiene más que cuatro mesas con cuatro sillas cada una y una pequeña terraza con tres mesas de cuatro sillas también. Como de costumbre me senté mirando hacia una pared y pedí lo de siempre. Marco me había llamado para que ordenara lo mismo que quería yo, claro que en mayor cantidad, mucha más. No me extrañó porque hacía bastante tiempo que estaba pasado en kilos, me atrevo a decir que por lo menos diez más. Era un gordo atractivo eso sí.

 Cuando entré preparaban algo para una mujer de pelo negro ondulado, quien a juzgar por su actitud, sobre todo la ropa que llevaba, me atrevería a decir que no era chilena. Esperaba sentada, leyendo no tengo idea qué, en cambio yo parecía inspectora tratando de encontrar algo que estuviera fuera de lugar, pero nada, incluso en un momento en que el chef estornudó, enseguida miré para ver qué hacía y como no podía ser de otra manera, de inmediato fue hacia el pequeño lavamanos y se lavó las manos y cara con fuerza además del cuchillo que estaba usando.

 Habían pasado veinte minutos desde que me había sentado cuando vi que llegaba no sólo Marco, sino José, los dos tranquilos y casi sonrientes.

 –       Perdón por hacerte esperar Mila, te conocemos y podemos ver tu cara de lata.- dijo Marco al saludarme.

–       No, para nada, estoy más flexible.- le respondí disimulando mi impresión por la compañía de José, quien en tono casi dulce me dijo:

–       No pude evitar sumarme pese a no ser convidado.

–       No se puede invitar a quien no responde llamadas ni mensajes.- le dije.

Justo en ese momento nos trajeron el sushi así que no me dijo nada. Como en los viejos tiempos, nos quedamos sentados alrededor de dos horas, hablando de todo menos de Miguel y menos de lo que pasó conmigo ese día en su casa. Era mejor hacer creer como si nada hubiera pasado.

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VII. 1985.

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Miguel Blanco llevaba de la mano a Ana, su señora, quien por ese tiempo andaba por los seis meses de gestación de la que sería su segunda hija. Tenían cita con el doctor, la ecografía de rigor. “Qué panza más linda”, no se cansaba de repetir Miguel, “qué belleza mis dos mujeres”. José los acompañaba y se sabía rey entre toda esa función. Lo ilusionaba mucho eso de tener una hermana y de ser llamado el mayor.

Cuando llegaron a la consulta del médico, Ana estaba algo preocupada e inquieta. Esa panza efectivamente tan linda le pesaba, estaba cansada y veía un buen trecho por venir en el embarazo. Con José todo había sido normal. En cambio, con su nueva hija se la había pasado vomitando desde el día en que supo que había concebido. A José le encantaba ir a ver en la que llamaba “tele rara” a su hermana. Escuchar su corazón era mágico. Sentía que la espiaba y a sus dos añitos sabía imitar perfectamente el sonido que hacía el corazón en el ecógrafo. Pero ese día el ruido fue distinto.

Ana se recostó. El médico puso el gel sobre su abdomen y lentamente pasó el instrumento que los ayudó a ver a la hija y hermana especialmente tranquila y serena. José ladeó su cabeza para ver mejor la imagen y saludó con su mano. El médico puso cara de preocupación y, habiéndose dado cuenta de esto, Miguel y su señora, también. Ana recordaría para siempre la sensación de no sentir su propio corazón por haber perdido el de su hija. “Pom pom crac”, juró escuchar José. Su hermana los había dejado prematuramente y sin explicación. Pom pom crac, mamá. Pom pom crac, papá.

Ese día fue un antes y un después. Desde esa fecha el juez Miguel Blanco supo que existía el Infierno y el Cielo. En ese orden. Eso, en parte, le dio el valor. Lo puso bravo. Aguerrido. Vivo. Temerario. No había tiempo que perder. No había mucho de qué hablar. Habían prioridades, sí, y sitios a los que había que tratar de llegar.

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V. WhatsApp?!

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Yo: ¿José, estás por ahí? (12:28)

José: Cami, ¡hola! Dime. (12:32)

Yo: Oye me gustaría saber qué pasó ayer jueves. No me acuerdo mucho. La verdad es que desperté acá en mi casa y lo último que recuerdo es haber estado allá contigo y que me dijiste que te esperara, que no saliera del living o algo así. (12:34)

José: Llámame mejor. (12:35)

Yo: No puedo. O no quiero. No sé, Quiero saber. (12:40)

José: Llámame. (12:41)

Yo: No. (12:45)

José: ¿Estamos Jugando? (12:46)

Yo: Hace tiempo que no po. Y esto no tiene nada que ver. Por favor respóndeme. (12:47)

José: Como quieras. Nada, no pasó nada. Tú viniste, sí, te dije que me esperaras en el living. Te llevé una copa de vino para hacer más amigable la demora. Al parecer fue muy larga porque te quedaste dormida. (13:00)

Yo: ¿Y desperté acá en mi casa? (13.01)

José: Yo sé que te llevé una frazada al living, me fui a acostar y cuando me desperté hoy ya te habías ido. Como eres hiperquinética no me llamó la atención que hubieras salido corriendo a empezar el día de laburo. (13.02)

Yo: No es gracioso. (13:03)

José: No digo que sea gracioso. (13:04)

Yo: Por la mierda, no me acuerdo nada después de que me dijiste que no saliera de ahí. (13:05)

José: ¿Sigues yendo al doctor ese? (13:06)

Yo: ¿Cuál doctor ese? ¿el psiquiatra? (13:07)

José: Sí. (13:07)

Yo: ¿Qué tiene que ver? (13:08)

José: Dile entonces que te baje la dosis. (13:09)

Yo: ¿La dosis de qué? Qué fácil es que te pongas pesado, por Dios. (13:10)

José: Te lo digo en serio. Te debe haber hecho mal algún remedio. Eso pasa. Por eso no te acuerdas. Sin ir más lejos a mi vieja le recetaban algo que no me acuerdo cómo se llamaba y la hacía olvidar de repente más de la mitad del día. ¿Te acuerdas cómo se ponía de repente cuando estábamos en la u? (13:15)

Yo: Sí. Puede ser. Me acuerdo. (13:20)

José: ¿Viste? Quédate tranquila. (13:21)

Yo: Oye… ¿qué habrá sido del célula de tu papá? (13:22)

Yo: Celular, no célula. Perdón. Maldita autocorrección. (13:22)

José: Ése es el problema de estas cosas. Que se creen que pueden predecir todo. (13:23)

Yo: ¿Qué cosa? ¿el celular? (13:23)

José: No po. La autocorrección del whatsApp. (13:24)

Yo: Ah, no te había entendido. (13:25)

José: Sobre el celular, ni idea. Pensé que lo había incautado la Policía de Investigaciones, pero el caso es que está desaparecido. Seguro que el que esté involucrado en esto tiene que ver con que haya sido eliminado del mapa. (13:26)

Yo: Mmmmm… (13:26)

José: Y tú pensaste al igual que yo que ahí íbamos a encontrar la clave. (13:27)

Yo: Obvio (13:28)

José: ¿Vas a venir? (13:29)

Yo: ¿Hoy? (13:32)

José: ¿O mañana? (13:33)

Yo: Prefiero que no hasta que sepa bien qué pasó ayer. (13:34)

José: Quizá si vienes recuerdes mejor. (13:35)

Yo: Mañana. Voy mañana. Te dejo ahora. (13.38)

José: Ok. (13:39)

Yo: ¡Hablamos! (13:40)

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III. La puerta.

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Llegamos a la oficina, fiel cómplice del que ya no estaba entre nosotros, y nos sentamos en silencio. Miré las paredes repletas de fotos. Me llamó la atención una en particular donde se podía apreciar a nuestro querido Miguel con todo su garbo de juez, ocupación que había llenado su vida en todo sentido. Fuerte, pero cansado, firme, pero agotado. Tenía los mismos ojos de José… esa misma mirada. Sumida en tales pensamientos (y proponiéndome ir a la cocina a buscar un café) escuché el timbre. Como era la menos afectada dentro de los habitantes de la casa, fui a ver quién era sin titubear. Miré por el ojo de la puerta. No lo podía creer. Era el hombre misterioso, el mismo que había dejado abatido en la angustia a mi amigo. Venía con la mujer del auto. Fui  buscar a José.

 

–       Tienes que ver esto- le dije apuntándole la puerta.

 

José palideció y abrió la puerta.

 

-Yo…- dijo el famoso hombre tratando de mirarlo a los ojos.

– Nosotros- lo interrumpió la mujer- bueno, él tiene algo importante que decirle. Vamos, dile.

– ¿Ustedes me han estado siguiendo?- preguntó José.

– Dile- dijo la mujer.

– Mujer sé prudente, por Dios santo- contestó el hombre.

– Es que no puedes estar jugando con esto. Habla ahora. Mira, este chiquillo está sufriendo. Su papá acaba de morir. Dile, habla, entrégale las palabras que puedan calmar un poco su angustia. ¡Un poco de humanidad, por favor!

– Si me dejaras hacer las cosas a mi sería todo tanto más fácil- le contestó el hombre.

– ¡Ah, verdad que te ha resultado todo! ¡Ja! Vuelve a armar tu vida primero mejor será.

– Discúlpela… está un poco alterada- le dijo el hombre a José.

– Me interesa que me explique, señor- contestó mi amigo.

– Yo conocía a tu papá. El juez Miguel Blanco fue uno de los mejores hombres que he conocido.

– Al punto, al punto, vamos, vamos- dijo la mujer haciendo un gesto de ofuscación.

– Yo conocía a tu papá- reiteró cerrando los ojos- uno de los mejores. Lo apreciaba, lo quería. Y hay cosas que tú debes saber en honor a la verdad.

– ¿Esto tiene que ver con el supuesto suicidio?

– Todos sabemos que don Miguel no se suicidó. Primero, están sus principios, su religión. Después, su corazón de guerrero, su fuerza. Imposible. Eso del suicidio no se lo traga nadie. Aquí hay algo más. Y es mi deber que sepas. Que la familia sepa. No importa qué es lo que pueda pasar conmigo después. Estoy dispuesto a aceptar el reto.- dijo emocionándose, al borde de las lágrimas.

– Íbamos a tomarnos un café- dijo José mirándome cómplice- ¿nos acompañan y hablamos? No es tema para discutirlo en la puerta de la casa.

Por primera vez, desde que había muerto Miguel, el famoso juez Miguel Blanco,  pude atisbar un dejo de paz en José. El ya no tan enigmático hombre de la puerta le daba las llaves para la esperanza.

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I. El pánico.

Y bien, después de mucho volvemos con un nuevo proyeto: la que escribe junto a Camila Rodríguez, nuestra enviada especial en Canadá, crearemos en conjunto una pequeña novela por entrega. ¿Cómo será la metodología? Simple, cada semana publicaremos un capítulo. Así, el ejercicio escritural consistirá en seguir la historia con lo que la otra haya tejido recién. Sin ponernos de acuerdo en nada, elaborando según lo que dicte la inspiración.

Debo decir entonces que le doy la bienvenida al capítulo nº 1. Amén.

 

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I. El pánico.

«Si alguien se llegara a enterar, no podría resistir el pánico», habría escrito Miguel antes de suicidarse. Eso me estaba contando José, su hijo, cuando se le derramó el café. Sus manos temblaban y miraba a alguien que pasaba por fuera del restaurante. “Creo…”, me susurró, “creo… o estoy casi seguro, cada vez más, creo, tú sabes, y yo… que puede no haberse tratado de un suicidio. Conoces todo lo que sabía mi papá, sus investigaciones, sus luchas, sus peleas, pero esto último… esto nadie lo sabe, incluso yo no creo estar seguro de qué se trata.”

No sé por qué me molestaba el suelo sucio y el mozo en su intento de limpiar el café. A veces las cosas se deberían dejar así, pensé, aunque en este caso era mejor llegar al fondo del asunto.

José miraba hacia la calle. Se le empañaban los ojos cada tanto y tomaba aire para volver a retomar la palabra. Yo conocía a su familia desde muy pequeña y si había algo que podía dar fe acerca de  su papá era que la integridad lo definía por completo. Un pan de Dios y un justiciero. Por eso mismo no me llamaba la atención que tuviese tantos problemas y enemigos a lo largo de su vida y por ende el cuento del asesinato me hacía bastante sentido. Yo miraba a mi amigo y me limitaba a escuchar, a sentir y tratar de contenerlo, pero qué tanto podía hacer cuando no había pasado más de una semana desde que Miguel había dejado de estar entre nosotros. Ahora era un pañuelo. Nada más que eso. Después podía ser, quizá, un arma.

El pánico. O algo parecido al el horror de “El corazón de las tinieblas”, el mal profundo en el corazón del hombre, nuestra naturaleza bañada en barro y ríos de sangre. El café en el suelo y el olor a desinfectante en el trapo del mozo. “Mata el 99,9 de gérmenes y bacterias”. Por Dios qué importante era ese 1%. Ahí estaba la clave. En eso justamente estaba pensado mientras me hablaba cuando José se levantó de golpe de su silla y salió corriendo. Me fijé que había dejado su bolso del computador, así que lo tomé rápidamente y lo seguí. Iba tras de un personaje que había estado mirando desde el inicio de nuestra reunión. El tipo corría sin mucho éxito porque era cojo por lo que no me alarmé y me aseguré que José lo alcanzaría más temprano que tarde. Pero cuando llegó a la esquina de la calle un auto frenó y se llevó al susodicho. Alcancé a ver a una mujer de unos 40 ó 50 años que manejaba. ¿Su cara? Podría decir que me sonaba familiar, correspondía al prototipo de mujer chilena. En fin, si saliera en el diccionario una definición de “chilena” una foto de ella podría ayudar de mucho. No sé si me doy a entender. Bueno, a los hechos: José retrocedió abrumado y fue hacia mi. Me abrazó y en un hilo de voz me dijo: “Lo vi en el funeral de mi papá. Ahí estaba. Nadie supo decirme quién era y ahora, cuando se dio cuenta que lo estaba observando y quería preguntarle, salió corriendo.”

Lo fui a dejar a su casa, regalándole palabras en el camino que intentaran calmar su incertidumbre. Trataba de convencerlo que se trataba de una coincidencia, que quizá el tipo se había asustado por cómo se había aproximado, bla, bla, bla. Cosas que ni me las tragaba yo en verdad, todo tratando de calmar su angustia. Lo cierto es que sabía que José iba a llegar a su casa a pensar en lo sucedido y trataría de averiguar lo más posible sobre el caso. Y sinceramente lo mismo hubiese hecho yo.  ¿Qué podía hacer para ayudarlo? Quizás no demasiado, pero algo tenía en mente.

 

 

 

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