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La Real Academia de la Ñoña

  
Así es: soy una rebelde encubierta en el mundo académico. Y es que no me podría llamar así de ningún modo, aunque sepa cosas de las que ni yo misma sé que sabía. Pero ese es otro tema. Solo vivo con los ojos bien abiertos, demasiado quizá, y muy al sol. Me escapo de las ciudades porque olfateo que es cierto eso de que son irreales. Tan de polvo y tan soberbias, tan “necesarias”, tan inventadas y en un chasquido de dedos “paf”. Prefiero vivir sabiéndome con un pie en la tumba. Intentando agradecer siempre, desde mi pequeñez, olvidando hacerlo de vez en cuando y creyéndome diva en otras ocasiones. En fin, siendo humana, pero con la particularidad de saber ser invisible. Es una cualidad que poseemos todos los ñoños. Yo me acuerdo que en el colegio, cuando jugábamos a las naciones, quedaba hasta el final, nadie me quemaba, muchas veces ganaba, y ciertamente no por mis habilidades atléticas. Escapaba a toda costa de las clases de gimnasia, mi libreta estaba repleta de “justificativos” médicos para faltar . Doctora Cordero sería una palomilla blanca al lado mío. Tengo un delicioso hijo que a los 5 meses fue diagnosticado con hipotonía. Resonancia magnética, terapia kinesiológica y los horrores del abismo, y nada, simplemente era un asunto genético. Y yo creo que sin duda yo fui una hipotónica no diagnosticada. Pero esto nada tiene que ver con la capacidad que tenemos los ñoños, aunque debo decir que muchos ñoñitos deben ser hipotónicos. Yo quedaba hasta el final en las naciones porque sabía meterme adentro de mi coraza. Se debía simplemente a que sabía cómo hacerme invisible. Y hoy sé desaparecer cuando las críticas me parecen absurdas, cuando miro el mundo en que tengo que meter a la fuerza a mis hijos, en una educación artificial, llena de ojos ajenos hostigadores. Qué difícil es saber que se trata de arreglar una educación en la que no se sabe qué es lo que se tiene que arreglar, se habla de lucas, de cifras, de educación gratis, de derechos. Y Ok, en eso de la educación gratis creo que casi todos ya estamos de acuerdo, pero nadie habla de fines. Es todo tan simplista y racionalista. Y así, a combos, todos nos sacamos la madre, logramos una que otra cosa, y al final somos unos pobres collages con cierto conocimiento, especialistas en nuestros campos, expertos, campanas, pero llamando a nadie. Todos suenan y resuenan y a uno no queda más que taparse los oídos porque ya no hay más melodía, se trata solamente de campanas con pataletas. Triste panorama. Decía hoy el Papa Francisco que Es hora en que los padres y las madres regresen de su exilio, – porque se han auto-exiliado de la educación de los hijos -, y re-asuman plenamente su papel educativo. Qué razón tiene. Algunos tomarán sus palabras a su modo, seguro, siempre pasa. Los homeschoolers lo alabarán, los colegios católicos comenzarán a impartir la necesidad de protagonismo de los padres en sus programas, cada cual según su necesidad. “¿Qué dijo, Papa?” preguntarán algunos, “¿saco a mi hijo del colegio? Sabe que me pasó tal o cual cosa el otro día, el profesor le dijo no sé qué a mi hijo, ¿lo cambio? ¿lo dejo en la casa? ¿partimos todos a la punta del cerro y hacemos comunidad, hacemos una huertita?”. No sé, yo soy solo una ñoña, no sé responder preguntas tan trascendentales, si no, no estaría donde estoy. Lo que si sé es que es bueno que se plante la semilla del inconformismo en este sentido. Que dejar a un niño en un jardín infantil o colegio no sea un respiro de spa, que sea siempre duda, duda de si estamos haciendo lo correcto, de si se puede hacer mejor. Yo quisiera nunca descansar en este sentido, con los ojos bien abiertos, muy cerca del sol, que el día en que me adormezca sea el día en que me muera. ¿Cómo tener cierta paz? Pedir, rezar, rogar, pedir Luz. No sé funcionar de otra manera y no me avergüenza decirlo. No soy de fórmulas y no sé bien ni siquiera por qué estoy escribiendo esto, solo sé que en la mañana desperté con ganas de escribir porque soñé que estaba en la azotea de un edificio con mis hijos y de pronto comenzaba a caer una lluvia de estrellas fugacez.

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IX. La viuda.

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¿Quién amaba más que a nadie en el mundo a José? Su mamá. Claro, qué madre no ama a su hijo. Pero este caso me atrevo a decir que era excepcional. Me acuerdo de casos como el de la mamá del poeta Huidobro, que de tanto repetirle que él era un rey, nuestro Vicente se calzó la corona y se convirtió en el soberano de los narcisistas. Lo cito porque la relación de Ana con José siempre me recordaba un poco al vate. Cuando pololeábamos debemos habernos peleado un centenar de veces por mamonerías de José. No voy a entrar en detalles, pero es que lo que le dijo o no le dijo su mamá, pero es que mi mamá hizo tal cosa u otra, lo que pensó, lo que le hubiera gustado que le hubiera regalado su papá para el aniversario. Uf, a veces parecía una extensión de Ana. Cosa seria. En fin, con estos antecedentes se comprenderá que la primera persona con la que quería hablar luego de mi sospecha, era ella, la progenitora. A quien, dicho sea de paso, yo quería mucho… pese a los encuentros y desencuentros del pasado. Luego de haberle mandado un par de mensajes a José para asegurarme que no estaría en su casa, llamé por teléfono al hogar del juez Blanco y me contestó la persona que comentaba, su viuda. Aún con voz de pesar, pero resignada, me saludó con cariño. Le dije que tenía ganas de ir a verla. Me dijo pero claro, ven, qué estás esperando, esta es tu casa. Esa misma tarde partí. Sin darme cuenta estaba tocando la puerta. Me abrió ella. Me pareció que había perdido algunos kilos. Estaba impecable, el pelo semi cano a medio tomar, un vestido largo, los ojos grandes pardos delineados. Su cara preciosa, todavía con rasgos de niña; toda fina, toda grácil, ligera, como si parte de ella ya estuviera –físicamente digo- con su marido.  Con un abrazo más fuerte de lo común me invitó a pasar. Nos sentamos en el mismo living donde supuestamente me había quedado dormida. Me ofreció un té, asentí, nos trajeron té. Hablamos. De cómo eran las cosas después de la pérdida de su marido, de mi vida, de mis proyectos, de los suyos. Hasta que llegamos al tema José. Después de un silencio incómodo, noté cómo Ana se incorporaba en su asiento, me miraba y decía:

–       Hay algo que tengo ganas de preguntarte.

–       Dígame.

–       Y te lo voy a preguntar porque te tengo confianza, porque ya eres como una hija para mí.

–       Dígame Ana, usted sabe que me puede preguntar lo que quiera.

–       Mira, estoy preocupada por José. Yo sé que ya es un hombre grande y que no tengo nada en qué meterme, pero me tiene preocupada. No sé en qué anda metido. Anda raro, casi no me habla, sale a horas extrañas, me evade, en fin… quería saber si tú sabes algo. A mi no me da buena espina.

–       Ay, Ana. No sé. Aunque usted no lo crea venía a preguntarle más o menos lo mismo. El otro día tuve un episodio un poco extraño con él y quería preguntarle si usted sabía de algo.

–       ¿Por qué? ¿qué pasó?

–       En resumen, llegué a la casa de improviso y él se estaba riendo con alguien. Me pareció, creo, que era una mujer. No la vi. Me dijo que lo esperara en el living, que no me moviera de ahí. De ahí en adelante no recuerdo nada, solo sé que desperté en mi casa confundidísima. Le pregunté a él qué había pasado y me dijo que nada, que me había quedado dormida, y que lo atribuye a unas pastillas que me recetó el psiquiatra.

–       Qué cosa más rara…

–       Imagínese mi desconcierto… ¿usted no se acordará de alguien que haya estado acá con José? ¿alguien que le haya llamado la atención?

–       La verdad es que no he estado mucho en casa desde que murió Miguel, pero ahora que me lo dices, hubo un día en particular que contesté por lo menos tres llamadas de una misma chiquilla a José.

–       ¿No se acuerda cómo se llamaba?

–       La verdad, no, lo que sí… ahora que hago memoria… me dijo que era amiga de Pedro… o Marco… como para hacerse reconocer. Y me acuerdo también que cuando se lo mencioné a José, le hizo sentido.

Amiga de Pedro. O Marco. Dos opciones. Podría ser Pedro, el revelador, o Marco, amigo de toda la vida de José, y mío. Amigos de la universidad. Mi próximo paso a “entrevistar”, entonces, opción dos, Marco. Por confianza. Al famoso Pedro todavía lo tenía en el purgatorio de los sospechosos; con este otro, en cambio, había una complicidad de pasado, lo podría manejar. Al menos en teoría.

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