Con «Como hojas» le doy la bienvenida en este espacio a Javiera Corvalán Azpiazu, gran regalo que les comparto. Que sean muchos más textos, así de bellos, en El Diario Mapa.
A propósito del día de la mujer, y de la mujer; de las flores y de las hojas; de lo valioso y de
lo perfecto; y de las arrugas…
Las que nacimos en el siglo pasado crecimos escuchando, de la televisión, de la publicidad
y de las revistas, que las mujeres tenemos que maquillarnos mucho, pesar cuarenta kilos y
vestirnos a la moda; pensar pocas ideas, hablar muchas tonteras, coquetearles a los partidos de
buena billetera, y no entender ni opinar de política, «porque esas son cosas de hombre»; hacer
dietas, gastar la plata en silicona y crema para las arrugas, y tener cuerpos esculturales para un día
tener la dicha de que a algún hombre le interese llevarnos de llavero/adorno/trofeo por el resto
de la vida, o al menos por algún tiempo de ella (¿lo que dure la juventud del cuerpo, quizás?).
Nacimos, en fin, escuchando que, para ser valiosas y perfectas, las mujeres debemos ser modelos,
promotoras, porristas, caras bonitas… flores. Sí, flores. Ojalá rosadas.
No recuerdo que me haya emocionado mucho la idea. Sobre todo porque desde chica que
me gustan más las hojas que las flores, y más el verde que el rosado (la influencia de los pinos
verdes de Viña, tal vez).
Pasaron los años, y a las que nacieron en este siglo no les fue mejor: crecieron escuchando
que, para ser valiosas y perfectas, las mujeres tenemos que ser… hombres.
Ya habrá tiempo para que conversemos sobre por qué es mejor que una mujer sea mujer
en vez de que sea hombre (es un tanto curioso que esa afirmación hoy exija una demostración).
Por esta vez detengámonos en lo que nos dijeron a las de los noventa, y atrevámonos a
contradecirlo, aunque sea a través de palabras medio poéticas, medio botánicas: Y es que quizás
tenga más sentido que una mujer no sea como una flor, sino como una hoja…
En las flores hay, claro está, mucha belleza. Pero ésa es, por así decirlo, una belleza fácil:
sus colores son vistosos y sus pétalos, suaves; sus olores se perciben a kilómetros. No es de
extrañar, pues, que hagamos con las flores toda clase de adornos y las pongamos en nuestros
centros de mesa. Y es que las flores son universalmente atractivas.
La belleza de la hoja es, en cambio, una belleza difícil. Difícil para la hoja y difícil para quien
la contempla. El afortunado que la enfrenta debe poner mucha atención para apreciar sus colores
(verdes, violetas, burdeos, amarillos… naranjos infinitos); y debe aproximarse mucho a ella para
descubrir su olor. Notará además que su textura, sobre todo la de la hoja de otoño, no es
resbaladiza como la de una flor, sino desafiante. ¡Pero irremediablemente frágil a la vez! Y el ojo
que se detenga con tiempo y paciencia a mirarla, podrá conocer incluso sus venas; y verá correr
por ellas una historia de heridas, noblezas y dolores; y una savia que es riqueza.
Por esa belleza difícil de las hojas es que no ponemos hojas en los centros de mesa. No
queremos hacerlo. Y las hojas tampoco quieren ocupar ese lugar. No se sienten cómodas siendo el
centro de atención. Y menos se sienten cómodas siendo usadas como un adorno o un accesorio.
Una hoja prefiere caer sigilosa en mayo, para reconfortar y dar sentido al paso insípido de
transeúntes grises; y para curar el alma del que se atreva a amarla.
Por esa belleza difícil de las hojas es también que es más fácil enamorarse de una flor que
de una hoja. Lo que pocos saben es que sólo de una hoja es posible enamorarse para siempre.
Sucede que una flor, tarde o temprano, aburre. Su olor parece, de pronto, demasiado
intenso, casi hostigoso. Su color, por el contrario, se vuelve desaliñado y palidece con el paso de
las horas, días, meses. Sus pétalos se marchitan y sus tallos se quiebran. La belleza de una flor es
verdadera. Pero efímera…
Sucede que en una hoja hay un secreto. Y su secreto la hará ser siempre nueva. Porque la
belleza de la hoja es su misterio: ése que cautivará un día y para siempre al peregrino que vaya
atento. Sólo al que vaya muy atento…
Sucede que una flor crece con el corazón en la mano, ofreciendo su belleza a un gran
público anónimo y desprevenido; y que una hoja crece cultivando un corazón profundo que solo
podrá descubrir el espectador audaz.
Sucede que el atuendo de una flor es su vanidad; y que el atuendo de una hoja es su
sencillez.
Así, sucede que una flor con arrugas es una flor marchita, y que una hoja con arrugas es
una hoja perfecta.