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VIII. Entre dudas, Carménère y chocolates

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Luego del incidente en la casa de José, me tomé el viernes libre para descansar tres días seguidos y reflexionar sobre qué podía estar pasando.

Lo que más me atormentaba era pensar en la idea de que José, mi José querido, me haya mentido sobre lo que pasó ese día en su casa, culpando a los remedios que supuestamente llevaba tomando por largo tiempo como los responsables de haber perdido la conciencia ese jueves. Trataba de buscar excusas que pudieran darme una respuesta que justificase por qué pasó lo que pasó, pero nada aparecía. Había sin embargo algo me molestaba todavía más. Tardé horas en permitir que mi mente uniera las ideas que habían en ella y ni siquiera de ese modo era posible dar el vamos para desbloquear eso que hacía que cada vez que osara en pensar en ello me inundara una sensación de dolor en el estómago mezclado con una desesperante ansiedad.

Cuando finalmente mi mente se liberó del peso de la culpa por pensar algo tan malo de alguien, sobre todo de él, justo en ese momento y como para seguir aplazando ese hecho, me paré del sofá, fui hasta la cocina, saqué una copa grande desde el mueble rojo con vidrios bicelados y la cubrí creo que hasta un tercio de su capacidad de un delicioso Carménère. Como de otra manera no podía ser, fui hasta mi dormitorio y desde el último cajón de mi armario tomé una caja de chocolates. Ambos mis debilidades, o más bien una de tantas. Me senté en la terraza de mi departamento que miraba hacia la cordillera, panorámica que en los meses de invierno me deleita, pero como ya había anochecido y tampoco era invierno, las luces de Santiago captaban atención. Con la copa en la mano y saboreando la mezcla del vino y el cacao di el vamos a mi conciencia y fue por primera vez desde que había recibido los mensajes de José, que me puse a pensar en qué podría tener que ver él con la muerte de Miguel.

– Para. No seas ridícula, me dije al instante. Sentí remordimiento por pensar en algo tan horrible, atroz. Mientras eso pasaba, notaba cómo mi mano temblaba y sin medirme seguí poniendo más chocolates en mi boca como si por eso pudiera redimir mi falta.

¿Cómo era posible que semejante atrocidad se me cruzara por la mente?
Lo que había pasado a propósito de la excusa que me dio José luego del incidente de los antidepresivos no tenía por qué guardar relación con lo sucedido al juez. Pero al mismo tiempo, ¿por qué se había comportado tan extraño el día anterior? Me afligía pensar que la mentira estaba ya perpetuada, eso era algo irreversible.

Me puse a pensar en que José jamás se había caracterizado por ser alguien falso ni mucho menos problemático o peligroso. Nunca. Por el contrario, siempre fue un líder innato y positivo capaz de influir dentro del grupo donde estuviese. Así como por toda su vida lo había hecho su padre. Ese era el amigo y ex- pololo que conocía desde tantos años, no podía ser de otra manera. ¿Pero qué era eso que lo obligaba a actuar de tal modo que permitía que mi mente fuese capaz de maquinar semejante idea?

Si toda evidencia es necesaria a la hora de condenar a alguien por un delito y yo carecía de prueba alguna para hacerlo, por lo menos en lo referente a la posible implicancia de José con la muerte de Miguel, decidí que lo más justo y sano era darle el beneficio de la duda, por lo menos hasta que se comprobara lo contrario. Claro que a esas alturas ya no quería comprobar nada. Me asustaba saber cualquier cosa. Pensé que quizás era hora de olvidar todo y seguir con mi vida, juro que era mi intención que eso pasara.

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VI. Un secreto.

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Tenía dieciocho años cuando empecé con eso que los psiquiatras llaman crisis de pánico. Lo recuerdo como si fuese ayer. Estaba con mi mamá y una tía comprando una torta de milhojas, justo en la esquina de Eliodoro Yáñez con Ricardo Lyon. Ese día celebrábamos el cumpleaños de la menor de las hermanas de mi vieja y como era tradición familiar desde que mi abuela se casó, siempre íbamos a la misma pastelería. Me acuerdo que mientras ellas conversaban, yo estaba mirando por la puerta de vidrio desde dentro del local hacia fuera. No sé por qué, pero no quería ver a nadie, me inquietaba la idea de tener que saludar y contar detalles de mi vida. Lo único que quería era salir de ese lugar y estar sola. Miré a mi mamá y tía, para decirles que me sentía mal, pero fue imposible captar su atención, creo que estaban mirando el nuevo menú o algo así, por tanto no tenían el mayor interés en querer oír a nadie.

De a poco, empezó a invadirme una ansiedad desbordante. Mis manos temblaban y mi corazón, que era lo que más me aterraba, parecía una bomba en una olla a presión a punto de explotar. Las miré de nuevo y nada. Me acerqué y le pedí a mi mamá las llaves del auto, pero como ella seguía sin responder, no dudé en tomar su cartera. Era raro, porque mientras más me esforzaba en encontrar el llavero menos lo lograba. No sé qué cara habré puesto en mi afán de lograr mi objetivo, pero quienes estaban ahí me miraban como si hubiesen estado esperando que yo hiciera algo más para salir corriendo. Encontrar la llave y salir de ahí corriendo. Cuando la tuve, no dije nada. Ella en cambio, mi mamá, me miró con esa autoridad maternal que hace que sobren las palabras.

Tres días después, el psiquiatra, luego de revisar unos exámenes me diagnosticó fobia social con episodios de crisis de pánico. Para tratarla, escribió una receta ilegible que mi mamá compró en la farmacia que estaba en el primer piso de la clínica.

Sentirme prisionera de mis emociones, fue determinante en mis años venideros. Me convencí que mi felicidad dependía si tomaba o no esa medicina y mi familia, sobre todo mi mamá y tías hicieron lo que estaba a su alcance para que lo creyera.

Mucho tiempo después, luego de haber meditado e instruirme al respecto, sin decirle a nadie, me di cuenta que ya no quería seguir tomando esos remedios, porque a fin de cuentas me privaban de ser quien yo quería. Para evitar reproches y remordimientos le dije a mi mamá que yo los estaba comprando porque ya era hora de alcanzar la independencia económica que siempre había buscado, pero que jamás había conseguido del todo por ese entonces. Protestó un poco, pero la convencí.

Cuando José me dijo que habían sido las pastillas las culpables de que que no me acordara de nada ese día en su casa, llevaba exactamente seis años sin probar esa droga. Así las llamo porque así era como me sentía cuando las tomaba. En fin, seis años de libertad y de confianza. Nadie más que yo sabía que no seguía con el tratamiento. Así que cuando él mencionó que eso era lo que me había aturdido y quitado el sentido de la realidad y del tiempo, de inmediato supe que mentía y que ese tenía que seguir siendo mi secreto, por lo menos hasta que descubriera qué había pasado con Miguel; y conmigo, ese jueves.

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