Llegamos a la oficina, fiel cómplice del que ya no estaba entre nosotros, y nos sentamos en silencio. Miré las paredes repletas de fotos. Me llamó la atención una en particular donde se podía apreciar a nuestro querido Miguel con todo su garbo de juez, ocupación que había llenado su vida en todo sentido. Fuerte, pero cansado, firme, pero agotado. Tenía los mismos ojos de José… esa misma mirada. Sumida en tales pensamientos (y proponiéndome ir a la cocina a buscar un café) escuché el timbre. Como era la menos afectada dentro de los habitantes de la casa, fui a ver quién era sin titubear. Miré por el ojo de la puerta. No lo podía creer. Era el hombre misterioso, el mismo que había dejado abatido en la angustia a mi amigo. Venía con la mujer del auto. Fui buscar a José.
– Tienes que ver esto- le dije apuntándole la puerta.
José palideció y abrió la puerta.
-Yo…- dijo el famoso hombre tratando de mirarlo a los ojos.
– Nosotros- lo interrumpió la mujer- bueno, él tiene algo importante que decirle. Vamos, dile.
– ¿Ustedes me han estado siguiendo?- preguntó José.
– Dile- dijo la mujer.
– Mujer sé prudente, por Dios santo- contestó el hombre.
– Es que no puedes estar jugando con esto. Habla ahora. Mira, este chiquillo está sufriendo. Su papá acaba de morir. Dile, habla, entrégale las palabras que puedan calmar un poco su angustia. ¡Un poco de humanidad, por favor!
– Si me dejaras hacer las cosas a mi sería todo tanto más fácil- le contestó el hombre.
– ¡Ah, verdad que te ha resultado todo! ¡Ja! Vuelve a armar tu vida primero mejor será.
– Discúlpela… está un poco alterada- le dijo el hombre a José.
– Me interesa que me explique, señor- contestó mi amigo.
– Yo conocía a tu papá. El juez Miguel Blanco fue uno de los mejores hombres que he conocido.
– Al punto, al punto, vamos, vamos- dijo la mujer haciendo un gesto de ofuscación.
– Yo conocía a tu papá- reiteró cerrando los ojos- uno de los mejores. Lo apreciaba, lo quería. Y hay cosas que tú debes saber en honor a la verdad.
– ¿Esto tiene que ver con el supuesto suicidio?
– Todos sabemos que don Miguel no se suicidó. Primero, están sus principios, su religión. Después, su corazón de guerrero, su fuerza. Imposible. Eso del suicidio no se lo traga nadie. Aquí hay algo más. Y es mi deber que sepas. Que la familia sepa. No importa qué es lo que pueda pasar conmigo después. Estoy dispuesto a aceptar el reto.- dijo emocionándose, al borde de las lágrimas.
– Íbamos a tomarnos un café- dijo José mirándome cómplice- ¿nos acompañan y hablamos? No es tema para discutirlo en la puerta de la casa.
Por primera vez, desde que había muerto Miguel, el famoso juez Miguel Blanco, pude atisbar un dejo de paz en José. El ya no tan enigmático hombre de la puerta le daba las llaves para la esperanza.