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Cuarentena

El martes 3 de marzo del 2020 fue el día del horror día para una hipocondriaca como yo. Todavía siento escalofríos cuando recuerdo a mi mamá diciéndome: “Carlota, ¿te enteraste ya? El Ministerio de Salud acaba de confirmar el primer infectado por Coronavirus en Chile”. Esa frase coronó el fin de mi libertad y el comienzo de mis más ocultas ansiedades. Lo peor es que estaba obligada a salir de mi casa para ir a la universidad y tenía que enfrentarme a muchedumbres en el Metro de Santiago, en las micros y en las salas de clases. A este hecho había que sumarle el mal llamado “estallido social” que desde octubre del 2019 azotaba a nuestro país, el cual había producido, entre otras feas cosas, que manadas de seres humanos, supuestamente “manifestantes” infestaran las calles, sobre todo las cercanas a Plaza Italia, que fue bautizada desde el inicio de la revolución como la “zona cero”. Cosa mala era que mi universidad, la Pontificia Universidad Católica de Chile, quedaba a 4 cuadras de tal sitio, pero cosa buena era que los manifestantes se paseaban siempre con máscaras antigases, por lo que las probabilidades de contagiarme de parte de esos seres eran menores; tengo que decir que antes de la funesta noticia de la llegada del Coronavirus a nuestro país, siempre evité Plaza Italia, prefería tomar la ruta más larga para llegar a mi casa de estudios con tal de ni asomarme de lejos por donde pululaban esos pseudo simios. En fin, el asunto es que el miércoles 4 de marzo tenía un compromiso irrenunciable con mi tutor de tesis y tuve que ir. Me preparé para los dos males: Coronavirus y Simiovirus. Para el primero llevé mi máscara con hilos de cobre antibacteriana y mi alcohol gel, para el segundo un gas pimienta escondido en mi bolsillo. Obviamente tomé la decisión de irme por el camino de los primates porque era demasiado estrés hacer la ruta por un camino con gente sin máscaras protectoras. Primero tuve que sortear el metro de Santiago en hora punta, lleno de gente, pero con cierta paz porque andaba con mascarilla (sí, la de hilos de cobre) y eso producía el efecto que la gente se alejara de mi. Al parecer imaginaban que padecía la famosa enfermedad. Me bajé muy cerca de la zona cero y pude divisar a lo lejos un par de enmascarados que comenzaban a armar una barricada. Con bizarra tranquilidad, caminé hacia ellos, pues quedaban en medio de mi camino. A medida que me acercaba uno de los susodichos, que portaba una gran mascarilla trompuda antigases, se me aproximó y me dijo: “¿Tienes una moneda, amiga?”. Me hice la sorda como si le hablara a otra persona, pero era bastante absurdo porque no había nadie más cerca y lo tenía suficientemente encima de mí como para ignorarlo. El tipo insistió: “¡Flaca, despierta, una monedita!”. Cuando me di cuenta que no podía seguir con la técnica de la ignorancia, le dije algo así como que no tenía dinero, cuando veo que saca algo amenazante de su bolsillo y me dice: “Entonces pasa tu billetera y tu celular… ya… rapidito.” En mi horror, reflexionando en modo flash que qué más daba si podía ser que estuviéramos ad portas del fin del mundo con todo esto de los virus apocalípticos, me atreví a sacar mi gas pimienta del bolsillo y ¡tsssss! fue a dar directo en los ojos de simio. Justo en el momento en que veía cómo se revolcaba en el suelo de dolor, escuché una sirena de carabineros, quienes llegaron en el momento preciso a auxiliarme. Me sacaron de ahí y me llevaron a la comisaría a declarar. Lo que no imaginaba es que el carabinero que tomó mi declaración tenía una vistosa gripe y carecía de la costumbre de toser tapándose la boca (al menos quedo con la tranquilidad de conciencia que le llamé la atención sobre este asunto y le pedí que por favor lo dejara de hacer). Terminé ese día de lucha personal libre de simios e incubando la enfermedad de moda. La reunión con mi tutor de tesis tendría que esperar.

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Jueves

Boissevain for Womens Suffrage, 1913. Library of Congress, Prints and Photographs Collections.

Boissevain for Women's Suffrage, 1913. Library of Congress, Prints and Photographs Collections.

Para Carlota el mundo era un redondo y perfecto jueves. A veces la vida tenía sus fenómenos extraños, que últimamente sucedían cada vez más seguido, pero todo estaba en orden en ese pequeño, ritual y único jueves. Claro que el día de Júpiter tenía vueltos locos a todos los familiares que vivían con ella. Ningún psiquiatra había podido explicar por qué esta anciana mujer estaba segura que, fuese el día que fuese en que le preguntaban en qué fecha estaban, ella decía que no sabía el número, pero que sin duda era jueves. Claro, demencia senil decía el neurólogo, ahí está, pensaban los familiares, ahora entendemos todo. Con razón.
Carlota añoraba su casa de casada en donde tenía todas sus cositas. Se preguntaba si esta Navidad podría pasarla allá, recordando cómo su difunto esposo se ponía cada vez más dulce en su agonía. Recién a esa edad le había empezado a gustar la idea de estar casada, aunque su esposo estuviera gravemente enfermo, todo cobraba sentido. El día en que Carlos, su marido, expiró, le había preguntado por lo menos diez veces qué día era. Carlota se había enojado y le había dicho que hasta cuándo le preguntaba lo mismo. Para que se dejara de repeticiones, le había puesto una hoja escrita al frente de él en donde se leía con color rojo: “Hoy es jueves”. Ese mismo día Carlos abrió los ojos, ya sin fuerza, preocupado, angustiado por el hecho de que su Carlota lo podría olvidar. Lo último que leyó antes de morir fue que ese día era el cuarto de la semana. Era un jueves común y corriente que nadie recordaría sin esfuerzo, excepto ella.

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