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Marraqueta.

Una antigüedad del recuerdo. Recopilando antes de volver a la carga.

marraqueta

Marraqueta

I.

¿Televisión Nacional? No lo sé bien, el punto está en que nuestro presidente estaba hablándole a su pueblo mientras yo escuchaba el sonido de los tambores de mi hermano, provenientes del subterráneo. Creí notar que murmuraba algo mientras llevaba el ritmo en la batería. Pensé en que sería una grabación. Año nuevo. Me dije a mí misma: “Una bonita manera de despedirse”. Imaginé luego la sangre o el cadáver sin rastros de líquido alguno. Seguí mirando al presidente que hablaba algo de un proyecto educacional y de los “dineros nítidos”. Apagué la tele para concentrarme en mi marraqueta con queso.

Nada de sangre ni despedidas. Todo estaba en su lugar como nunca. Darían luego las doce cero cero del nuevo año y sólo una copa quebrada se saldría del contexto perfectamente pensado. Las viejas con olor a bronceador corrían por las calles maletas en mano, pensando que ese acto las llevaría a viajar durante alguno(s) de los nuevos 365 días. Yo, muy por el contrario, pensaba vivir un estanco; ya estaba bueno de escapar por lugares extranjeros. Ahora vería qué podía producir mi cabeza y la ciudad de Santiago. Si bien es verdad que amo el sur apasionadamente, casi obsesivamente, es también cierto que cada uno de nosotros puede ser su territorio preferido de vez en cuando. Al menos lo deberían intentar. Puede ser una buena experiencia. En serio.

Una amiga decía que me gustaba irme de viaje por el infierno; sin embargo, yo siempre anduve por espacios neutros, libres de conflictos. Nunca me arrepentí de hacerlo. Y cuando salga de estas páginas, lo seguiré haciendo. Eso lo aseguran mis dedos sobre las teclas. Son los mejores compañeros que me pueden ayudar a alcanzar esa meta.

II.

Antonia toma un papel y escribe: “¿Televisión Nacional?…”, teniendo en mente su marraqueta. Se acabaron para ella los viajes y los contratos de seguridad a largo plazo. Ahora, tiene que salvarse ella misma y espera que esas palabras la guíen por buenos senderos. Partir de cero otra vez. La desconcentra el ruido que hace su hermano tocando batería. Se levanta y va hacia la puerta que da al subterráneo. Cuando el de su sangre se cansa de tocar, ella aprovecha el momento y le grita: “Hey, nada de grabaciones, de despedidas ni de rojo abundante en Año Nuevo, ¿entendido?” Él sale de su ocupación y le regala una sonrisa: “¿De qué hablas, loca?”, le dice riendo. Ella se aleja aplaudiendo.

Le gusta que le crean sus historias paralelas.

Porque, en todo caso, ella misma podría ser una.

La autora pide las disculpas pertinentes al caso si es que, a pesar de las contingencias, se han sentido dolidos, ya que parte de este manuscrito lo creó postrada y quizá, quién sabe, algún fluido que no solía estar en ese lugar interfirió en el funcionamiento normal de sus neuronas. Seguiremos, pues, sin locuras y con las historias paralelas. Todo a partir, recuerda Antonia, del deseo por una marraqueta con queso.

Su abuela había muerto hacía unos cuatro años atrás y ella no usaba hablar de ella. O mejor dicho, en este caso en concreto, escribir sobre. En sueños sólo lograba la presencia de su abuelo también difunto. Suponía que le era más fácil recordar la figura pseudo cinematográfica de él, tal vez porque antes no lograba descifrar el arte que existía en los días que la había visto justo antes de morir. Un día en efecto. Antonia había llevado un libro a la clínica por dos razones: uno, porque la evasión era uno de sus efectos y la podían sacar de cualquier situación incómoda y, segundo, porque tenía prueba al otro día. Nada serio en todo caso. Finalmente, el libro le ayudó. Entró a la pieza y ahí estaba la anciana en un estado realmente penoso. Antonia le besó la frente y le habló una cuantas palabras. Lo único que recuerda de esa conversación es que en algún minuto su abuela le empezó a preguntar acerca de lo que pensaba hacer con su futuro académico. Luego de la respuesta de su nieta, ella le contestó: “Sí, si tú vas a ser una artista”. Ella se quedó pensando y asintió sin mucha seguridad con la cabeza. Luego se sentó a su lado y se puso a leer. Poco se pudo concentrar con el ruido de las máquinas que la mantenían con vida. Posterior a eso, casi nulas veces pudo tolerar la música electrónica: ésta era para su persona como exposiciones con fetos muertos. La sequía. El Apocalipsis abofetéandole la cara, recordándole a cada instante: “Hola, amiguita, no te puedes escapar”. A veces eso la hacía reír, otras no.

“No te voy a dejar”, le había prometido Pedro, un amigo que nunca más había vuelto a ver. Las secuencias imborrables de ausencias la hacían pensar en una máquina amable (sin dolores ni ruidos) que lograran reunir a todos los lejanos y cortar conexiones con aquellos indeseables. Ése, ese aparatito sí que sería bienvenido en su reino. Sí. De hecho, ella no le negaba a su conciencia la existencia imborrable de la pieza que quedaba cerca del lavadero. “Experimentos”, se decía a sí misma, “Qué haría yo sin mi cabeza que no se contenta con lo obvio”. Latente estaban la mayoría de las cosas; sin embargo, Antonia sabía y siempre aclaraba, incluso, que uno encontraba ciertos instantes en que era de necesidad absoluta “entrar a picar”, examinar, indagar, exorcizar, cortar, pegar, copiar y extirpar. Una cosa que la sacaba de su cabales, era que su madre se acercara a la puerta del cuarto famoso: en esas circunstancias difícilmente recordaba que aquella era su progenitora y se portaba como una mujer poseída por toda una legión de ángeles caídos. “¿Malos olores?”, le gritaba desde dentro, “Soy limpia y prolija, no me vengas con esas idioteces, además, lo que pase aquí dentro es de simple incumbencia mía y de nadie más en absoluto ¿entendido? Ahora, lárgate a tus piezas con agradables olores a flores artificiales. Gracias”. Y se iba la mujer. Así cada vez que se repetía la escena y Antonia aprovechaba su herencia literata para inventar un nuevo monólogo que ahuyentaba las suspicacias.

Cada una de las partes de su invento de metal, tenía un nombre; una de ellas se llamaba Pedro, en honor a todas las posibilidades de Pedros que existían en nuestro planeta: perdedores, medios genios, exitosos o, inclusive, donjuanes. En honor a lo que no había sido, a las separaciones y por el futuro próspero de su amigo.

Supe de una vez que se quebró el brazo forcejeando con algo junto a la máquina. Si no hubiera necesitado abusar de los movimientos que le permitía el espacio, seguramente no se habría molestado en arreglar el desperfecto físico… quizá como un acto de autocontrol, algo así como aprender a obviar el dolor… En definitiva, se rindió ante esas posibilidades y tomó el camino común, el que su madre hubiera querido.

Los animales también solían acompañarla, el problema estaba en que casi nunca salían de aquel sitio y eso le empezaba a molestar a sus padres desde el momento en que los vecinos habían empezado a llamar a casa preguntando por sus mascotas perdidas.

Había una pieza en la casa, en el segundo piso, que estaba desocupada. El caso era que estaba sin terminar. Eran exactamente veintidós años los que llevaba de ese modo. Seguramente todos hubieran preferido que se ubicara allí con todas sus extravagancias, pero ella se negaba argumentando que no le gustaba estar en lugares a medias, sin identidad, por lo que permanecía en su cueva con una sonrisa que a veces parecía mueca.

No le gustaban las sorpresas mal intencionadas. Lo repetía siempre.

Cierta tarde un tormentoso ex novio llegó a verla. Su mamá le dijo a dicho hombre que, para variar, se encontraba en el subterráneo. Que viera si Antonia se dignaba a abrirle la puerta. Unos pasos hacia abajo, toc, toc, toc. Al percatarse de quién era, la heroína contestó:

  • No confío en tu nombre, ése, es de traicioneros. Conozco a varias mujeres que pueden afirmar mi teoría. Sería mejor que fueras al registro civil, de otra manera tu destino va a ser obvio.

A lo que recibió por respuesta:

  • Mira, cabra chica, no estoy para tus juegos ahora. Ábreme.
  • Por favor.
  • Por favor.

Sin muchas ganas, Antonia dio vuelta la manilla de la puerta, y así fue cómo el hombre en cuestión fue el único en conocer su secreto antes de tiempo. No se escuchó nada durante hora y media, mas cuando su visita se alargaba a más de dos horas, la madre de Antonia pensó oír algo así como un llanto, aunque la verdad es que no se preocupó demasiado. Después, comenzaron gritos, cosa que a la ex suegra le recordó la igualmente ex relación tormentosa. Eso sí la asustó un poco. Por eso se decidió a acercarse a la pieza para escuchar.

  • ¡Egoísta! , eres un monstruo, Antonia. – Alcanzó a oír que le decía el hombre.
  • Sí, sí, todo lo que digas… pero ándate rápido de esta casa, no vuelvas nunca y llévate tu caja; si quieres tírala por ahí, quémala o lo que sea, porque a mí no me interesa. Y no, no soy un monstruo, o por lo menos esa no es la definición correcta. Mal intento. Acuérdate que algunos solían decirme Ma…
  • No me interesa. Realmente eres una mierda y quiero que eso te quede claro. Un mierda…
  • Sí, está claro. Soy rápida.

La madre de Antonia imaginó la cara que debería estar poniendo su hija, con los ojos bien abiertos y la mirada fría, técnica. Pensar eso le ocasionó un dolor en la mitad del pecho, así es que subió las escaleras y se fue a recostar. Sabía que la tormenta ya había pasado.

Pero el diálogo continuaba y él le terminaba por decir:

  • ¡Estás loca!… me da pena ver todo esto. Y veo sigues escribiendo estupideces. Ja, si supieras que no vas a llegar a ninguna parte, que estás perdiendo el tiempo.
  • Es cosa mía. El tiempo no lo pierdo porque es imposible; extraña afirmación la tuya. Y, mira, justamente, estaba escribiendo el final de este cuento, de tu historia. Lo último, antes de que salgas de esta casa y no vuelvas a pisar mi propiedad, va a ser saber tu final.
  • Hey, relájate, ya empezaste con tus instintos psicópatas, me voy…
  • Oye si no te voy a asesinar ni nada parecido, por el momento, no. Sólo quiero leerte tu final… y el mío… para qué estamos con dobleces…

El hombre se quedó tranquilo, ella tomó un papel recién impreso, lo miró a los ojos, casi como lo hacía cuando estaban juntos, y comenzó leyendo:

“…Me propuse ponerme a caminar sin mirar atrás, aunque me congeló la voz de Casandra que me preguntaba si lo amaba y que si así sucedía me podía quedar con él. “No lo amo”, le dije “Ya no sé qué amo”. Me hizo mirarla a los ojos y me susurró al oído: “Entonces deja de tomar papeles que no te pertenecen; vive de lo que es tuyo y no de lo que algún día lo fue”. La lluvia. Cada vez más fuerte y violenta. Supuse que eso era lo que algunos llamaban purificación. “¿Sabes?”, le respondí “Tu hijo hace un momento estaba muerto. Ahora ves que no es más que plena vida. Yo hace tiempo ando buscando algo como eso y no creo haber encontrado cosa tan llena de vitalidad y sin contradicciones. Quizás la lluvia sea lo menos parecido a la muerte. Tal vez.”. La mujer me regaló su última sonrisa y agregó: “Puedes irte”. Recordé a mi abuelo y me puse a caminar.”.

El tipo la quedó mirando como si no hubiera entendido ni una sola palabra. Miró su reloj y le dijo a Antonia que debía irse.

  • ¿Y no me vas a decir nada al respecto? – le preguntó ella.
  • Creo que ya estás lo suficientemente trastocada como para que yo te esté dando opiniones acerca de tus patologías. Lo único que puedo agregar es que no tienes vuelta atrás y que, como decía antes, no cabe duda de que eres una bazofia.
  • No has entendido nada.
  • Lo que pasa es que tú no te sabes comunicar. Siempre ha sido tu problema.
  • El verdadero obstáculo es que tú nunca has sabido leerme, no pones atención…
  • ¿Que no te sé leer?
  • A ver, un ejercicio, deletréame.
  • ¿Deletrearte? ¡Ya estás hablando estupideces!. Me voy de aquí…
  • No, espera, lo que pasa es que ya no sabes jugar. Te llegó el disfraz de joven adulto y ahora no sabes salirte de tu rol.
  • Sí, sí, sí. Ahora sácale la llave a la puerta por favor que quiero salir.
  • Bueno, está bien, en todo caso no te necesito para nada aquí dentro. Pero, lo último, déjame pedirte que te lleves los zapatos rojos.
  • ¿Para qué, crees que a mí me gusta vestirme de mina?
  • No, es simplemente que no los necesito. En realidad, no les tengo ningún cariño, me traen malos recuerdos y, como sé que tú no te vas a volver a aparecer por acá, me da un alivio saber que no los volveré a ver.
  • Mírate, lo dices así, fría, sin escrúpulos, matando, olvidando por capricho… me das pena… pero te odio tanto que no te tengo compasión.
  • ¿Me odias? ¿Y qué haces acá entonces?
  • Intentaba salvarte, eres una de las pocas personas que siento conocer tanto y pensaba que me ibas a escuchar, pero veo que tu intención de que desaparezca no tiene vuelta atrás.
  • Bueno, toma la bolsa con los zapatos – le dijo abriéndole la puerta-, te puedes ir.
  • Y no te quiero volver a ver nunca más.
  • Yo tampoco.
  • Estás maldita, mujer.
  • Es una posibilidad- le dijo cerrando la puerta tras de él.

III.

Tengo frío. Bajo mis pies, diarios esparcidos sobre el suelo. Los piso. Cruje. Y el congelamiento y la idea de que este hombre se acaba de ir. Que no vuelva más, Dios, que no vuelva. Soy mi territorio preferido, gran descubrimiento. Eso me relaja. Pero la incertidumbre está ahí, no me permite cerrar bien los párpados. Algo hay que hacer: ¿Mirar, acaso, lo que está escrito en el diario? Relájate, relájate. Mi territorio preferido, recuerda, yo soy, yo. Página C 11: “La (necesaria) vigencia del arte sagrado”. El paréntesis me ilumina: se acabó la historia. La máquina está lista y esta vez si que no voy a dar paso atrás. No. Voy a buscar un cuchillo a la cocina y final del cuento. Así de fácil. Sin llantos ni quejas. “Medea, Medea, Medea”, me repito. Máquina sin corazón. No, no, no. Nunca me quedó bien esa etiqueta. Renuncio. Pasos hacia arriba. La cocina y mi madre. Me mira con suspicacia. “No pasa nada, mamá”, le digo, “Un cuchillo. Sólo busco un cuchillo”. Cierro el cajón. “¿Y qué quería ese niño?”, me pregunta. “No sé”, le respondo. Abro la puerta para bajar hacia mi paz, pero me detiene algo. Parezco en pausa. Doy vuelta la cabeza y me percato de que se acerca mi papá. Algo hablan con mi madre. Vuelvo en mí. “Padres míos”, le digo, “los quiero mucho”. Me alegra el hecho que mi mamá esté distraída, así es que aprovecho la oportunidad para bajar rápidamente. Adentro de la pieza huele bien. Me siento a gusto. El dolor en la garganta ya va a pasar, lo sé, no podría ser de otra forma. Miro con orgullo mi máquina. La prendo y veo que todo empieza a suceder según lo dispuesto. “Todo es bueno”, me digo recordando algo que no sé bien de dónde lo saqué. Dejo el cuchillo sobre una mesa. Diez segundos, quince, veinte. Perfecto. Cuarenta, cincuenta, sesenta. Voilà. “Brindo por mi máquina, por lo que viene y por dejar de pensar”, digo alzando mis manos, “Donne ch´ avete intelleto de amore…”, agrego tomando posesión de las palabras pertenecientes al gran poeta. Agarro el cubierto afilado entre mis manos y corto la marraqueta con queso que acabo de calentar en mi nuevo invento casero. Se escucha la voz de mi madre que me grita preocupada: “¡¿Qué era ese ruido, Antonia, qué está pasando?!”. Abro la puerta y le pido que entre. “Tranquila, mamá, era mi microondas personal”. Se queda mirando sin saber cómo reaccionar. Finalmente, me toma la mano y me dice: “Y ¿en qué estabas pensando todo este tiempo, hija? ¿qué clase de trauma te produce ese tipo que te hace inventar estas locuras?”. La miro. Le sonrío. Me dan ganas de rascarme la cabeza, pero me abstengo.

IV.

Sin despegarse de la mano de su progenitora, Antonia le contestó: “Ninguno en absoluto. Y no pensaba en nada, excepto en mi marraqueta con queso”. Luego, le regaló una de aquellas sonrisas que parecían mueca; sin embargo, esta vez fue más plena. Y los ojos, los ojos permanecieron en su lugar, no se desorbitaron, aunque denotaban ganas de jugar. Tendrían tiempo para aquello luego, sin lugar a dudas.

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IV. Ese jueves mientras regaba la orquídea.

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Resumiré en una corta frase, lo que a nosotros nos tardó cuatro horas entender y de por medio, muchas tazas de café.

Según Pedro, el antes nuestro sospechoso, Miguel fue asesinado luego que descubriera la verdad en torno a una investigación secreta que lo había mantenido absorto durante mucho tiempo. “Don Miguel sabía que si descubría la verdad de todo eso, moriría, pero no le importaba”, afirmó.

Todo lo demás que pueda decir de aquella conversación se define entre hipótesis, teorías, y recuerdos, pero nada nuevo que pudiera esclarecer en algo lo que nosotros ya sospechábamos.

Seis días pasaron desde que conocimos a los que se transformaron en nuestros colaboradores: Pedro y Jenny, su mujer, hasta ese jueves. Ese día, después de terminar un cuento que debía entregar a la editorial, estaba lista para irme a casa de José, como lo había hecho durante todo ese tiempo, cuando recibo un mensaje en mi teléfono que decía: “No vengas, no estoy en casa”. De inmediato le respondí: “¿Cómo vas, todo bien?”. “Claro que sí. Todo bajo control”, escribió al instante.

No quise insistir para que no sintiera la presión de tener que soportarme y luego decidiera que sería mejor que lo dejara solo en su búsqueda. No. Por ningún motivo me hubiese arriesgado a quedar marginada de todo esto, así que el mensajeo terminó en un, “Ok”.

Mi naturaleza de mujer hizo que de inmediato comenzara a pasarme mil y una películas por la mente. Historias como: que había descubierto la verdad y prefería no contarme. O que los asesinos lo habían secuestrado y estaban a punto de matarlo, no si antes torturarlo, por supuesto. O, por qué no, quizás tenía algún romance o relación con alguien y pese a que lo nuestro había acabado hacía mucho, era mejor que yo no supiera y así evitar malos entendidos. En fin, traté de ser más racional y en mi afán de olvidar todas esas tonterías, decidí regar las plantas. Mientras regaba la orquídea, me puse a pensar qué habría pasado con el teléfono de Miguel. Cómo era posible no haber pensado que tal vez ahí estaba la verdad, o por lo menos algo que pudiera ayudarnos a descubrirla. Llamé a José para decirle lo que se me había ocurrido, pero respondió la grabadora. Luego, le envié un mensaje de texto, diciéndole que necesitaba hablarle, pero no me respondió. Esperé creo que quince eternos minutos y sin pensarlo tomé mi cartera y llaves para ir a su casa.

Justo en la esquina antes de llegar, mientras me detenía en un disco pare, vi que había un par de luces de la casa que estaban encendidas y una moto frente de la puerta. No sé si fue por miedo o qué, pero decidí estacionar fuera de la casa de al lado. Dudé si tocaba o no el timbre, de todas maneras tenía las llaves que José me dio cuando todo esto comenzó. Decidí entrar.

No había puesto el segundo pie dentro la casa, cuando enseguida reconocí la risa de José y la de alguien más. Me extrañó pensar que pudiera estar de tal humor porque hacía mucho que no lo veía así. Sin dudarlo dos veces, casi medio gritando le dije: “¡José, José, permiso!”.

Creo que no tardó más de un segundo en aparecer. Su cara estaba desfigurada y sus ojos, como tantas otras veces, me asustaban.

“¿Qué haces aquí?”, me preguntó. Te pedí que no vinieras, dijo agresivo.

Por un momento, que juro solo duró un respiro, pensé que toda esta situación no era normal, algo pasaba, así que debía actuar con naturalidad.

Mirándolo a los ojos, dije lo primero que se me vino a la mente: “José, sabes que soy un desastre. Olvidé pagar la cuenta de la luz, así que no tendré electricidad hasta mañana”, le dije. “Y como tengo las llaves y pensé que no estarías, decidí venir. Pero si estás ocupado, me voy”, dije mirándolo con naturalidad.

Estaba muy inquieto: “Espérame en el living» me dijo. Dando media vuelta, retrocedió y agregó: «Quédate ahí hasta que yo venga».Y se fue.

Eso es todo lo que recuerdo de ese jueves, o más bien de esa noche. De lo demás, no tengo idea.

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I. El pánico.

Y bien, después de mucho volvemos con un nuevo proyeto: la que escribe junto a Camila Rodríguez, nuestra enviada especial en Canadá, crearemos en conjunto una pequeña novela por entrega. ¿Cómo será la metodología? Simple, cada semana publicaremos un capítulo. Así, el ejercicio escritural consistirá en seguir la historia con lo que la otra haya tejido recién. Sin ponernos de acuerdo en nada, elaborando según lo que dicte la inspiración.

Debo decir entonces que le doy la bienvenida al capítulo nº 1. Amén.

 

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I. El pánico.

«Si alguien se llegara a enterar, no podría resistir el pánico», habría escrito Miguel antes de suicidarse. Eso me estaba contando José, su hijo, cuando se le derramó el café. Sus manos temblaban y miraba a alguien que pasaba por fuera del restaurante. “Creo…”, me susurró, “creo… o estoy casi seguro, cada vez más, creo, tú sabes, y yo… que puede no haberse tratado de un suicidio. Conoces todo lo que sabía mi papá, sus investigaciones, sus luchas, sus peleas, pero esto último… esto nadie lo sabe, incluso yo no creo estar seguro de qué se trata.”

No sé por qué me molestaba el suelo sucio y el mozo en su intento de limpiar el café. A veces las cosas se deberían dejar así, pensé, aunque en este caso era mejor llegar al fondo del asunto.

José miraba hacia la calle. Se le empañaban los ojos cada tanto y tomaba aire para volver a retomar la palabra. Yo conocía a su familia desde muy pequeña y si había algo que podía dar fe acerca de  su papá era que la integridad lo definía por completo. Un pan de Dios y un justiciero. Por eso mismo no me llamaba la atención que tuviese tantos problemas y enemigos a lo largo de su vida y por ende el cuento del asesinato me hacía bastante sentido. Yo miraba a mi amigo y me limitaba a escuchar, a sentir y tratar de contenerlo, pero qué tanto podía hacer cuando no había pasado más de una semana desde que Miguel había dejado de estar entre nosotros. Ahora era un pañuelo. Nada más que eso. Después podía ser, quizá, un arma.

El pánico. O algo parecido al el horror de “El corazón de las tinieblas”, el mal profundo en el corazón del hombre, nuestra naturaleza bañada en barro y ríos de sangre. El café en el suelo y el olor a desinfectante en el trapo del mozo. “Mata el 99,9 de gérmenes y bacterias”. Por Dios qué importante era ese 1%. Ahí estaba la clave. En eso justamente estaba pensado mientras me hablaba cuando José se levantó de golpe de su silla y salió corriendo. Me fijé que había dejado su bolso del computador, así que lo tomé rápidamente y lo seguí. Iba tras de un personaje que había estado mirando desde el inicio de nuestra reunión. El tipo corría sin mucho éxito porque era cojo por lo que no me alarmé y me aseguré que José lo alcanzaría más temprano que tarde. Pero cuando llegó a la esquina de la calle un auto frenó y se llevó al susodicho. Alcancé a ver a una mujer de unos 40 ó 50 años que manejaba. ¿Su cara? Podría decir que me sonaba familiar, correspondía al prototipo de mujer chilena. En fin, si saliera en el diccionario una definición de “chilena” una foto de ella podría ayudar de mucho. No sé si me doy a entender. Bueno, a los hechos: José retrocedió abrumado y fue hacia mi. Me abrazó y en un hilo de voz me dijo: “Lo vi en el funeral de mi papá. Ahí estaba. Nadie supo decirme quién era y ahora, cuando se dio cuenta que lo estaba observando y quería preguntarle, salió corriendo.”

Lo fui a dejar a su casa, regalándole palabras en el camino que intentaran calmar su incertidumbre. Trataba de convencerlo que se trataba de una coincidencia, que quizá el tipo se había asustado por cómo se había aproximado, bla, bla, bla. Cosas que ni me las tragaba yo en verdad, todo tratando de calmar su angustia. Lo cierto es que sabía que José iba a llegar a su casa a pensar en lo sucedido y trataría de averiguar lo más posible sobre el caso. Y sinceramente lo mismo hubiese hecho yo.  ¿Qué podía hacer para ayudarlo? Quizás no demasiado, pero algo tenía en mente.

 

 

 

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Un dulce cadáver exquisito.

cuerpo

Mis alumnos del Taller de Escritura Creativa de la Universidad de Los Andes realizaron este cadáver exquisito como primer ejercicio colectivo. La idea era rescatar de manera individual algo más coherente y atractivo de la propuesta inicial que hicieron a nueve manos. Así fue cómo encontramos el cadáver…

Entrada la madrugada, el sujeto se deslizó por la puerta y sacó de su chaleco negro un cuchillo. Tenía que ser rápido y actuar sin titubeos; ante el mínimo estremecimiento todo se iría a la mierda en un instante. Pero en medio de todo recordó que en su bolsillo se hallaba el último cuchuflí. ¿Cómo lo usaría? ¿Cuándo sería el preciso instante en que todo se llevaría a cabo? No era tiempo aún de saber la respuesta, quizá otro día se decida a usarlo. Después de todo, la decisión es un problema delicado. Se recuerdan casos, por ejemplo, de cómo este instrumento electrocutó un gato. El pobre jamás había causado mal alguno, pero un día decidió salir a pasear.  Con un par de sandalias  y 62 pesados años en el cuerpo, se decidió a hacer lo que nunca había hecho: pedirle al vecino que dejara de tocar batería. Sin embargo, el vecino no estaba. Descubrió que no era más que el arrítmico palpitar de su cerebro. Todo se hacía, de pronto, difuso. Sólo podía ver a su propia sombra que le pedía un cigarro. Se lo cedió con una sonrisa cadavérica. Esa maldita sombra lo estaba dejando sin cigarros, y era hora de deshacerse de ella. Se encasquetó el sombrero verde limón y salió tarareando a la calle. Mientras tarareaba una dulce melodía, su loro verde limón, a juego con su polera, la seguía volando por sobre su cabeza y llamando la atención de todo el pueblo. Pero pronto la desviaban para fijarse en que todos los animales la seguían sólo por su música. Y era cierto, los animales escuchaban aquellas misteriosas melodías y no podían evitar seguirla. No era que quisieran saber de dónde provenía, para eso no tienen entendimiento; escuchaban los ritmos y quedaban como hipnotizados. Pero después de todo no importaba. Como la luz rota entre las hojas de los árboles, sería como si nunca hubieran estado en otra parte ni en otro momento. Quedarían suspendidos en eso que sonaba diluyendo su voluntad.

Trinidad Barriga

J. Tomás Fuenzalida

Alfonso Herreros

Magdalena Navarro

Ismael Sánchez

J. Agustín Silva

Felipe Stark

Ignacia Ugarte

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Una historia con huella de perro.

Andersen

Para Clarita.

Blanquita era una linda cachorra que había llegado a alegrar a un matrimonio y su pequeña hija de un año. Tenía la suerte de tener una vida tranquila en la casa de campo donde vivían. Ella les daba color a la vida de sus amos, en su compañía olvidaban algunas penas pasadas, como lo mucho que les había costado tener hijos. El día que había llegado a su nuevo hogar se había encontrado con una especial pareja de “pájaros inseparables” que tenían sus dueños en una jaula, y los había escuchado hablar bajito: ella es una perra de paz, no hay peligro, habían dicho. Y era verdad, con Blanquita los pájaros no corrían riesgo alguno, a ella sólo le interesaba jugar, dormir y comer. Había suficiente espacio en el jardín de la casa, por lo que se sentía muy feliz. Tenía todo lo que quería. Podía divertirse corriendo y descubriendo todo con el bebé del matrimonio y los pájaros con el tiempo se habían hecho grandes amigos de la cachorra. Le encantaba su canto y todas las historias que le contaban acerca del país de donde venían. Todas los cuentos que les contaban hablaban de animales que trabajaban día a día por su comida y su familia, y a ella le parecía gracioso e interesante a la vez. Me encantan todos sus cuentos, le dijo un día Blanquita al matrimonio de pájaros, me gustaría ser como los héroes de los que hablan. No imaginaba ese estilo de vida tan lleno de dificultades. Parecían pájaros mágicos, pensaba ella, y opinaba que hacían un matrimonio perfecto: nunca nunca nunca los había escuchado discutir; eran lo más parecido a los humanos según su entender. Pero creía que mejores. Reían, jugaban, comían y se arreglaban las plumas mutuamente. Blanquita se sentía parte de su familia, era como la cría que no tenían. Si le hubieran preguntado qué hubiera preferido, si ladrar o cantar, seguro hubiera respondido que cantar como las aves, ¡así de grande era su admiración!

Cada vez que llegaba la primavera, ella y los pájaros sentían que no podían ser más felices: los árboles daban sus frutos, las flores se abrían y bailaban bajo el sol, los animales corrían gritando: ¡ya va a nacer! ¡ya falta poco! ¡bravo, bravo ¡yujuuuuu!, anunciando que pronto serían más y más en sus familias, y la temperatura los invitaba a estar todo el día descansado bajo el abrazo de la luz. Pero cierto año la primavera fue rara. Muy rara. El tiempo no había sido cálido como siempre, el sol se escondía, incluso llovía a veces. Los animales en general estaban confundidos, se rascaban la cabeza tratando de entender cómo las montañas podían estar nevadas en esa época del año. Una fría mañana, Blanqui fue a comer su desayuno que con cariño siempre le dejaba su amo, y le llamó la atención que los pájaros seguían durmiendo adentro de la casita que estaba en su jaula. ¡Qué flojos estos!, pensó, pero bueno, a cualquiera le dan ganas de quedarse en la cama con esta helada. Lo que no sabía la cachorra era que el frío era uno de los grandes enemigos de los inseparables y que ese día había sido el día con menor temperatura del año. Entendió todo cuando vio que sus amos abrían la casa de la jaula. Una lágrima había caído por la mejilla de su ama y la familia se había abrazado con fuerza. Los pájaros no se despertarían porque estaban muertos y se habían ido al Cielo, le decían a la bebé, mientras Blanqui miraba cómo las aves habían fallecido apoyando su cabeza uno sobre el otro, con cariño, agradeciendo a Dios que, como su nombre lo decía, se iban juntos. El sol estuvo escondido todo ese día; la cachorrita sentía que también estaba negro su corazón. Se sentía huérfana. No quiso comer, no quiso beber ni jugar. Echaba de menos a sus amigos, el canto y las historias. Sólo cerró los ojos e hizo como si estuviese durmiendo, pero no pudo ni soñar. Al día siguiente, sus amos, preocupados, la sacaron a pasear. Le dijeron que la necesitaban para alegrarse, que a ellos también les daba mucha pena, pero que la vida seguía. La bebé la abrazó y acarició y fue en ese instante cuando Blanqui recordó que todas las historias que les contaban sus amigos pájaros eran sobre animales que terminaban siendo héroes, que luchaban todos los días, aunque pareciera que no tenía mucho sentido, por su comida, por su familia, por sus amigos. ¡En ese momento entendió! Una ampolleta perruna iluminó su cabeza y supo que ella estaba viviendo uno de esos cuentos, ya no era fantasía, ahora era realidad, y ella no estaba huérfana, sino que su familia siempre había sido esa, la de humanos. Ese matrimonio no tan perfecto con una bebé juguetona y tira cola. Esa era su historia y ese sería su canto. A partir de ese día ya no tuvo más pena y empezó a escribir su propia leyenda, una historia con huella de perro.

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Envidia de dioses

Passing in Victoria Station, London (1951)/ Public Domain / Taken from the Toni Frissell Collection

Passing in Victoria Station, London (1951)/ Public Domain / Taken from the Toni Frissell Collection

Él escribe sentado en un vagón del Metro: “No había visto, una mujer tan….” No, no. Lo borra todo, mejor. “Me alegraste el día.” No. “Quién fuera…” Muy básico. “Mijita usté tan…” Em, no.

El hombre piensa: “es mejor esperar a que se baje del metro y decirle algo rápido, aprovechando a que se van a cerrar las puertas y todo estará a mi favor.” Estación Universidad de Chile.

“Eh, disculpa.”

“¿Sí?”

“Qué linda que eres… preciosa.”

A la mujer, tomada por sorpresa, se le rompe el taco, se le dobla el tobillo, cae de boca al suelo y llora de vergüenza. Se para rauda a la vez que impreca su suerte, se arregla la ropa y camina cojeando sin mirar atrás. Él, antes de perderla, le grita: ¡divina!

Maldita, maldita envidia de los dioses.

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Jueves

Boissevain for Womens Suffrage, 1913. Library of Congress, Prints and Photographs Collections.

Boissevain for Women's Suffrage, 1913. Library of Congress, Prints and Photographs Collections.

Para Carlota el mundo era un redondo y perfecto jueves. A veces la vida tenía sus fenómenos extraños, que últimamente sucedían cada vez más seguido, pero todo estaba en orden en ese pequeño, ritual y único jueves. Claro que el día de Júpiter tenía vueltos locos a todos los familiares que vivían con ella. Ningún psiquiatra había podido explicar por qué esta anciana mujer estaba segura que, fuese el día que fuese en que le preguntaban en qué fecha estaban, ella decía que no sabía el número, pero que sin duda era jueves. Claro, demencia senil decía el neurólogo, ahí está, pensaban los familiares, ahora entendemos todo. Con razón.
Carlota añoraba su casa de casada en donde tenía todas sus cositas. Se preguntaba si esta Navidad podría pasarla allá, recordando cómo su difunto esposo se ponía cada vez más dulce en su agonía. Recién a esa edad le había empezado a gustar la idea de estar casada, aunque su esposo estuviera gravemente enfermo, todo cobraba sentido. El día en que Carlos, su marido, expiró, le había preguntado por lo menos diez veces qué día era. Carlota se había enojado y le había dicho que hasta cuándo le preguntaba lo mismo. Para que se dejara de repeticiones, le había puesto una hoja escrita al frente de él en donde se leía con color rojo: “Hoy es jueves”. Ese mismo día Carlos abrió los ojos, ya sin fuerza, preocupado, angustiado por el hecho de que su Carlota lo podría olvidar. Lo último que leyó antes de morir fue que ese día era el cuarto de la semana. Era un jueves común y corriente que nadie recordaría sin esfuerzo, excepto ella.

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