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Despertar

Lo peor no fue salir de la anestesia general. De hecho, fue un agrado no enterarse de nada. Lo digo y qué, es como para recurrir a esos medios cuando vuelva algo más de horror. Lo peor fue despertar y ver que la anestesista que yo creía apóstol de Patch Adams tenía “The lost symbol” de Dan Brown en su mano. Quizá fue una locura post operatoria, quizá lo imaginé. De todas formas fue una broma de muy mal gusto de mi ¿inconsciente? Malvado instinto de supervivencia.

Después pensé que quizá en el pabellón había estado hablando tonteras: de literatura y en una de esas hasta peleando con los doctores. Pero estoy segura que no hice eso, me había preparado mentalmente para ser amable y no regalar mi vida a una anestesista con falta de sueño.

Ahora vuelvo a recordar mi vocación y que creo en eso. Y sé que he escrito poco. Y que si de alguna manera no vuelvo a consumir libros como antes y a escribir y a creerme todas esas cosas y a ser matea y a tener hábitos todo se va a ir al carajo y, una de las peores cosas, el mundo va a estar plagado de anestesistas que lean a Dan Brown. No culpemos a los doctores por no saber en qué poner su concentración; si yo durmiera así de poco creo que mi pastor sería, con esfuerzo, Yingo.

Los ángeles a veces son anestesistas con señales de advertencia.

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La zancadilla de Frank Beddor

No cabe duda que cuando los mediocres intentan hacer zancadillas a los buenos, da vergüenza ajena. Justamente eso sucede al revisar “La guerra de los espejos” del autor Frank Beddor publicado en Chile por Ediciones B. El mencionado autor asegura que el relato original de Alicia en el País de las Maravillas no es obra de Lewis Carroll, sino de Alice, la niña al que él supuestamente le contó la historia. Según Beddor, la pequeña contó al entonces sacerdote anglicano su experiencia como princesa de Corazones de Marvilia, un reino de prodigios, aunque corrupto, oscuro y en permanente estado de tensión militar. Luego de que Carroll hubiese publicado su obra, la niña le habría amonestado: “¡Ahora nadie me creerá! ¡Lo ha echado todo a perder! Es usted el hombre más cruel que he conocido, señor Dodgson”. Todo esto obviamente en boca de Frank Beddor.
El señor Beddor es para la literatura lo que Dan Brown es a la religión: un malintencionado que se aprovecha de una serie de aptitudes técnicas para contar una historia abiertamente falaz que intenta derribar a seres que ya tienen bien ganados sus puestos. Se trata de un sofista contemporáneo, eso es, un tecnicista que tiene un buen equipo de trabajo, al igual que todo aquel que se presume de bestseller, y que lleva a cabo la tarea de nutrir a la gente que lamentablemente no ha sido correctamente informada o bien no ha podido optar a una buena educación. Gente inocente, sin duda.
De todos modos la idea de esta crítica no es prohibir que se lea “La guerra de los espejos”, sino que al hacerlo se sepa que la historia introductoria que presenta Frank Beddor es una farsa, que Lewis Carroll sigue instalado en paz en su sitial, que tiene claros sus derechos de autor y que lo que leerá a continuación puede ser una historia que le entretenga porque para eso fue hecha en un principio. Una historia medida con cucharitas de café, una historia que obviamente es más fácil de entender que la obra de Carroll, un cuento fácil de digerir sin la necesidad de andar pensando tanto: bravo, bravo, unas palmaditas en su espalda.

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