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Una historia con huella de perro.

Andersen

Para Clarita.

Blanquita era una linda cachorra que había llegado a alegrar a un matrimonio y su pequeña hija de un año. Tenía la suerte de tener una vida tranquila en la casa de campo donde vivían. Ella les daba color a la vida de sus amos, en su compañía olvidaban algunas penas pasadas, como lo mucho que les había costado tener hijos. El día que había llegado a su nuevo hogar se había encontrado con una especial pareja de “pájaros inseparables” que tenían sus dueños en una jaula, y los había escuchado hablar bajito: ella es una perra de paz, no hay peligro, habían dicho. Y era verdad, con Blanquita los pájaros no corrían riesgo alguno, a ella sólo le interesaba jugar, dormir y comer. Había suficiente espacio en el jardín de la casa, por lo que se sentía muy feliz. Tenía todo lo que quería. Podía divertirse corriendo y descubriendo todo con el bebé del matrimonio y los pájaros con el tiempo se habían hecho grandes amigos de la cachorra. Le encantaba su canto y todas las historias que le contaban acerca del país de donde venían. Todas los cuentos que les contaban hablaban de animales que trabajaban día a día por su comida y su familia, y a ella le parecía gracioso e interesante a la vez. Me encantan todos sus cuentos, le dijo un día Blanquita al matrimonio de pájaros, me gustaría ser como los héroes de los que hablan. No imaginaba ese estilo de vida tan lleno de dificultades. Parecían pájaros mágicos, pensaba ella, y opinaba que hacían un matrimonio perfecto: nunca nunca nunca los había escuchado discutir; eran lo más parecido a los humanos según su entender. Pero creía que mejores. Reían, jugaban, comían y se arreglaban las plumas mutuamente. Blanquita se sentía parte de su familia, era como la cría que no tenían. Si le hubieran preguntado qué hubiera preferido, si ladrar o cantar, seguro hubiera respondido que cantar como las aves, ¡así de grande era su admiración!

Cada vez que llegaba la primavera, ella y los pájaros sentían que no podían ser más felices: los árboles daban sus frutos, las flores se abrían y bailaban bajo el sol, los animales corrían gritando: ¡ya va a nacer! ¡ya falta poco! ¡bravo, bravo ¡yujuuuuu!, anunciando que pronto serían más y más en sus familias, y la temperatura los invitaba a estar todo el día descansado bajo el abrazo de la luz. Pero cierto año la primavera fue rara. Muy rara. El tiempo no había sido cálido como siempre, el sol se escondía, incluso llovía a veces. Los animales en general estaban confundidos, se rascaban la cabeza tratando de entender cómo las montañas podían estar nevadas en esa época del año. Una fría mañana, Blanqui fue a comer su desayuno que con cariño siempre le dejaba su amo, y le llamó la atención que los pájaros seguían durmiendo adentro de la casita que estaba en su jaula. ¡Qué flojos estos!, pensó, pero bueno, a cualquiera le dan ganas de quedarse en la cama con esta helada. Lo que no sabía la cachorra era que el frío era uno de los grandes enemigos de los inseparables y que ese día había sido el día con menor temperatura del año. Entendió todo cuando vio que sus amos abrían la casa de la jaula. Una lágrima había caído por la mejilla de su ama y la familia se había abrazado con fuerza. Los pájaros no se despertarían porque estaban muertos y se habían ido al Cielo, le decían a la bebé, mientras Blanqui miraba cómo las aves habían fallecido apoyando su cabeza uno sobre el otro, con cariño, agradeciendo a Dios que, como su nombre lo decía, se iban juntos. El sol estuvo escondido todo ese día; la cachorrita sentía que también estaba negro su corazón. Se sentía huérfana. No quiso comer, no quiso beber ni jugar. Echaba de menos a sus amigos, el canto y las historias. Sólo cerró los ojos e hizo como si estuviese durmiendo, pero no pudo ni soñar. Al día siguiente, sus amos, preocupados, la sacaron a pasear. Le dijeron que la necesitaban para alegrarse, que a ellos también les daba mucha pena, pero que la vida seguía. La bebé la abrazó y acarició y fue en ese instante cuando Blanqui recordó que todas las historias que les contaban sus amigos pájaros eran sobre animales que terminaban siendo héroes, que luchaban todos los días, aunque pareciera que no tenía mucho sentido, por su comida, por su familia, por sus amigos. ¡En ese momento entendió! Una ampolleta perruna iluminó su cabeza y supo que ella estaba viviendo uno de esos cuentos, ya no era fantasía, ahora era realidad, y ella no estaba huérfana, sino que su familia siempre había sido esa, la de humanos. Ese matrimonio no tan perfecto con una bebé juguetona y tira cola. Esa era su historia y ese sería su canto. A partir de ese día ya no tuvo más pena y empezó a escribir su propia leyenda, una historia con huella de perro.

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Un recuerdo liliputiense.

Creo en el castigo, en la ira, en la necesidad de ordenar las cosas, en volver a empezar, en el miedo, en el sabor en la boca a incertidumbre, pero creo también y profundamente en la misericordia, en el pan tostado con mantequilla y palta. En esas tardes de campo que nos libraban de toda preocupación. Hacer memoria sobre el ruido que hacían las hojas al mecerse en los árboles añosos, me trae la imagen de una buena amiga de la infancia, Paula, una versión de Tom Sawyer hecha niña. Un corazón –hasta el día de hoy- tan cándido, que pese a las eventualidades de los caminos, conserva la verdad bien amurallada en su interior. Ella se ríe al recordar que yo era demasiado urbana para ese campo, tan antibacterial, me caía en las zanjas, corría tras ella como un caracol trata de alcanzar una liebre. Ella escalaba y yo, mientras,  pensaba en los riesgos que implicaba subir a una torre no muy firme.  Me sentía lenta para su mundo. Paula, por el contrario, llevaba al campo como su reloj biológico. Caminaba descalza, yo ¡ni muerta! Demasiados bichos a mi alrededor. A ella le habían picado unos cuantos alguna vez, pero ni los tomaba en cuenta, eran un vago recuerdo, cosas que pasaban y punto. Si hubiesen habido osos en Chile no creo que el encuentro con uno la hubiera alterado en lo mínimo… yo le tenía miedo al más liliputiense perro. Ella era tan tremendamente feliz, y yo trataba de colarme un poquito en su alegría, pero me faltaban manos para contener una felicidad que yo estaba impedida para tener. La ciudad me había forjado, tiesa-tiesa, y me nublaba. Hace unos días estuve con ella y me habló de lo mucho que le gustaría irse a vivir al campo, pero al campo profundo, donde casi no hubiesen servicios básicos. Me dijo que la ciudad la “desconcentraba”: repitió esa palabra varias veces. Ahora, con el paso del tiempo ella llegó a amar la ciudad, tanto que sus lujos la encandilaron. Me explicaba que sería mucho más feliz si pudiera librarse de todas esas necesidades, pero que lamentablemente lo veía como algo muy lejano.

Ahora yo tengo un marido Tom Sawyer, que vive y se crió en la ciudad, pero que a veces sabe ingeniárselas para hacer como si viviésemos en el campo. Llevo también en mi panza a una pequeñísima que anda a pie pelado, y que espero nos sepa enseñar a lidiar con todo esto. Tengo en mi cabeza a todos mis queridos y me encantaría llevarlos a ese campo que recuerdo. Yo no sé qué es mejor, si vivir acá o allá, pero me imagino siempre que el hombre tiene sus escapes a los malos tiempos, que Dios de alguna manera nos regala una tarde de verano bajo la sombra de un gran árbol, una mesa generosa, unos amigos, sonrisas, protección, una brisa que mueve esas hojas que ahora casi puedo tocar y oler. Amo esas realidades en potencia, porque alguna vez fueron tan de uno, que de nosotros depende si las volvemos a rescatar.

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