Para Clarita.
Blanquita era una linda cachorra que había llegado a alegrar a un matrimonio y su pequeña hija de un año. Tenía la suerte de tener una vida tranquila en la casa de campo donde vivían. Ella les daba color a la vida de sus amos, en su compañía olvidaban algunas penas pasadas, como lo mucho que les había costado tener hijos. El día que había llegado a su nuevo hogar se había encontrado con una especial pareja de “pájaros inseparables” que tenían sus dueños en una jaula, y los había escuchado hablar bajito: ella es una perra de paz, no hay peligro, habían dicho. Y era verdad, con Blanquita los pájaros no corrían riesgo alguno, a ella sólo le interesaba jugar, dormir y comer. Había suficiente espacio en el jardín de la casa, por lo que se sentía muy feliz. Tenía todo lo que quería. Podía divertirse corriendo y descubriendo todo con el bebé del matrimonio y los pájaros con el tiempo se habían hecho grandes amigos de la cachorra. Le encantaba su canto y todas las historias que le contaban acerca del país de donde venían. Todas los cuentos que les contaban hablaban de animales que trabajaban día a día por su comida y su familia, y a ella le parecía gracioso e interesante a la vez. Me encantan todos sus cuentos, le dijo un día Blanquita al matrimonio de pájaros, me gustaría ser como los héroes de los que hablan. No imaginaba ese estilo de vida tan lleno de dificultades. Parecían pájaros mágicos, pensaba ella, y opinaba que hacían un matrimonio perfecto: nunca nunca nunca los había escuchado discutir; eran lo más parecido a los humanos según su entender. Pero creía que mejores. Reían, jugaban, comían y se arreglaban las plumas mutuamente. Blanquita se sentía parte de su familia, era como la cría que no tenían. Si le hubieran preguntado qué hubiera preferido, si ladrar o cantar, seguro hubiera respondido que cantar como las aves, ¡así de grande era su admiración!
Cada vez que llegaba la primavera, ella y los pájaros sentían que no podían ser más felices: los árboles daban sus frutos, las flores se abrían y bailaban bajo el sol, los animales corrían gritando: ¡ya va a nacer! ¡ya falta poco! ¡bravo, bravo ¡yujuuuuu!, anunciando que pronto serían más y más en sus familias, y la temperatura los invitaba a estar todo el día descansado bajo el abrazo de la luz. Pero cierto año la primavera fue rara. Muy rara. El tiempo no había sido cálido como siempre, el sol se escondía, incluso llovía a veces. Los animales en general estaban confundidos, se rascaban la cabeza tratando de entender cómo las montañas podían estar nevadas en esa época del año. Una fría mañana, Blanqui fue a comer su desayuno que con cariño siempre le dejaba su amo, y le llamó la atención que los pájaros seguían durmiendo adentro de la casita que estaba en su jaula. ¡Qué flojos estos!, pensó, pero bueno, a cualquiera le dan ganas de quedarse en la cama con esta helada. Lo que no sabía la cachorra era que el frío era uno de los grandes enemigos de los inseparables y que ese día había sido el día con menor temperatura del año. Entendió todo cuando vio que sus amos abrían la casa de la jaula. Una lágrima había caído por la mejilla de su ama y la familia se había abrazado con fuerza. Los pájaros no se despertarían porque estaban muertos y se habían ido al Cielo, le decían a la bebé, mientras Blanqui miraba cómo las aves habían fallecido apoyando su cabeza uno sobre el otro, con cariño, agradeciendo a Dios que, como su nombre lo decía, se iban juntos. El sol estuvo escondido todo ese día; la cachorrita sentía que también estaba negro su corazón. Se sentía huérfana. No quiso comer, no quiso beber ni jugar. Echaba de menos a sus amigos, el canto y las historias. Sólo cerró los ojos e hizo como si estuviese durmiendo, pero no pudo ni soñar. Al día siguiente, sus amos, preocupados, la sacaron a pasear. Le dijeron que la necesitaban para alegrarse, que a ellos también les daba mucha pena, pero que la vida seguía. La bebé la abrazó y acarició y fue en ese instante cuando Blanqui recordó que todas las historias que les contaban sus amigos pájaros eran sobre animales que terminaban siendo héroes, que luchaban todos los días, aunque pareciera que no tenía mucho sentido, por su comida, por su familia, por sus amigos. ¡En ese momento entendió! Una ampolleta perruna iluminó su cabeza y supo que ella estaba viviendo uno de esos cuentos, ya no era fantasía, ahora era realidad, y ella no estaba huérfana, sino que su familia siempre había sido esa, la de humanos. Ese matrimonio no tan perfecto con una bebé juguetona y tira cola. Esa era su historia y ese sería su canto. A partir de ese día ya no tuvo más pena y empezó a escribir su propia leyenda, una historia con huella de perro.