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Un pasajero con nombre y apellido

Magdalena Palacios Bianchi

Profesora de Lenguaje y Comunicación, Magíster en Guión, Doctoranda en Educación y Sociedad. Opinión

Vie 7 Jun 2019 | 12:46 am https://www.latercera.com/

Presidente Piñera, ministros y parlamentarios de Chile Vamos en ceremonia que anunció el proyecto de ley de mortinato. Foto: Mario Téllez

Cuando perdimos a nuestra hija, Sofía, de 28 semanas de gestación un amigo nos escribió una carta que decía algo así como que perder a un hijo en gestación era como llegar a buscar a alguien amado al aeropuerto y que esa persona, pese a que el anuncio decía que el avión había llegado a destino, nunca aparecía. Y uno se quedaba esperando, mirando cómo los otros (los del lado) se abrazaban emocionados, llenos de experiencias por contar, mientras que de a poco uno iba cayendo en cuenta de que algo había pasado, algo realmente extraño y malo. Y fue justamente así cómo nos sucedió a mi y mi marido: un doble terremoto el 2010, cuando nos enteramos en septiembre de que nuestra hija estaba muerta dentro de mi vientre.

Me atrevo a decir que duele mil veces más parir a un hijo muerto; traspasa el cuerpo, atormenta la mente. Lo sé porque tengo la fortuna de haber parido dos vivos. Cómo nos duele la muerte, tanto que es tabú, como si no fuera natural y pareciera que si se te muere un hijo es algo muy poco “garboso”. Solo cuando sucede algo así se empiezan a acercar muy solapadamente personas que alguna vez le ocurrió algo parecido y te consuelan. De esa manera te enteras que no eres el bicho raro, sin embargo antes de eso es todo pesadilla. Desde el momento en que te enteras de la muerte de tu hijo hace crack el cuerpo, la mente y el corazón. Una queda como muerta viviente, no entendiendo nada, con miedo y desesperanza. El duelo empieza desde la frase: “Tu hija no está bien”. El problema que el miedo que le tenemos a hablar sobre la muerte muchas veces hace que no hayan protocolos en centros públicos y privados para acompañar estos casos, que facultades de medicina no pongan énfasis en la enseñanza de este tipo de materias, etcétera.

Yo tuve la fortuna de tener una matrona que estuvo al lado mío desde que se supo la muerte de mi hija hasta que la parí y estuve más estable; luego estuve hospitalizada en un sector lejos de maternidad para no escuchar la felicidad de otros padres, el llanto de los recién nacidos; pero sé que muchas mujeres no han podido tener esa suerte, por eso es necesario que todas las que hemos pasado por esto seamos la voz de aquellas que no corren con la misma suerte y pidamos con ímpetu que se legalice el trato humanizado para mamás que pierden una guagua, ya sea durante la gestación o en el mismo parto. Humanizar también significa poder nombrar a nuestro hijos, darles visibilidad, no esconderlos. Psicológicamente es crucial poder nombrar a tu bebé para poder desarrollar un buen duelo que te permita seguir con tu vida sabiendo que esa muerte fue parte de tu historia.

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La Ley Mortinato permitirá que muchos padres puedan inscribir a sus hijos en el registro de muertes fetales del Registro Civil con el nombre que los padres soñaron para él o ella, no como un NN, como se hace actualmente. Es importante que pidamos que este trámite se haga amable para los padres en duelo, facilitando todas las etapas. Que las guagüitas que nos dejaron precozmente sean reconocidos ante la ley y sepultados como corresponde es importante para poder ayudar a entender la narrativa y el sentido de ese día en que fuimos al aeropuerto y no llegó quien buscábamos.

Original en: https://www.latercera.com/opinion/noticia/pasajero-nombre-apellido/689126/?fbclid=IwAR3IRU6Z01JoMXsTSOIBIMw3NSfRq8DWNmt7RFJKx6C_BBQPt7m6_h8Nxlg

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VI. Un secreto.

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Tenía dieciocho años cuando empecé con eso que los psiquiatras llaman crisis de pánico. Lo recuerdo como si fuese ayer. Estaba con mi mamá y una tía comprando una torta de milhojas, justo en la esquina de Eliodoro Yáñez con Ricardo Lyon. Ese día celebrábamos el cumpleaños de la menor de las hermanas de mi vieja y como era tradición familiar desde que mi abuela se casó, siempre íbamos a la misma pastelería. Me acuerdo que mientras ellas conversaban, yo estaba mirando por la puerta de vidrio desde dentro del local hacia fuera. No sé por qué, pero no quería ver a nadie, me inquietaba la idea de tener que saludar y contar detalles de mi vida. Lo único que quería era salir de ese lugar y estar sola. Miré a mi mamá y tía, para decirles que me sentía mal, pero fue imposible captar su atención, creo que estaban mirando el nuevo menú o algo así, por tanto no tenían el mayor interés en querer oír a nadie.

De a poco, empezó a invadirme una ansiedad desbordante. Mis manos temblaban y mi corazón, que era lo que más me aterraba, parecía una bomba en una olla a presión a punto de explotar. Las miré de nuevo y nada. Me acerqué y le pedí a mi mamá las llaves del auto, pero como ella seguía sin responder, no dudé en tomar su cartera. Era raro, porque mientras más me esforzaba en encontrar el llavero menos lo lograba. No sé qué cara habré puesto en mi afán de lograr mi objetivo, pero quienes estaban ahí me miraban como si hubiesen estado esperando que yo hiciera algo más para salir corriendo. Encontrar la llave y salir de ahí corriendo. Cuando la tuve, no dije nada. Ella en cambio, mi mamá, me miró con esa autoridad maternal que hace que sobren las palabras.

Tres días después, el psiquiatra, luego de revisar unos exámenes me diagnosticó fobia social con episodios de crisis de pánico. Para tratarla, escribió una receta ilegible que mi mamá compró en la farmacia que estaba en el primer piso de la clínica.

Sentirme prisionera de mis emociones, fue determinante en mis años venideros. Me convencí que mi felicidad dependía si tomaba o no esa medicina y mi familia, sobre todo mi mamá y tías hicieron lo que estaba a su alcance para que lo creyera.

Mucho tiempo después, luego de haber meditado e instruirme al respecto, sin decirle a nadie, me di cuenta que ya no quería seguir tomando esos remedios, porque a fin de cuentas me privaban de ser quien yo quería. Para evitar reproches y remordimientos le dije a mi mamá que yo los estaba comprando porque ya era hora de alcanzar la independencia económica que siempre había buscado, pero que jamás había conseguido del todo por ese entonces. Protestó un poco, pero la convencí.

Cuando José me dijo que habían sido las pastillas las culpables de que que no me acordara de nada ese día en su casa, llevaba exactamente seis años sin probar esa droga. Así las llamo porque así era como me sentía cuando las tomaba. En fin, seis años de libertad y de confianza. Nadie más que yo sabía que no seguía con el tratamiento. Así que cuando él mencionó que eso era lo que me había aturdido y quitado el sentido de la realidad y del tiempo, de inmediato supe que mentía y que ese tenía que seguir siendo mi secreto, por lo menos hasta que descubriera qué había pasado con Miguel; y conmigo, ese jueves.

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Las propuestas iniciales.

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Otro ejercicio interesante al momento de practicar la escritura creativa es utilizar ciertos juegos como los dados Rory’s Story Cubes. Estos nos permiten forzar la pluma hacia ciertas situaciones o personajes que no necesariamente estaban dentro de nuestros itinerarios. Practicamos así el método (sin dejar el goce de lado) y nos permitimos poner en pausa la pura inspiración. Este fue el segundo ejercicio que realizamos en el taller, basándonos en las historias que la mayoría ya tenía en mente. La idea era tirar el dado cuantas veces quisieran y así ir hilando nuevas ideas, personajes y situaciones que podrían componer lo que va a ser el gran cuento final. Creo que fue una experiencia motivadora para todos, incluyéndome. Lo que podrán encontrar acá son algunas de las propuestas que nos ayudaron a crear los Rory’s Story Cubes.

«Descubrió que la clave para el control del viento residía, principalmente, en el control de sus emociones. Si estaba alegre, soplaba una suave brisa y no había problemas; pero, si se enfurecía, se podía desatar un vendaval del que no tenía control. Por lo tanto, debía mantener un fuerte dominio sobre sus emociones de manera que no fueran ellas quienes mandaran, sino ella (nombre)».
«La tristeza al saber la muerte de su mejor amiga la invadió. Sabía que no debía perder el control de ella misma, pero, francamente, no le importaba. La pena la consumía, pero ni una lágrima cayó de sus ojos. El viento desapareció; no fue como si dejara de soplar, sino que simplemente no estaba, se había formado un vacío en el aire. Vacío que la gente sentía ya que, repentinamente, les costaba respirar. Se ahogaban de la misma manera en que ella se ahogaba en su dolor».
«Conocía el nombre de su asesino. Supo su nombre y todo se volvió negro. La ira tomó control de su cuerpo y dio forma al viento. Jamás nadie había visto tal vendaval. Los árboles eran arrancados de raíz, los tejados de las casas se desprendían y la gente debía aferrarse de donde podía (lo que no era mucho). Todo lo arrancado giraba alrededor de ella, al compás de su pelo también descontrolado. Nada ni nadie podía calmarla. El asesino no tenía escapatoria».
«Sólo él podía calmarla. No podía acercarse mucho, pero ponía todo su esfuerzo en avanzar y hacerse oír por sobre el ruido. Él era el único que conocía su poder por asistir, desgraciadamente, a la primera manifestación de éste (no es buena idea hacerla enojar). Ya estaba cerca. Ya casi podía tocarla. La tomó de la mano y la giró. Sentía su ira y casi retrocedió. Sin embargo, la abrazó, le dio un beso en la frente y susurró: «tranquila…» El viento amainó bruscamente. Su pelo cayó con suavidad sobre su cara y lo miró. Y lloró».
Trinidad Barriga Cruzat.
El dios del trueno.
Todo era más simple cuando los vikingos aún poblaban la tierra. Nuestro consistía, solamente, en proteger a los humanos de los gigantes. Pero luego llego el romano, el hombre civilizado que arraso con los bosques para construir sus ciudades.  Aquel hombre que aprisionaba los campos con adoquines para adornar su incapacidad de dar brote a un nuevo pensamiento. Para los hombres pasaron muchos años, y con el paso de estos fueron olvidándose de nosotros, ahora no somos más que una historia que se les cuenta a los niños. Ya no saben distinguir si venimos de Grecia o Britania. Somos sólo ficción. Mi nombre es Loki, dios del engaño y las travesuras. ¿Cómo pueden creer lo que voy a contar si soy el dios del engaño? Bueno, no lo hagan, soy un simple mensajero del legado de mi hermano y quiero traspasárselo a ustedes. Aún recuerdo la primera vez que vimos a Emer. Thor y yo queríamos visitar Midgar, pero Odín no lo permitía. Por esto decidimos escabullirnos por uno de mis pasadizos para salir de Asgard. El problema fue que, al no ser como el Bifrost, nos dejó en una zona que desconocíamos, una pequeña ciudad en la isla llamada Irlanda. El paisaje deslumbró nuestros ojos, la vegetación era impresionante, una manta verde cubría las colinas mientras lagrimas del cielo mojaban nuestros rostros. Sin embargo lo más hermoso era ella, una joven caminaba bordeando el río. De pronto la orilla se derrumbó y ella comenzó a caer, Thor se precipitó a rescatarla y logró sacarla del río antes de que se ahogara. ¡Por Frejya! Ella era preciosa.  Una cabellera negra azabache enmarcaba su cara, de nariz pequeña y tez blanca; labios brillantes, pero desgastados por el implacable clima de esa región; su silueta era sencilla y bien definida, de estatura pequeña. Lo más perfecto eran sus ojos, ojos de un verde escarlata que reflejaban a la perfección el color del paisaje. Thor la despertó suavemente, ¡que ganas de haber sido yo quien la rescató! Creo que fue amor a primera vista, mi hermano la conquisto con su caballerosidad y melena dorada, sus penetrantes ojos azules marcados por una estrella en la iris fueron los que le robaron el corazón a la mortal.
Carlos Rodríguez Hurtado.

  Cuando se murió mi bisabuela. Recuerdo pocas cosas, pisos de madera, en el patio un parrón, quizá, que ya no daba uvas, porque parece que todo en esa casa se iba muriendo. Tenía 5 años y  estaba con mi hermano Claudio, mi hermana Filomena y mis primos Jorge y Diego. Jugábamos debajo del parrón y yo vestía un trajecito de lo más ridículo, el traje sumado al calor de esa tarde de verano, hacía que me picara todo el cuerpo. De pronto nos llamaron adentro de la casa, para celebrar una misa por mi bisabuela. Siempre me llamaba la atención que hubiesen tantos señores, en estas cosas familiares,  que te demostraran tanto cariño sin que me conocieran realmente. Yo jamás había hecho nada por ellos y aun así me daban besos y me decían que estaba grande, que por lo demás, yo sabía que no era cierto. Muchos me dijeron que me habían conocido de guagua y eso me dio vergüenza, se supone que solo mi mama me debió de conocer de chico. El hecho de que gente extraña me hubiese visto quizá desnudo, aprovechándose de mi inconciencia de recién nacido me resultaba sumamente inquietante y hacia que me picara aún más el cuerpo. Durante la misa moleste a mi mamá sacándome los mocos, ella me pegaba en la mano cada vez que la metía en mi nariz. Este es un favor que le hago a veces a mí mama, porque después le cuenta a sus amigas que Alfonso esto, Alfonso lo otro y se ríen a carcajadas de las cosas que hace uno. Es para que haga cosas de mama y  se sienta orgullosa de ello. Después de la misa, nos llamaron a todos los primos porque nos tenían una sorpresa. En el segundo piso, lugar al que jamás habría tenido la osadía de subir solo, había una mesa. En esta mesa habían repartidos, cientos de cosas, lapiceras, relojes, cadenas, fotos, adornos, etc. La idea era que cuando contaran tres, cada uno sacara lo que le gustase. Como yo era pequeño, cuando comenzó la repartija no pude sacar nada, asique mi papá saco una cortapluma para mí y me la dio. En un principio no le di mucha importancia a la cortapluma.

J. Agustín Silva Alcalde.

  Cuando desperté vi algo raro en mi cama; yo no recuerdo haberme acostado en este lugar. Y esta camisa ¿Cuándo me la puse?  Me tiene los brazos entumidos. – ¡Ana!  ¡Ana ven aquí por favor!                                                                                                                                               – Silencio don Juan que va a despertar a los demás.                                                                                                                    – ¿Qué demás? ¿Quién es usted? ¿Dónde está Ana? ¡Ana!                                                                                                    – Cállese, que está en un hospital -le dice la enfermera en tono firme y casi susurrando.                                                                                                                                                                                        – ¿Quién es usted? ¿Por qué me hace callar?                                                                                                                               – Soy la enfermera que esta a cargo de usted, y le hago callar porque no se puede gritar en un hospital. ¿Por qué estaré en un hospital? ¿Habré tomado tanto anoche que  no me acuerdo de nada? pero ayer fue lunes, yo no tomo en días de semana. – ¡¿Qué está haciendo?!                                                                                                                                                                    – Le pongo una inyección para que se tranquilice. Eran las seis de la tarde, ya había pasado un mes desde que Juan está internado; Ana está en el pasillo, siempre atenta a lo que pasa, es que aún no puede creer lo que sucedió. -¿que pasó? hasta acá se escuchaban los gritos de Juan, ¿se va a mejorar?                                                                        -no creo, ya es quinta vez que se levanta pensando que está en su casa, no entiendo por qué no muestra mejoría, pero ya lo sabrá el medico con los exámenes.                                                                                         -espero que se mejore, no se qué haría sin él. “Más de lo que haría con él” pensaba la enfermera, riéndose por dentro pero mostrando compasión en el rostro. 2 de Febrero Cuando Ana miró dormir a  Juan se veía preocupada, en verdad necesitaba saber qué le pasaba a su marido; en treinta años de casados jamás había dado muestra de alguna enfermedad; ‘’ ¡es que él era muy sano, no es posible que de repente haya perdido así la cordura! ’’ Pensaba con angustia. -Ana, ¿Qué haces mirándome así?                                                                                                                                                            -¡Juan! ¡Estas despierto!                                                                                                                                                                               -¿En qué lo notaste?                                                                                                                                                                                      -sigues con el mismo humor de siempre.                                                                                                                                             -¿A qué te refieres?                                                                                                                                                                                    -¿No te acuerdas de nada?                                                                                                                                                                                  -claro que acuerdo de todo; ayer cenamos juntos como siempre, y luego de fumarme cigarrillo me acosté, y ahora me miras como si mil cosas hubieran pasado en una noche.                                                                                                                                                                                               – ¡Es que un mes entero ha pasado desde esa noche! -le dice con desesperación.                                                                                                            -¡como se te ocurre semejante cosa!  ¿Dices que he perdido un mes de mi vida sin saberlo?                                                          -¿es  que acaso no te das cuenta de donde estás? , esta no es la casa, en la noche de la que me hablabas, luego de cenar te desmayaste y llamé a la ambulancia para que te fueran a buscar, y ahora despiertas pensando que estas en la casa, y que solo a pasado una noche.                                                             -no es posible, y ¿Por Que me habrá pasado eso?                                                                                                                        -eso es lo que está averiguando el médico                                                                                                                                      -pues anda a ver  lo que sucede y después me cuentas. Ya son las doce y media de la tarde y Ana se encuentra con el médico para preguntarle acerca de los exámenes, prestando atención a cada detalle de lo que le dice.                                                                                           – ¿Que tiene mi esposo doctor?                                                                                                                                                                     -los exámenes no muestran algún daño cerebral, por algún motivo que desconozco no puede guardar los nuevos eventos en su memoria y por eso despierta siempre pensando que es el mismo día                                                                                                                                                                                               – ¿Qué podemos hacer?                                                                                                                                                                                        -lo más conveniente es que evaluemos cómo va evolucionando su situación, esperando que pueda retener en su memoria todo lo que ocurrió en el día y despertar al día siguiente con la capacidad de recordarlo.                                                                                                                                                                                                                   -iré a decirle lo que le ocurre, para que pueda hacer un esfuerzo para no olvidar las cosas que pasan.                                                                                                                                                                                                             -creo que lo más conveniente sería no decirle nada, para no  hacer trabajar más su mente y así no nos arriesgamos a un problema mayor.                                                                                                                                               -tiene razón…                                                                                                                                                                                                                 -y es mejor que usted vaya a distraerse a algún lado, para que no le afecte demasiado.                                                                                                                                                                                                   -sí, lo más conveniente seria irme unos días con mi hermana, para despejarme un poco. 3 de febrero                                                                                                                                                                                                                 ¿Qué hago aquí? Quizá qué porquería habré hecho. Mejor me voy antes de que me encuentren.  ¿Cómo podré irme sin que se den cuenta?, abriré la puerta para ver si hay alguien, ¿será esa mujer una enfermera? Aprovecharé que entró al baño para irme. Al salir a la calle, don Juan se sube a un taxi sin darse cuenta de que llevaba puesto el camisón del hospital. -Buenos días -Buen día, ¿A dónde lo llevo? -Lléveme a Av. Grecia por favor. -Bueno… ¿y ese camisón? Si parece que viene de una operación-le dice el taxista con tono burlesco. -Es que estaba en curaciones, pero me dio miedo y me arranqué así no más. Luego; cuando  Juan llegó a su casa, se dio cuenta de que no tenía las llaves para entrar, por lo que decidió entrar por la ventana que siempre permanecía abierta por la claustrofobia de Ana. Una vez  que logró entrar comenzó a vestirse, al  salir no sabía que hacer puesto que era ya muy tarde para ir a su puesto de trabajo, así que decidió ir a tomar un café en el restaurante   que le quedaba más cerca y al cual iba de vez en cuando. -Hola, me puede servir un café por favor. -¿Lo quiere con o sin crema? -Con crema por favor. ¿Y en que momento se dejó crecer el  pelo este otro?, si les sale de un día para otro, y uno que cada día va quedando más pelado. -Gracias ¿Por qué habré despertado en un hospital?, es muy raro. Al momento en que se tomó el café pidió la cuenta para irse a caminar por la calle. Ya eran las nueve de la noche cuando Juan decidió volver a su casa para dormir, en el momento en que se da cuenta que no sacó las llaves, y que tendría que entrar de nuevo por la ventana; estaba en eso cuando una patrulla que estaba pasando por el lugar se da cuenta de que estaba intentando entrar a la casa por la ventana, no tenía cómo justificarse, puesto que tampoco tenia sus documentos, así que lo llevaron detenido. 4 de Febrero Cuando don Juan despertó en el calabozo estaba desesperado,  no entendía como podía haber llegado hasta ahí mientras dormía. ¿En qué momento llegué aquí?,  me acuesto a dormir tranquilo con mi esposa y despierto con este pelafustán en una celda, quizá en que me habrá metido, y yo ni lo conozco. -¿Tu sabes por qué estoy acá? -según me contaste anoche por que te estabas metiendo a tu casa -dice burlándose el compañero de celda. ¿Éste está loco?, cómo me van a llevar preso por entrar a mi casa, y encima de todo que se lo dije anoche, ¿creerá que soy imbécil? claro que si le digo algo quizá qué cosa me hace. -¿y crees que estemos mucho tiempo aquí? -no, si aquí nos sueltan rápido, siempre es lo mismo, te hacen perder una noche, y después con suerte firmas una vez a la semana. – ¡Ya! Paren de cuchichear, se tienen que ir por falta de cargos, y espero no volver a pillarlos de nuevo. -entendido – respondieron al unísono. En el hospital todo era confusión, no podían entender cómo se les podía escapar una persona en ese estado, la enfermera que tenía a don Juan a su cargo estaba vuelta loca, ¿Cómo explicaría lo que pasó? ¿Cómo puede irse un paciente sin que nadie se diera cuenta? Don Juan, al no poder comprender lo que estaba sucediendo decidió ir a tomar algo por ahí; cualquier cosa servía para distraer su mente de esa interrogante que lo estaba matando. ¿Cómo fui a parar de mi cama a una comisaría?, de la cama al refrigerador puede ser, ya me ha pasado muchas veces, pero de la cama a la comisaría, ¡imposible!

Ismael Sánchez.

Cuatro personas aceptan voluntariamente viajar al fin del Universo para descubrir lo que allí se esconde. Es un viaje sin retorno y, por lo tanto, muy significativo y personal para los tripulantes, los cuales sufrirán las consecuencias de estar tan lejos de sus hogares y de la civilización.
Felipe Stark.
Dos niños, un hombre y una mujer entre diez y doce años, se juntan un día para ir a la casa abandonada que se encuentra en la esquina de su calle. El cuento transcurre en la inspección de esta casa a la que van y según las cosas que ven y se encuentran dentro de ella se imaginan lo que pudo haber pasado allí, las personas que la habitaron, las cosas que pudieron ocurrir…
Es un cuento principal dividido en dos relatos paralelos: lo que ocurre en la imaginación de los niños, cada uno por separado porque imaginan cosas diferentes, contado a modo de relato, no sólo imágenes estáticas.
Magdalena Navarro.
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Un dulce cadáver exquisito.

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Mis alumnos del Taller de Escritura Creativa de la Universidad de Los Andes realizaron este cadáver exquisito como primer ejercicio colectivo. La idea era rescatar de manera individual algo más coherente y atractivo de la propuesta inicial que hicieron a nueve manos. Así fue cómo encontramos el cadáver…

Entrada la madrugada, el sujeto se deslizó por la puerta y sacó de su chaleco negro un cuchillo. Tenía que ser rápido y actuar sin titubeos; ante el mínimo estremecimiento todo se iría a la mierda en un instante. Pero en medio de todo recordó que en su bolsillo se hallaba el último cuchuflí. ¿Cómo lo usaría? ¿Cuándo sería el preciso instante en que todo se llevaría a cabo? No era tiempo aún de saber la respuesta, quizá otro día se decida a usarlo. Después de todo, la decisión es un problema delicado. Se recuerdan casos, por ejemplo, de cómo este instrumento electrocutó un gato. El pobre jamás había causado mal alguno, pero un día decidió salir a pasear.  Con un par de sandalias  y 62 pesados años en el cuerpo, se decidió a hacer lo que nunca había hecho: pedirle al vecino que dejara de tocar batería. Sin embargo, el vecino no estaba. Descubrió que no era más que el arrítmico palpitar de su cerebro. Todo se hacía, de pronto, difuso. Sólo podía ver a su propia sombra que le pedía un cigarro. Se lo cedió con una sonrisa cadavérica. Esa maldita sombra lo estaba dejando sin cigarros, y era hora de deshacerse de ella. Se encasquetó el sombrero verde limón y salió tarareando a la calle. Mientras tarareaba una dulce melodía, su loro verde limón, a juego con su polera, la seguía volando por sobre su cabeza y llamando la atención de todo el pueblo. Pero pronto la desviaban para fijarse en que todos los animales la seguían sólo por su música. Y era cierto, los animales escuchaban aquellas misteriosas melodías y no podían evitar seguirla. No era que quisieran saber de dónde provenía, para eso no tienen entendimiento; escuchaban los ritmos y quedaban como hipnotizados. Pero después de todo no importaba. Como la luz rota entre las hojas de los árboles, sería como si nunca hubieran estado en otra parte ni en otro momento. Quedarían suspendidos en eso que sonaba diluyendo su voluntad.

Trinidad Barriga

J. Tomás Fuenzalida

Alfonso Herreros

Magdalena Navarro

Ismael Sánchez

J. Agustín Silva

Felipe Stark

Ignacia Ugarte

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Penúltimo capítulo

Castor Americano (Castor canadensis)

Castor Americano (Castor canadensis)

Ya llevaban más kilómetros recorridos de los que a Mónica le hubiese gustado. Desde hace varias horas (más de las que le hubiera gustado a Rafael) se venía quejando de un dolor agudo en la espalda que ahora se venía a incrementar con el frío que había pasado en el transbordador hacia Tierra del Fuego. Ya no sabía qué posición adoptar en el auto, incluso a veces tenía que estirar la silla del copiloto al punto de que los pies de Diego quedaban comprimidos en la parte de atrás del jeep. El yerno no se quejaba e incluso exponía frases como: no se preocupe suegrita, todo sea por su bien. Yo soy joven y lo puedo soportar. Sin duda el hombre que toda madre querría para su hija. Fue justamente cuando Diego pronunciaba una de sus máximas cuando un castor perdido se cruzó en la carretera y Rafael, a pesar de aplicar el freno, lo chocó. Todavía confundido sin saber bien qué era lo que veían sus ojos, salió del auto y se paró al frente del jeep cuando inmediatamente vio que un castor se levantaba y se ponía en alerta presto a una embestida. Nunca habría pensado que una cosa tan tierna y absurda pudiera ponerse en posición de ataque ante un gigante como yo, pensó. Rió y miró al suelo tomándose la espalda para paliar un leve dolor en la zona lumbar, justo en el momento en que el animal aprovechó su distracción y le mordió el zapato, atravesando con sus paletas el cuero del calzado, alcanzando de manera no gentil dos de sus dedos que comenzaron a chorrear sangre.

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