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“El túnel” de Anthony Browne: bello, bueno y verdadero

bosqueTítulo: El túnel

Autor: Anthony Browne

Lugar de publicación: México

Editorial: Fondo de Cultura Económica

Fecha de publicación: Mayo de 2015

En un mundo tecnológico y predominantemente audiovisual es un agrado encontrarse con “El Túnel”, del autor inglés Anthony Browne, un libro álbum o álbum ilustrado, que nos muestra una perfecta relación de complementareidad entre palabras e imágenes. Se trata de una obra que por su formato podría parecer que está destinada únicamente a niños; sin embargo, la verdad es que la puede disfrutar cualquiera de nosotros, a cualquier edad. Los libros álbum tienen esa gracia: son obras de arte, y así como en ellos la imagen y texto se complementan, los niños perfeccionan la lectura de los adultos y viceversa. Si les quisiéramos hacer una terapia de desintoxicación a nuestros pequeños de esos monos animados con ritmo hiperactivo, cambios de escena e imágenes perturbadoras, “El Túnel” sería uno de los libros indicados, porque nos da el espacio para disfrutar sin prisa la historia, captar detalles y emociones. La narración parece simple: se trata de la relación de dos hermanos que son muy distintos y no se llevan bien. En muchos casos, pan de cada día, ¿no?, pero la gracia del cuento en que nos introduce Browne está en su forma de elaborar la historia: nos habla de los miedos sin tocar la palabra. Nos habla del amor de hermanos sin parecer cursi, sin explotar en corazones, sin decir “te amo”. Nos muestra los temores de la hermana a través del clásico de Charles Perrault, “Caperucita Roja”. Es así como vemos en una ilustración a Rosa, la hermana, intentando dormir en su pieza, tapada hasta la cabeza, como hacen los niños cuando tienen susto y otros elementos evidentes, como un cuadro que ilustra el cuento de Perrault, una Caperuza Roja colgada del clóset y el horror que todos vivimos alguna vez: el closet entreabierto sumado a unos zapatos que parecen colarse debajo de la cama, y, para colmo, Juan, el hermano mayor que llega escondido, con una máscara de lobo, a cumplir una de las funciones más clásicas de los hermanos grandes: asustar. De manera inteligente y amena vemos cómo el autor nos habla de una relación difícil de llevar, en la que interviene la madre motivándolos a salir juntos: “traten de llevarse bien y de ser amables uno con el otro, por lo menos una vez, y regresen a tiempo para la comida”.

Es en esa aventura, en su inicio poco querida por nuestros protagonistas, cuando Rosa vestida con Caperuza Roja recibe su llamada a la aventura, motivada por su hermano que se introduce en un túnel. Ella lo sigue, llega a un lugar tenebroso y no encuentra a Juan. Sigue a través de bosques que en imágenes revelan sus miedos, evocando la selva oscura a la que llega Dante en la “Divina Comedia”, pero avanza, ¡y eso es lo grandioso! pese al terror, buscando a su hermano. Está preocupada y quiere salvarlo. De pronto, se encuentra con la imagen de su hermano petrificado –C.S. Lewis tiene imágenes parecidas en sus libros “Las Crónicas de Narnia” – lo que va haciendo a “El Túnel”, paso a paso, una obra más abundante en información, en riqueza. Se entiende más descubriendo los tesoros ocultos que nos ha dejado Browne al paso. Y se agradecen. Entonces, Rosa abraza desesperada a Juan. Llora. Y así se nos revela un final que le da sentido a todo, cuando vemos cómo esa figura dura y fría se torna suave y más tibia, hablando de un corazón del que nunca se hizo referencia.

Los invito a leer “El Túnel” no solo a los niños, sino también que lo consideren como lectura necesaria para ustedes. C.S. Lewis decía que no existía eso de “escribir para niños” porque si una obra es de calidad y trasciende, la puede leer cualquier mortal. Claro, actualmente no podemos abstraernos de las líneas editoriales porque son una realidad, y si se quiere publicar, hay que entrar en ese juego. Pero en rigor, en el mundo ideal, los escritores debieran pensar en escribir no para un perfil de lector preciso, sino que debieran aspirar a crear una obra buena por sí misma, destinada al infinito. Una creación, como dirían los clásicos griegos, “bella, buena y verdadera”. Un libro con estas características lo puede leer cualquiera.

“El Túnel” es una obra destinada a la eternidad porque nos narra lo cotidiano de una manera no desechable, en un lenguaje universal. No hay que dejarse engañar: la literatura para niños y jóvenes es una cosa seria. No se trata de un subgénero, ni menos de letras no tóxicas dirigidas a mentes poco animosas. De hecho, pueden llegar a ser obras tan nocivas que lleguen a intoxicar las raíces más profundas de nuestros jóvenes. Libros-lobos disfrazados de ovejas, porque no todo lo que tiene melodía de cuna es para dar dulces sueños. Muy por el contrario, a veces la mal llamada literatura infantil produce efectos como esa inolvidable escena de la película Dumbo, donde vemos al protagonista embriagado por accidente, viendo en consecuencia un horrible desfile de elefantes rosados tocando trompetas: “las ánimas del terror”. ¿Esta sensación de desamparo es la que queremos heredar a nuestros hijos? ¿vamos a dejar que se mareen en un mar de información inútil y muchas veces falsa y tramposa?

Tenemos que desterrar la idea de que a los niños les van a imponer lecturas. Es nuestro derecho y deber conocer qué se les está dando de leer a nuestros jóvenes. Es urgente capacitar a profesores de preescolar y básica en nuevas tendencias. Que no dejen de leer y tener la sensación de que ya se formaron. En esta era de la información, hay que llevar la contra todo el tiempo, luchar por mantenerse al día con lo que nos intenta derribar. Que sepan los docentes, por ejemplo, que la ideología de género se cuela por donde puede como algo bueno, como algo de sentido común, y que si se dice algo en contra muchas veces se nos tildará de loqueseafóbicos para anular nuestra opinión. Hay que formarse para tener ojo crítico y agudo, para detectar letras e historias venenosas. Nosotros tenemos el deber y derecho de educar a nuestros pequeños, nadie puede reemplazarnos en esta tarea. La literatura está al servicio de nosotros: el arte es liberador, como el abrazo de Rosa a su hermano, y no vamos a permitir que nadie manipule esa belleza.

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© 2017 – Magdalena Palacios Bianchi para el Centro de Estudios Católicos – CEC

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El soldado herido

Para nuestra Sofía, con la esperanza de abrazarte eternamente en el Cielo.

Gastón, el juguete soldado preferido de Pablo, había caído herido en plena guerra. Su pierna estaba doblada, casi suelta. Había dado la vida por su batallón, haciendo el sacrificio más grande por sus compañeros.  El soldado, tirado en la mitad de la pieza, lloraba su derrota. El niño imaginaba cómo había sido la batalla en donde lo habían dañado y estaba seguro que su Gastón era el más valiente de todos los muñecos, pero al mismo tiempo sentía el frío de la tristeza en su cuerpo porque no sabía cómo arreglarlo. No se imaginaba la vida sin él. Esa noche estaba su tío Antonio en casa cuidándolo a él y a su hermana Patricia. Entonces, decidió ir a preguntarle cómo mejorarlo. Caminó hasta la salita donde el tío veía televisión y le contó lo que había pasado. “Eso pasa porque no cuidas tus juguetes, es culpa tuya”, le contestó él. “No, no”, dijo Pablo, “a mi soldadito lo hirieron en la guerra, le dispararon, le pegaron, mil, millones de soldados lo atraparon, un tanque le pasó por encima, lo aplastó… ¡hubieras visto cómo se defendía él!”. “Pablo, ¡no seas mentiroso! Déjate de inventar. En castigo no te voy a ayudar a arreglarlo, para que aprendas. Ahora déjame ver el programa.”, dijo enojado su tío mientras le subía el volumen a la televisión. Pablo se fue con un nudo en la garganta, con tanta pena y rabia, que tenía ganas de romper todo lo que había en su camino. Se tiró en su cama a llorar y sentía tanta pena que hasta le dolía el cuerpo. De pronto llegó su hermana Patricia y le preguntó qué le pasaba. Él le contó que el tío Antonio no le creía que su soldadito había sido herido en guerra, que le había dicho mentiroso y que no quería ayudarlo a arreglarlo. Patricia se acercó a él y le dio la mano. Pablo sintió lo suave de su piel y un olorcito a dulce, mientras ella le decía despacio: “Tranquilo, tú sabes qué es lo que de verdad pasó. Mira, de tanto cariño que le tienes a tu juguete te pareces a él: tirado, llorando, como desarmado después de una guerra. Ahora duérmete mejor y descansa para que mañana hagamos un plan para armar a Gastón.” Pablo, después de estas palabras sintió una paz en su corazón que le permitió dormirse profundamente. A la mañana siguiente, cuando recién comenzaba a salir el sol, el niño abrió sus ojos y vio frente a él a su soldadito bien parado, con su pierna en su lugar y su casco de guerra más reluciente que nunca. En su pecho había una estrella que él no recordaba. Pablo se levantó  de un salto con una gran sonrisa mientras juraba escuchar una música militar que invitaba a todos los compañeros soldados a empezar con fuerza el día. ¡No había tiempo que perder! Pablo tomó a Gastón y partió a investigar qué batallas y peleas le preparaban ese día y todos los otros que les quedaban por vivir.

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La bruja Eme

La bruja Eme era conocida en su tierra por ser una mujer fina, elegante, emperifollada hasta la punta del pelo y, por sobre todo, sabia. Ayudaba a la gente con sus trucos y les regalaba sacos con una nueva vida cuando estaban tristes. A pesar de que todos creían que las brujas eran malas, esta era bondadosa, sólo que había heredado de su mamá hechicera la vanidad, el pasarse todo el día con un lápiz en la boca tratando de pronunciar bien las palabras o peinándose su largo pelo que adornaba con polvos de primavera. Caminaba alrededor de su casa, bien parada, con un libro en la cabeza, mientras leía otro que sostenía con la mano derecha en alto. Le gustaba recitar poesías en voz alta y, de vez en cuando, cuando había cumplido con sus tareas de crear hechizos y ayudar a la gente del pueblo, escribía sus propios poemas. Y era feliz, sumamente feliz.

Todos los aldeanos disfrutaban yendo a su casa, especialmente los niños, porque siempre salían con alguna deliciosa receta preparada por la bruja Eme. Un día por ejemplo, llegó Carlos con su mascota y le dijo a la hechicera: “Hola querida maga. Necesito que me ayudes porque mi perrito está enfermo, anda cojo y triste.” Por lo que Eme invitó al niño a la cocina, lo dejó comiendo exquisitos platos, mientras ella curaba con su magia a la mascota de Carlos. Eso sí, para curar de buena gana a la gente o a sus animales, les pedía que le recitaran su poesías favorita y bien pronunciada. Si la expresaban mal les decía: “Bueno, veo que nos practicado lo suficiente. Vuelve a tu casa, estudia, párate frente al espejo para ejercitar y vuelves cuando estés preparado.” Claro que la bruja Eme siempre terminaba por ayudar a la gente porque en dos o tres días ellos llegaban de vuelta arregladitos, perfumados y hablando correctamente. Así Eme se llenaba de orgullo y se abanicaba mientras le recitaban su poesía favorita.

Pero un día de esos llegó un niño, Gabriel, a suplicarle por algo que nunca le habían pedido a la bruja Eme. Él conocía la fama de la hechicera y por eso se preocupó de llegar con un traje impecable, bien peinado y con un olor a jabón que podía sentir hasta el científico loco del pueblo que pasaba encerrado en su laboratorio. Tenía un pañuelo de seda rojo en el bolsillo de su traje por lo que la bruja, al verlo de lejos, pensó: “Éste debe tener problemas de amor, veamos cómo le puedo ayudar.” Pero no. No se trataba de penas del corazón. Eme lo hizo pasar al living y le dijo: “Antes de pedirme ayuda, debes recitar mi poema favorito.” Gabriel, con una sonrisa en la cara, comenzó a decir el poema, pero sucedía que no se le entendía nada de nada. La hechicera comenzó a ponerse nerviosa y viendo que la situación no mejoraba porque el niño decía una sarta de palabras raras sin rendirse y callar, comenzó a enojarse. Eso también era heredado de las brujitas malas, sus antepasados. Cuando Gabriel abría la boca y no decía nada comprensible, Eme se comenzaba a poner roja de ira y se le hinchaban las venas del cuello como sólo se le hinchan a las brujas. Viendo este espectáculo, Gabriel calló y se sentó en un sofá cercano con las manos entrelazadas, como rezando. Se sentía muy nervioso y esperaba que la mujer que estaba al frente de él lo entendiera. La hechicera esperó unos minutos para calmarse y no cometer alguna tontería y le dijo: “Niño, yo no puedo ayudarte. Tu sabías que yo le pido a los aldeanos que reciten mi poesía favorita para poder hacer hechizos que los mejoren, pero tú tienes un serio problema. Anda a tu casa, practica y vuelve si es que mejoras.” Cuando Eme vio que Gabriel se alejaba, cerró el portón de su casa y se dijo a sí misma: “Uf, nunca me había tocado un niño tan enredado para hablar. Por suerte que se fue porque faltaba poco para que me saliera fuego por la boca de lo enojada que estaba.” Sin embargo, el niño no demoró en regresar. Temprano al día siguiente estaba en la puerta de la maga, bien peinado, con olor a jabón y vestido elegantemente. Los ojos negros de Gabriel estaban ese día más lindos que nunca, grandes y llenos de esperanza, brillando de agradecimiento. La bruja lo recibió con paciencia y le dijo: “Bueno, veámos cómo lo haces hoy.” El niño se paró en la mitad del living y comenzó a recitar con muco orgullo, pero sucedía que esta vez tampoco se le entendía nada, le salían palabras entrecortadas y la bruja sentía que le habían cambiado su querida poesía. Eme aguantó sólo un minuto e hizo callar  a Gabriel porque ya estaba lo suficientemente enojada. Le dijo: “Por favor detente, no puedo soportar tu voz. Ándate de mi casa y no vuelvas, no hay caso contigo. Quizá cuando seas mayor te pueda ayudar. Quizá, pero por ahora no vuelvas. Adiós.” Y el niño se fue con una pena negra a su casa, tropezándose con cada piedra que se le cruzaba en el camino.

Ya habían pasado unas semanas desde ese encuentro, cuando la bruja Eme encontró una carta bajo la ranura de su puerta. Tarareaba una canción mientras intentaba abrir el sobre porque estaba muy bien sellado. Cuando logró abrirlo se encontró con las siguiente palabras:

Querida bruja Eme,

Quizá algún día, como usted dijo, cuando sea mayor, pueda curar esta sordera que tengo. Yo quería recitar su poesía favorita con todo mi corazón, pero ya vio que no fue posible porque escucho poquito y no puedo oír cuando hablo. Yo sé que usted es amiga de los humanos y no sigue las reglas malignas de las brujas de antes, por lo que le pido se acuerde de mi cuando haya crecido.

Muy agradecido,

Gabriel.

Luego de haber leído esto la bruja Eme se puso blanca. Había comprendido todo y tenía tanta pena que no se le ocurría otra cosa que ir a cocinar sopa de alegría. Habiendo pasado unas horas en la cocina tratando de buscar una solución a lo que había pasado, decidió consultar su libro de magia escrito por el Gran Mago. Pasó que no existía ningún hechizo en el libro que curara sorderas, problemas para escuchar. Las hojas del final indicaban que no había tal porque el Gran Mago prohibía los trucos para curara sorderas. “Mmmmm”, pensó Eme, “tiene que haber alguna forma de ayudar a Gabriel. Además yo no sigo las órdenes de los brujos malignos, así es que puedo inventar algo.” Y se fue a recorrer su casa a ver si encontraba algo. En su paseo se fue apenando cada vez más porque no encontraba nada y sintió que se encogía de tristeza. Viéndose sin la posibilidad de ayudar al niño, decidió tomar la última opción que tenía e irse de ese pueblo porque era la primera vez que le fallaba a alguien. Antes, pasó por la casa de Gabriel y le dejó una carta bajo su almohada. El niño, cuando estaba a punto de dormirse encontró el papel y leyó:

Querido Gabriel,

Espero me puedas perdonar por haberte tratado tan mal. Como último recurso te dejo las llaves de mi casa para que te vayas a vivir allá. Ahí vas a tener de todo y quizá algún día los miles de libros de mi biblioteca te ayuden a curarte, cosa que yo no supe hacer. Lee, amigo mío, y aprende lo que yo no supe saber.

Con mucho cariño,

La bruja Eme.

El niño se cambió de casa junto a sus papás  e instaló su cama en la mitad de la biblioteca. Ya en la mañana temprano tomaba algún libro y lo leía. A los diez días llevaba un montón de libros leídos. Pasó que el día once, al despertarse, tomó un libro grueso, más grande de lo normal y comenzó a hacer lo que hacía siempre. Esta vez, mientras leía, comenzó a escuchar las palabras que iba  leyendo. Incluso sentía susurros dentro de los cuentos. “Susurros”, pensó Gabriel, “Nunca había entendido bien lo que eran lo susurros, esas vocecitas tranquilas, suaves y amables, ese viento.” De repente creyó reconocer su propia voz en el libro a medida que leía y le encantó la idea. Era él, su voz estaba metida adentro de ese libro y él la podía escuchar cada vez que pronunciaba una palabra en su mente. Cuando hubo llegado a la mitad del libro, encontró en un papel suelto la poesía favorita de la bruja Eme y se propuso recitarla. Se paró arriba de su cama y habló. Se escuchó como no había podido hacerlo durante sus siete años de vida. Estaba curado, escuchaba hasta cómo crujía el mueble que sostenía los libros. Se puso tan feliz que fue rápido a decirle la noticia a su padres y, mientras corría, le agradecía como antes en su mente, sin voz, a la bruja Eme.

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Hora de recreo

Aquí debería haber un cuento infantil

y su ilustración correspondiente

Cuento y monito sin falta

porque ya se preguntaba Alicia de qué servía un libro sin dibujos

¿No logras leer el cuento?  (yo tampoco). Bájalo en PDF aquí:

El-dulce-y-feliz-lunar-de-Magdi.

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Lo que esperamos de Tim Burton

Walt Disney Pictures

Walt Disney Pictures

Hoy se han liberado las primeras imágenes de Alice in Wonderland del  carismático Tim Burton y son sorprendentes, sin duda: nos llenan de esperanzas. Coincidencia o no, la semana pasada pude compartir con un grupo de amigos la lectura comentada de Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas del sacerdote anglicano Lewis Carroll. Ninguno de los que integrábamos el grupo daba cátedra sobre el tema, muy por el contrario, tuvimos la suerte de poder hablar desde nuestros distintos ámbitos y experiencias, mientras Lewis Carroll se reía en silencio desde su rincón. Lo cierto es que esta obra es compleja, en un primer acercamiento uno no entiende bien por qué es una obra que está pensada para niños y cómo es que el autor la habría gestado contándole historias a unas niñas una tarde de calor. Fuera de las muchas malas lenguas de pobres fuentes que se puedan referir al británico, es una narración complicada, pero es una historia notable, buena y rescatable.

Una de las cosas fuera de lo común que tiene para la época en que fue escrita es que narrativamente es bastante cinematográfica: carece de explicaciones y se encarga más bien de las acciones, pasan y pasan cosas, mientras nosotros nos preguntamos si se trata de un sueño, de un mundo posible, de un espacio paralelo en el cual no rigen nuestras leyes o qué. Hay que pensar que nosotros, jóvenes o adultos, ya estamos con esos lentes un poco sucios que van de la mano con lo que es crecer y la pérdida de la inocencia. Aunque sabemos todavía que existe el juego y que, gracias a Dios, no todo tiene explicación, que hay que abandonarse y confiar. Nonsense o no, hay algo dentro de Alicia, que no sabemos si más bien era una moraleja para la niña o para el mismo Carroll. Pues bien, Tim Burton quiso hacerse cargo de esta tarea y le concedió a Lewis Carroll el entrar en su juego y atreverse a contar su verdad sobre la historia.

Queda esperar que nuestra especie de fe despositada en Tim Burton no sea en vano.

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