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X. Tres amigos.

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Ese día mientras tomaba el té en casa de Ana le pedí permiso para manipular una matryoshka que tenía en el mueble color caoba en el living. José se la había traído desde un viaje que hizo junto a Miguel a Moscú cuando recién habíamos entrado a la universidad. Me acuerdo como si fuese ayer. Todavía olían a madera y pintura, buena mezcla esa. En esa ocasión a mi también me regaló la misma, claro que en versión pequeña, lo cual me causó unos celos que ahora me avergüenzan, sobre todo porque yo la quería demasiado y no se justificaba que por algo tan absurdo yo hubiese tenido ese tipo de sentimientos. En fin, esa muñeca tenía pintadas unas flores rojas con pintas blancas en un fondo negro esmaltado y lo que más me enternecía, eran las manos que sostenían el ramillete porque parecían de una niña, regordetas y de uñas cortas.

–       Cuando me vaya a encontrar con Miguel, te la quedarás, me dijo. Así tendrás el juego con la que tienes-. Al instante sentí un pudor que me hizo enrojecer.

–       Por favor Ana, nada de hablar esas cosas, le dije con un nudo en la garganta.

Camino a mi departamento encendí la radio del auto y justo estaban tocando True Love Will Find You in the End, esa canción la tenía dentro de mis favoritas, pero últimamente la había dejado de lado así que me hizo bien escucharla porque me relajaba. Cuando terminó llamé a José con el pretexto de contarle que la habían tocado en Duna y como no me contestó le envié un whatsapp que decía » Escuchando nuestra canción». No me respondió, pero como ya no me extrañaba su actitud me olvidé por completo y continué manejando hasta mi casa.

 Estaba por bajarme del auto, ya en el estacionamiento, cuando llamé a Marco, de quien tampoco recibí respuesta, por el contrario, me escribió un mensaje que decía “Cine”, así de simple… nada raro en él.

 Pasaron dos horas y me llamó. Hablamos de todo menos de nuestro amigo. La verdad es que evité hacerlo para no parecer obsesiva con el tema, entre bromas y risas, decidimos que nos juntaríamos al otro día en un restaurante de sushi que a nosotros nos encantaba, el Rose Sushi. Creo que es lo más parecido a estar en Japón, tanto por la calidad en todo lo que preparan como por la calma que se siente al estar ahí. Todo es de una pulcritud y maestría sin igual. Simétrico tal vez.

 Llegué antes de lo acordado como pocas veces lo había hecho. Saludé al dueño, un señor de unos setenta años que junto a su mujer, bastante menor que él, y su hijo, se encargan de todo. El lugar es diminuto, no tiene más que cuatro mesas con cuatro sillas cada una y una pequeña terraza con tres mesas de cuatro sillas también. Como de costumbre me senté mirando hacia una pared y pedí lo de siempre. Marco me había llamado para que ordenara lo mismo que quería yo, claro que en mayor cantidad, mucha más. No me extrañó porque hacía bastante tiempo que estaba pasado en kilos, me atrevo a decir que por lo menos diez más. Era un gordo atractivo eso sí.

 Cuando entré preparaban algo para una mujer de pelo negro ondulado, quien a juzgar por su actitud, sobre todo la ropa que llevaba, me atrevería a decir que no era chilena. Esperaba sentada, leyendo no tengo idea qué, en cambio yo parecía inspectora tratando de encontrar algo que estuviera fuera de lugar, pero nada, incluso en un momento en que el chef estornudó, enseguida miré para ver qué hacía y como no podía ser de otra manera, de inmediato fue hacia el pequeño lavamanos y se lavó las manos y cara con fuerza además del cuchillo que estaba usando.

 Habían pasado veinte minutos desde que me había sentado cuando vi que llegaba no sólo Marco, sino José, los dos tranquilos y casi sonrientes.

 –       Perdón por hacerte esperar Mila, te conocemos y podemos ver tu cara de lata.- dijo Marco al saludarme.

–       No, para nada, estoy más flexible.- le respondí disimulando mi impresión por la compañía de José, quien en tono casi dulce me dijo:

–       No pude evitar sumarme pese a no ser convidado.

–       No se puede invitar a quien no responde llamadas ni mensajes.- le dije.

Justo en ese momento nos trajeron el sushi así que no me dijo nada. Como en los viejos tiempos, nos quedamos sentados alrededor de dos horas, hablando de todo menos de Miguel y menos de lo que pasó conmigo ese día en su casa. Era mejor hacer creer como si nada hubiera pasado.

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IX. La viuda.

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¿Quién amaba más que a nadie en el mundo a José? Su mamá. Claro, qué madre no ama a su hijo. Pero este caso me atrevo a decir que era excepcional. Me acuerdo de casos como el de la mamá del poeta Huidobro, que de tanto repetirle que él era un rey, nuestro Vicente se calzó la corona y se convirtió en el soberano de los narcisistas. Lo cito porque la relación de Ana con José siempre me recordaba un poco al vate. Cuando pololeábamos debemos habernos peleado un centenar de veces por mamonerías de José. No voy a entrar en detalles, pero es que lo que le dijo o no le dijo su mamá, pero es que mi mamá hizo tal cosa u otra, lo que pensó, lo que le hubiera gustado que le hubiera regalado su papá para el aniversario. Uf, a veces parecía una extensión de Ana. Cosa seria. En fin, con estos antecedentes se comprenderá que la primera persona con la que quería hablar luego de mi sospecha, era ella, la progenitora. A quien, dicho sea de paso, yo quería mucho… pese a los encuentros y desencuentros del pasado. Luego de haberle mandado un par de mensajes a José para asegurarme que no estaría en su casa, llamé por teléfono al hogar del juez Blanco y me contestó la persona que comentaba, su viuda. Aún con voz de pesar, pero resignada, me saludó con cariño. Le dije que tenía ganas de ir a verla. Me dijo pero claro, ven, qué estás esperando, esta es tu casa. Esa misma tarde partí. Sin darme cuenta estaba tocando la puerta. Me abrió ella. Me pareció que había perdido algunos kilos. Estaba impecable, el pelo semi cano a medio tomar, un vestido largo, los ojos grandes pardos delineados. Su cara preciosa, todavía con rasgos de niña; toda fina, toda grácil, ligera, como si parte de ella ya estuviera –físicamente digo- con su marido.  Con un abrazo más fuerte de lo común me invitó a pasar. Nos sentamos en el mismo living donde supuestamente me había quedado dormida. Me ofreció un té, asentí, nos trajeron té. Hablamos. De cómo eran las cosas después de la pérdida de su marido, de mi vida, de mis proyectos, de los suyos. Hasta que llegamos al tema José. Después de un silencio incómodo, noté cómo Ana se incorporaba en su asiento, me miraba y decía:

–       Hay algo que tengo ganas de preguntarte.

–       Dígame.

–       Y te lo voy a preguntar porque te tengo confianza, porque ya eres como una hija para mí.

–       Dígame Ana, usted sabe que me puede preguntar lo que quiera.

–       Mira, estoy preocupada por José. Yo sé que ya es un hombre grande y que no tengo nada en qué meterme, pero me tiene preocupada. No sé en qué anda metido. Anda raro, casi no me habla, sale a horas extrañas, me evade, en fin… quería saber si tú sabes algo. A mi no me da buena espina.

–       Ay, Ana. No sé. Aunque usted no lo crea venía a preguntarle más o menos lo mismo. El otro día tuve un episodio un poco extraño con él y quería preguntarle si usted sabía de algo.

–       ¿Por qué? ¿qué pasó?

–       En resumen, llegué a la casa de improviso y él se estaba riendo con alguien. Me pareció, creo, que era una mujer. No la vi. Me dijo que lo esperara en el living, que no me moviera de ahí. De ahí en adelante no recuerdo nada, solo sé que desperté en mi casa confundidísima. Le pregunté a él qué había pasado y me dijo que nada, que me había quedado dormida, y que lo atribuye a unas pastillas que me recetó el psiquiatra.

–       Qué cosa más rara…

–       Imagínese mi desconcierto… ¿usted no se acordará de alguien que haya estado acá con José? ¿alguien que le haya llamado la atención?

–       La verdad es que no he estado mucho en casa desde que murió Miguel, pero ahora que me lo dices, hubo un día en particular que contesté por lo menos tres llamadas de una misma chiquilla a José.

–       ¿No se acuerda cómo se llamaba?

–       La verdad, no, lo que sí… ahora que hago memoria… me dijo que era amiga de Pedro… o Marco… como para hacerse reconocer. Y me acuerdo también que cuando se lo mencioné a José, le hizo sentido.

Amiga de Pedro. O Marco. Dos opciones. Podría ser Pedro, el revelador, o Marco, amigo de toda la vida de José, y mío. Amigos de la universidad. Mi próximo paso a “entrevistar”, entonces, opción dos, Marco. Por confianza. Al famoso Pedro todavía lo tenía en el purgatorio de los sospechosos; con este otro, en cambio, había una complicidad de pasado, lo podría manejar. Al menos en teoría.

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VIII. Entre dudas, Carménère y chocolates

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Luego del incidente en la casa de José, me tomé el viernes libre para descansar tres días seguidos y reflexionar sobre qué podía estar pasando.

Lo que más me atormentaba era pensar en la idea de que José, mi José querido, me haya mentido sobre lo que pasó ese día en su casa, culpando a los remedios que supuestamente llevaba tomando por largo tiempo como los responsables de haber perdido la conciencia ese jueves. Trataba de buscar excusas que pudieran darme una respuesta que justificase por qué pasó lo que pasó, pero nada aparecía. Había sin embargo algo me molestaba todavía más. Tardé horas en permitir que mi mente uniera las ideas que habían en ella y ni siquiera de ese modo era posible dar el vamos para desbloquear eso que hacía que cada vez que osara en pensar en ello me inundara una sensación de dolor en el estómago mezclado con una desesperante ansiedad.

Cuando finalmente mi mente se liberó del peso de la culpa por pensar algo tan malo de alguien, sobre todo de él, justo en ese momento y como para seguir aplazando ese hecho, me paré del sofá, fui hasta la cocina, saqué una copa grande desde el mueble rojo con vidrios bicelados y la cubrí creo que hasta un tercio de su capacidad de un delicioso Carménère. Como de otra manera no podía ser, fui hasta mi dormitorio y desde el último cajón de mi armario tomé una caja de chocolates. Ambos mis debilidades, o más bien una de tantas. Me senté en la terraza de mi departamento que miraba hacia la cordillera, panorámica que en los meses de invierno me deleita, pero como ya había anochecido y tampoco era invierno, las luces de Santiago captaban atención. Con la copa en la mano y saboreando la mezcla del vino y el cacao di el vamos a mi conciencia y fue por primera vez desde que había recibido los mensajes de José, que me puse a pensar en qué podría tener que ver él con la muerte de Miguel.

– Para. No seas ridícula, me dije al instante. Sentí remordimiento por pensar en algo tan horrible, atroz. Mientras eso pasaba, notaba cómo mi mano temblaba y sin medirme seguí poniendo más chocolates en mi boca como si por eso pudiera redimir mi falta.

¿Cómo era posible que semejante atrocidad se me cruzara por la mente?
Lo que había pasado a propósito de la excusa que me dio José luego del incidente de los antidepresivos no tenía por qué guardar relación con lo sucedido al juez. Pero al mismo tiempo, ¿por qué se había comportado tan extraño el día anterior? Me afligía pensar que la mentira estaba ya perpetuada, eso era algo irreversible.

Me puse a pensar en que José jamás se había caracterizado por ser alguien falso ni mucho menos problemático o peligroso. Nunca. Por el contrario, siempre fue un líder innato y positivo capaz de influir dentro del grupo donde estuviese. Así como por toda su vida lo había hecho su padre. Ese era el amigo y ex- pololo que conocía desde tantos años, no podía ser de otra manera. ¿Pero qué era eso que lo obligaba a actuar de tal modo que permitía que mi mente fuese capaz de maquinar semejante idea?

Si toda evidencia es necesaria a la hora de condenar a alguien por un delito y yo carecía de prueba alguna para hacerlo, por lo menos en lo referente a la posible implicancia de José con la muerte de Miguel, decidí que lo más justo y sano era darle el beneficio de la duda, por lo menos hasta que se comprobara lo contrario. Claro que a esas alturas ya no quería comprobar nada. Me asustaba saber cualquier cosa. Pensé que quizás era hora de olvidar todo y seguir con mi vida, juro que era mi intención que eso pasara.

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VII. 1985.

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Miguel Blanco llevaba de la mano a Ana, su señora, quien por ese tiempo andaba por los seis meses de gestación de la que sería su segunda hija. Tenían cita con el doctor, la ecografía de rigor. “Qué panza más linda”, no se cansaba de repetir Miguel, “qué belleza mis dos mujeres”. José los acompañaba y se sabía rey entre toda esa función. Lo ilusionaba mucho eso de tener una hermana y de ser llamado el mayor.

Cuando llegaron a la consulta del médico, Ana estaba algo preocupada e inquieta. Esa panza efectivamente tan linda le pesaba, estaba cansada y veía un buen trecho por venir en el embarazo. Con José todo había sido normal. En cambio, con su nueva hija se la había pasado vomitando desde el día en que supo que había concebido. A José le encantaba ir a ver en la que llamaba “tele rara” a su hermana. Escuchar su corazón era mágico. Sentía que la espiaba y a sus dos añitos sabía imitar perfectamente el sonido que hacía el corazón en el ecógrafo. Pero ese día el ruido fue distinto.

Ana se recostó. El médico puso el gel sobre su abdomen y lentamente pasó el instrumento que los ayudó a ver a la hija y hermana especialmente tranquila y serena. José ladeó su cabeza para ver mejor la imagen y saludó con su mano. El médico puso cara de preocupación y, habiéndose dado cuenta de esto, Miguel y su señora, también. Ana recordaría para siempre la sensación de no sentir su propio corazón por haber perdido el de su hija. “Pom pom crac”, juró escuchar José. Su hermana los había dejado prematuramente y sin explicación. Pom pom crac, mamá. Pom pom crac, papá.

Ese día fue un antes y un después. Desde esa fecha el juez Miguel Blanco supo que existía el Infierno y el Cielo. En ese orden. Eso, en parte, le dio el valor. Lo puso bravo. Aguerrido. Vivo. Temerario. No había tiempo que perder. No había mucho de qué hablar. Habían prioridades, sí, y sitios a los que había que tratar de llegar.

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VI. Un secreto.

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Tenía dieciocho años cuando empecé con eso que los psiquiatras llaman crisis de pánico. Lo recuerdo como si fuese ayer. Estaba con mi mamá y una tía comprando una torta de milhojas, justo en la esquina de Eliodoro Yáñez con Ricardo Lyon. Ese día celebrábamos el cumpleaños de la menor de las hermanas de mi vieja y como era tradición familiar desde que mi abuela se casó, siempre íbamos a la misma pastelería. Me acuerdo que mientras ellas conversaban, yo estaba mirando por la puerta de vidrio desde dentro del local hacia fuera. No sé por qué, pero no quería ver a nadie, me inquietaba la idea de tener que saludar y contar detalles de mi vida. Lo único que quería era salir de ese lugar y estar sola. Miré a mi mamá y tía, para decirles que me sentía mal, pero fue imposible captar su atención, creo que estaban mirando el nuevo menú o algo así, por tanto no tenían el mayor interés en querer oír a nadie.

De a poco, empezó a invadirme una ansiedad desbordante. Mis manos temblaban y mi corazón, que era lo que más me aterraba, parecía una bomba en una olla a presión a punto de explotar. Las miré de nuevo y nada. Me acerqué y le pedí a mi mamá las llaves del auto, pero como ella seguía sin responder, no dudé en tomar su cartera. Era raro, porque mientras más me esforzaba en encontrar el llavero menos lo lograba. No sé qué cara habré puesto en mi afán de lograr mi objetivo, pero quienes estaban ahí me miraban como si hubiesen estado esperando que yo hiciera algo más para salir corriendo. Encontrar la llave y salir de ahí corriendo. Cuando la tuve, no dije nada. Ella en cambio, mi mamá, me miró con esa autoridad maternal que hace que sobren las palabras.

Tres días después, el psiquiatra, luego de revisar unos exámenes me diagnosticó fobia social con episodios de crisis de pánico. Para tratarla, escribió una receta ilegible que mi mamá compró en la farmacia que estaba en el primer piso de la clínica.

Sentirme prisionera de mis emociones, fue determinante en mis años venideros. Me convencí que mi felicidad dependía si tomaba o no esa medicina y mi familia, sobre todo mi mamá y tías hicieron lo que estaba a su alcance para que lo creyera.

Mucho tiempo después, luego de haber meditado e instruirme al respecto, sin decirle a nadie, me di cuenta que ya no quería seguir tomando esos remedios, porque a fin de cuentas me privaban de ser quien yo quería. Para evitar reproches y remordimientos le dije a mi mamá que yo los estaba comprando porque ya era hora de alcanzar la independencia económica que siempre había buscado, pero que jamás había conseguido del todo por ese entonces. Protestó un poco, pero la convencí.

Cuando José me dijo que habían sido las pastillas las culpables de que que no me acordara de nada ese día en su casa, llevaba exactamente seis años sin probar esa droga. Así las llamo porque así era como me sentía cuando las tomaba. En fin, seis años de libertad y de confianza. Nadie más que yo sabía que no seguía con el tratamiento. Así que cuando él mencionó que eso era lo que me había aturdido y quitado el sentido de la realidad y del tiempo, de inmediato supe que mentía y que ese tenía que seguir siendo mi secreto, por lo menos hasta que descubriera qué había pasado con Miguel; y conmigo, ese jueves.

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V. WhatsApp?!

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Yo: ¿José, estás por ahí? (12:28)

José: Cami, ¡hola! Dime. (12:32)

Yo: Oye me gustaría saber qué pasó ayer jueves. No me acuerdo mucho. La verdad es que desperté acá en mi casa y lo último que recuerdo es haber estado allá contigo y que me dijiste que te esperara, que no saliera del living o algo así. (12:34)

José: Llámame mejor. (12:35)

Yo: No puedo. O no quiero. No sé, Quiero saber. (12:40)

José: Llámame. (12:41)

Yo: No. (12:45)

José: ¿Estamos Jugando? (12:46)

Yo: Hace tiempo que no po. Y esto no tiene nada que ver. Por favor respóndeme. (12:47)

José: Como quieras. Nada, no pasó nada. Tú viniste, sí, te dije que me esperaras en el living. Te llevé una copa de vino para hacer más amigable la demora. Al parecer fue muy larga porque te quedaste dormida. (13:00)

Yo: ¿Y desperté acá en mi casa? (13.01)

José: Yo sé que te llevé una frazada al living, me fui a acostar y cuando me desperté hoy ya te habías ido. Como eres hiperquinética no me llamó la atención que hubieras salido corriendo a empezar el día de laburo. (13.02)

Yo: No es gracioso. (13:03)

José: No digo que sea gracioso. (13:04)

Yo: Por la mierda, no me acuerdo nada después de que me dijiste que no saliera de ahí. (13:05)

José: ¿Sigues yendo al doctor ese? (13:06)

Yo: ¿Cuál doctor ese? ¿el psiquiatra? (13:07)

José: Sí. (13:07)

Yo: ¿Qué tiene que ver? (13:08)

José: Dile entonces que te baje la dosis. (13:09)

Yo: ¿La dosis de qué? Qué fácil es que te pongas pesado, por Dios. (13:10)

José: Te lo digo en serio. Te debe haber hecho mal algún remedio. Eso pasa. Por eso no te acuerdas. Sin ir más lejos a mi vieja le recetaban algo que no me acuerdo cómo se llamaba y la hacía olvidar de repente más de la mitad del día. ¿Te acuerdas cómo se ponía de repente cuando estábamos en la u? (13:15)

Yo: Sí. Puede ser. Me acuerdo. (13:20)

José: ¿Viste? Quédate tranquila. (13:21)

Yo: Oye… ¿qué habrá sido del célula de tu papá? (13:22)

Yo: Celular, no célula. Perdón. Maldita autocorrección. (13:22)

José: Ése es el problema de estas cosas. Que se creen que pueden predecir todo. (13:23)

Yo: ¿Qué cosa? ¿el celular? (13:23)

José: No po. La autocorrección del whatsApp. (13:24)

Yo: Ah, no te había entendido. (13:25)

José: Sobre el celular, ni idea. Pensé que lo había incautado la Policía de Investigaciones, pero el caso es que está desaparecido. Seguro que el que esté involucrado en esto tiene que ver con que haya sido eliminado del mapa. (13:26)

Yo: Mmmmm… (13:26)

José: Y tú pensaste al igual que yo que ahí íbamos a encontrar la clave. (13:27)

Yo: Obvio (13:28)

José: ¿Vas a venir? (13:29)

Yo: ¿Hoy? (13:32)

José: ¿O mañana? (13:33)

Yo: Prefiero que no hasta que sepa bien qué pasó ayer. (13:34)

José: Quizá si vienes recuerdes mejor. (13:35)

Yo: Mañana. Voy mañana. Te dejo ahora. (13.38)

José: Ok. (13:39)

Yo: ¡Hablamos! (13:40)

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IV. Ese jueves mientras regaba la orquídea.

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Resumiré en una corta frase, lo que a nosotros nos tardó cuatro horas entender y de por medio, muchas tazas de café.

Según Pedro, el antes nuestro sospechoso, Miguel fue asesinado luego que descubriera la verdad en torno a una investigación secreta que lo había mantenido absorto durante mucho tiempo. “Don Miguel sabía que si descubría la verdad de todo eso, moriría, pero no le importaba”, afirmó.

Todo lo demás que pueda decir de aquella conversación se define entre hipótesis, teorías, y recuerdos, pero nada nuevo que pudiera esclarecer en algo lo que nosotros ya sospechábamos.

Seis días pasaron desde que conocimos a los que se transformaron en nuestros colaboradores: Pedro y Jenny, su mujer, hasta ese jueves. Ese día, después de terminar un cuento que debía entregar a la editorial, estaba lista para irme a casa de José, como lo había hecho durante todo ese tiempo, cuando recibo un mensaje en mi teléfono que decía: “No vengas, no estoy en casa”. De inmediato le respondí: “¿Cómo vas, todo bien?”. “Claro que sí. Todo bajo control”, escribió al instante.

No quise insistir para que no sintiera la presión de tener que soportarme y luego decidiera que sería mejor que lo dejara solo en su búsqueda. No. Por ningún motivo me hubiese arriesgado a quedar marginada de todo esto, así que el mensajeo terminó en un, “Ok”.

Mi naturaleza de mujer hizo que de inmediato comenzara a pasarme mil y una películas por la mente. Historias como: que había descubierto la verdad y prefería no contarme. O que los asesinos lo habían secuestrado y estaban a punto de matarlo, no si antes torturarlo, por supuesto. O, por qué no, quizás tenía algún romance o relación con alguien y pese a que lo nuestro había acabado hacía mucho, era mejor que yo no supiera y así evitar malos entendidos. En fin, traté de ser más racional y en mi afán de olvidar todas esas tonterías, decidí regar las plantas. Mientras regaba la orquídea, me puse a pensar qué habría pasado con el teléfono de Miguel. Cómo era posible no haber pensado que tal vez ahí estaba la verdad, o por lo menos algo que pudiera ayudarnos a descubrirla. Llamé a José para decirle lo que se me había ocurrido, pero respondió la grabadora. Luego, le envié un mensaje de texto, diciéndole que necesitaba hablarle, pero no me respondió. Esperé creo que quince eternos minutos y sin pensarlo tomé mi cartera y llaves para ir a su casa.

Justo en la esquina antes de llegar, mientras me detenía en un disco pare, vi que había un par de luces de la casa que estaban encendidas y una moto frente de la puerta. No sé si fue por miedo o qué, pero decidí estacionar fuera de la casa de al lado. Dudé si tocaba o no el timbre, de todas maneras tenía las llaves que José me dio cuando todo esto comenzó. Decidí entrar.

No había puesto el segundo pie dentro la casa, cuando enseguida reconocí la risa de José y la de alguien más. Me extrañó pensar que pudiera estar de tal humor porque hacía mucho que no lo veía así. Sin dudarlo dos veces, casi medio gritando le dije: “¡José, José, permiso!”.

Creo que no tardó más de un segundo en aparecer. Su cara estaba desfigurada y sus ojos, como tantas otras veces, me asustaban.

“¿Qué haces aquí?”, me preguntó. Te pedí que no vinieras, dijo agresivo.

Por un momento, que juro solo duró un respiro, pensé que toda esta situación no era normal, algo pasaba, así que debía actuar con naturalidad.

Mirándolo a los ojos, dije lo primero que se me vino a la mente: “José, sabes que soy un desastre. Olvidé pagar la cuenta de la luz, así que no tendré electricidad hasta mañana”, le dije. “Y como tengo las llaves y pensé que no estarías, decidí venir. Pero si estás ocupado, me voy”, dije mirándolo con naturalidad.

Estaba muy inquieto: “Espérame en el living» me dijo. Dando media vuelta, retrocedió y agregó: «Quédate ahí hasta que yo venga».Y se fue.

Eso es todo lo que recuerdo de ese jueves, o más bien de esa noche. De lo demás, no tengo idea.

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III. La puerta.

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Llegamos a la oficina, fiel cómplice del que ya no estaba entre nosotros, y nos sentamos en silencio. Miré las paredes repletas de fotos. Me llamó la atención una en particular donde se podía apreciar a nuestro querido Miguel con todo su garbo de juez, ocupación que había llenado su vida en todo sentido. Fuerte, pero cansado, firme, pero agotado. Tenía los mismos ojos de José… esa misma mirada. Sumida en tales pensamientos (y proponiéndome ir a la cocina a buscar un café) escuché el timbre. Como era la menos afectada dentro de los habitantes de la casa, fui a ver quién era sin titubear. Miré por el ojo de la puerta. No lo podía creer. Era el hombre misterioso, el mismo que había dejado abatido en la angustia a mi amigo. Venía con la mujer del auto. Fui  buscar a José.

 

–       Tienes que ver esto- le dije apuntándole la puerta.

 

José palideció y abrió la puerta.

 

-Yo…- dijo el famoso hombre tratando de mirarlo a los ojos.

– Nosotros- lo interrumpió la mujer- bueno, él tiene algo importante que decirle. Vamos, dile.

– ¿Ustedes me han estado siguiendo?- preguntó José.

– Dile- dijo la mujer.

– Mujer sé prudente, por Dios santo- contestó el hombre.

– Es que no puedes estar jugando con esto. Habla ahora. Mira, este chiquillo está sufriendo. Su papá acaba de morir. Dile, habla, entrégale las palabras que puedan calmar un poco su angustia. ¡Un poco de humanidad, por favor!

– Si me dejaras hacer las cosas a mi sería todo tanto más fácil- le contestó el hombre.

– ¡Ah, verdad que te ha resultado todo! ¡Ja! Vuelve a armar tu vida primero mejor será.

– Discúlpela… está un poco alterada- le dijo el hombre a José.

– Me interesa que me explique, señor- contestó mi amigo.

– Yo conocía a tu papá. El juez Miguel Blanco fue uno de los mejores hombres que he conocido.

– Al punto, al punto, vamos, vamos- dijo la mujer haciendo un gesto de ofuscación.

– Yo conocía a tu papá- reiteró cerrando los ojos- uno de los mejores. Lo apreciaba, lo quería. Y hay cosas que tú debes saber en honor a la verdad.

– ¿Esto tiene que ver con el supuesto suicidio?

– Todos sabemos que don Miguel no se suicidó. Primero, están sus principios, su religión. Después, su corazón de guerrero, su fuerza. Imposible. Eso del suicidio no se lo traga nadie. Aquí hay algo más. Y es mi deber que sepas. Que la familia sepa. No importa qué es lo que pueda pasar conmigo después. Estoy dispuesto a aceptar el reto.- dijo emocionándose, al borde de las lágrimas.

– Íbamos a tomarnos un café- dijo José mirándome cómplice- ¿nos acompañan y hablamos? No es tema para discutirlo en la puerta de la casa.

Por primera vez, desde que había muerto Miguel, el famoso juez Miguel Blanco,  pude atisbar un dejo de paz en José. El ya no tan enigmático hombre de la puerta le daba las llaves para la esperanza.

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