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Poi si tornò all´eterna fontana.

Con mucha impresión me he leído “Una pena observada” del autor C.S. Lewis. Digo impresión porque si hubiese estado soñando hubiera pensado que se trataba de un sueño dentro de un sueño. Al repasar las palabras, me parecía que él estuviese describiendo justamente todo lo que yo había pasado y pensado desde la muerte de mi (nuestra) hijita Sofía de 7 meses de gestación. Lewis lo escribe a propósito de la muerte de su señora, Helen Joy Gresham. Un ser humano tan intelectual para algunos, tan académico, tan profesor, tan usted y tan señor, se pone a escribir desde el corazón, desde el pathos mismo. De hecho según el prólogo del libro (que lo escribe su hijastro) el autor nunca pensó en publicar sus pensamientos acerca del suceso, sino que más bien eran hojas que intentaban pararlo más o menos estable dentro de ese terremoto emocional, palabras para desahogarse, para entender quizá. Es un libro corto, cosa que nos dice que la tristeza no es una serie de pasos, sino que uno decide “terminarla” cuando comprende que es un proceso con el que uno cargará por toda la vida.

No me avergüenza decirlo (en realidad ahora pocas cosas me deshonran): tuve que recurrir a un psiquiatra. Y, claro, medicamentos y todo lo que eso implica; ser un poco zombie, estar un poco frustrada, agregar pena a la tragedia. Pero Lewis escribe que sentía lo mismo que yo le conté al psiquiatra. Bueno, mucho más brillantemente y con el lenguaje propio, yo prácticamente ladraba y si luego el doctor agregaba la pregunta de a qué me dedicaba tenía que esconder la cabeza para responderle que hacía clases de literatura y lenguaje. Yo no sé si Lewis tuvo que pedir ayuda e ir a ver a un especialista, yo no sé si tomaba algo que ordenara sus neuronas (también desconozco si en esa época existía algo así), pero él describe lo mismo que yo al principio:

Nadie me dijo nunca que la pena se siente casi igual que el miedo. No tengo miedo, pero la sensación es la misma; esa agitación del estómago, esa inquietud, bostezos. Paso tragando saliva. (…) Me cuesta absorber lo que dicen los demás. O quizá no quiera escucharlos. Es tan sin interés. Pero deseo que los demás estén cerca. Me aterran los instantes en que la casa está vacía. Si tan sólo hablaran entre sí y no conmigo.

Yo también, como Lewis, pensé que era una tortura que me mandaba Dios, yo también tenía y tengo ese miedo que acecha en cada rincón, esa pena, ese morbo, esa condena de no tener buenas “fotos”  y recuerdos de ella. Pero igualmente pienso que su idea completa no es la que yo poseo, y que si me acerco a Dios me acerco a mi hija, pero que tengo que ordenarme: primero Dios, después Sofía. La amo, y cómo la amo, pero primero el Amor. Desde mis incompetencias puedo sospechar que Dios me mandó esto para desear el Cielo, pero con la trampa de que ese anhelo estuviera marcado por mi maternidad, de las ganas de volver a estar con Sofía. Pero ahora, ya pasado un poco el tiempo, veo que también quería decirme que ese era un regalo, pero ese regalo no se hizo solo, por lo tanto… ah, y cómo menciona Lewis eso de que su fe estaba hecha una casa de naipes, y que Dios quería destrozar ese hogar para que creciera en su credo: ¡cómo lo entiendo! Cuando murió Sofía me consolé diciendo: bueno, ella está en el Cielo, eso es seguro. Y algún día me reuniré con ella. Pero a los días me arrastraba pensando: ¿verdaderamente creo en el Cielo? ¿dónde está? ¿dónde está ahora mi hija? Y me di cuenta que tenía mucho camino por recorrer, que mi fe no era ni un cuarto de lo fuerte que yo pensaba que era. Ahora sólo me queda abrazarme, aunque sea colgando a la Misericordia de Dios, al manto de la Virgen, a todo aquel que me pueda hacer crecer en  la fe. Haciendo eso me acerco a Sofía. Perdón, haciendo eso me acerco a Dios, luego a mi Sofi.

Y… las coincidencias… que no son… Lewis nació un 29 de noviembre, fecha estimada del parto de Sofía. Ella partió a la fuente eterna el 12 de septiembre, día del Santo Nombre de María, día de su Mamá Perfecta a quien siempre le pedí ayuda y con la cual está ahora regaloneando. Ella sabe que mañana, 12 de diciembre, en que se conmemora la aparición de la Virgen de Guadalupe, estaremos todos unidos y rezando para que el Señor nos envíe un hermanito(a) y, lo más importante, que la Misericordia permita que todos nos reunamos en el Cielo y recuperemos el tiempo perdido.

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33: la locura de Dios.

Hoy le preguntaba a mi marido qué hubiera pasado si en la época de Cristo hubieran existido los periodistas y los medios de comunicación. «Probablemente lo mismo que está pasando hoy en la mina San José», me dijo. No pude evitar ver en el rescate minero, en esos consecutivos milagros de vida emergiendo de la tierra, la similitud con un hecho de suma importancia como la crucifixión de Jesús. Me imaginaba luces y periodistas repletando el monte calvario y las opiniones diversas entorno al suceso. Por otra parte, el mismo Jesús ofreciéndole todo a su Padre, y algunos alrededor asombrados, otros considerándolo un loco, otros por allá clamando a Dios. Escépticos, creyentes, blasfemos, ebrios de idiotez, iluminados, profetas, agnósticos, tibios, ateos, santos, todos juntos y revueltos. Pero los 33 crucificados sabían que lo que vivían era obra de Dios: ellos, justamente ellos que habían vivido en carne propia la tragedia, tenían la certeza. Los otros se encargaban de juzgar desde sus comodidades: ¿milagro? Circo romano será, si Dios obra así no puede ser bueno y bla bla, se atrevían a juzgar.

He escuchado hablar sobre Víctor Segovia, uno de los mineros que estaba atrapados en la mina San José desde el pasado 5 de agosto. Hoy tuve la alegría de verlo salir de la tierra. Salió sin aspavientos, sin hacer show, completamente anónimo, como casi todas las obras de Dios. Él aseguró que eran 34 abajo, porque el Señor siempre había estado con ellos. Entiendo que fue el encargado de llevar la bitácora al día desde que sucedió el derrumbe. Me pongo a pensar en el hecho de escribir desde la misma herida sangrante. Hay tanto autor y profesor que asegura tajantemente que el escritor tiene que tener una calma para ejercer su oficio, y que nada bueno surge desde la misma tragedia, sino cuando se la mira desde lejos, en retrospectiva. Pero bueno, acá está el vivo ejemplo contrario, el de aquel que -de nuevo- lleva el nombre de la victoria y, más aún, tiene también el apellido de uno que se levanta (sin hermetismos: «Segovia» proviene de la raíz celta «Sego» que significa «Victoria-Triunfo»). Personas que insisten en atisbar el futuro y los por qués, han dicho que este suceso de los mineros está lleno de cosas «mágicas»: que el 33 es un número de cábala, que el día en que se supo que habían sido encontrados suma 33 y el día en que fueron sacados también, etc. 33. Bien, todo eso es cierto: pero nada es coincidencia. No hay que ser muy experto para saber la edad en que murió Cristo o las innumerables veces que en La Biblia se plasman ciertos números que no hacen más que alusión a la divinidad. Es como si Dios nos estuviera hablando con monitos, porque no estábamos entendiendo nada de nada. Qué parábolas ni que nada, tomen la explicación, aquí está escrita, y para los que no saben leer, acá están los hechos y entiendan de una vez, parece decirnos, entiendan de una vez de qué se trata la misericordia.

Nos queda agradecer a Dios por poder ser testigos de este milagro, porque conservó la vida de estos 33 hombres, porque ahora ellos van a hablar con claridad del sentido de todo.

¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad? En efecto, ya que el mundo, con su sabiduría, no reconoció a Dios en las obras que manifiestan su sabiduría, Dios quiso salvar a los que creen por la locura de la predicación. Mientras los judíos piden milagros y los griegos van en busca de sabiduría, nosotros, en cambio, predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos, pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres.

(Extracto carta I de San Pablo a los Corintios)

Sobre este tema recomiendo el artículo de Hernán Rivera Letelier «33 cruces que no fueron»: http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2010/10/14/33-cruces-que-no-fueron.asp

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Un recuerdo liliputiense.

Creo en el castigo, en la ira, en la necesidad de ordenar las cosas, en volver a empezar, en el miedo, en el sabor en la boca a incertidumbre, pero creo también y profundamente en la misericordia, en el pan tostado con mantequilla y palta. En esas tardes de campo que nos libraban de toda preocupación. Hacer memoria sobre el ruido que hacían las hojas al mecerse en los árboles añosos, me trae la imagen de una buena amiga de la infancia, Paula, una versión de Tom Sawyer hecha niña. Un corazón –hasta el día de hoy- tan cándido, que pese a las eventualidades de los caminos, conserva la verdad bien amurallada en su interior. Ella se ríe al recordar que yo era demasiado urbana para ese campo, tan antibacterial, me caía en las zanjas, corría tras ella como un caracol trata de alcanzar una liebre. Ella escalaba y yo, mientras,  pensaba en los riesgos que implicaba subir a una torre no muy firme.  Me sentía lenta para su mundo. Paula, por el contrario, llevaba al campo como su reloj biológico. Caminaba descalza, yo ¡ni muerta! Demasiados bichos a mi alrededor. A ella le habían picado unos cuantos alguna vez, pero ni los tomaba en cuenta, eran un vago recuerdo, cosas que pasaban y punto. Si hubiesen habido osos en Chile no creo que el encuentro con uno la hubiera alterado en lo mínimo… yo le tenía miedo al más liliputiense perro. Ella era tan tremendamente feliz, y yo trataba de colarme un poquito en su alegría, pero me faltaban manos para contener una felicidad que yo estaba impedida para tener. La ciudad me había forjado, tiesa-tiesa, y me nublaba. Hace unos días estuve con ella y me habló de lo mucho que le gustaría irse a vivir al campo, pero al campo profundo, donde casi no hubiesen servicios básicos. Me dijo que la ciudad la “desconcentraba”: repitió esa palabra varias veces. Ahora, con el paso del tiempo ella llegó a amar la ciudad, tanto que sus lujos la encandilaron. Me explicaba que sería mucho más feliz si pudiera librarse de todas esas necesidades, pero que lamentablemente lo veía como algo muy lejano.

Ahora yo tengo un marido Tom Sawyer, que vive y se crió en la ciudad, pero que a veces sabe ingeniárselas para hacer como si viviésemos en el campo. Llevo también en mi panza a una pequeñísima que anda a pie pelado, y que espero nos sepa enseñar a lidiar con todo esto. Tengo en mi cabeza a todos mis queridos y me encantaría llevarlos a ese campo que recuerdo. Yo no sé qué es mejor, si vivir acá o allá, pero me imagino siempre que el hombre tiene sus escapes a los malos tiempos, que Dios de alguna manera nos regala una tarde de verano bajo la sombra de un gran árbol, una mesa generosa, unos amigos, sonrisas, protección, una brisa que mueve esas hojas que ahora casi puedo tocar y oler. Amo esas realidades en potencia, porque alguna vez fueron tan de uno, que de nosotros depende si las volvemos a rescatar.

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