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El soldado herido

Para nuestra Sofía, con la esperanza de abrazarte eternamente en el Cielo.

Gastón, el juguete soldado preferido de Pablo, había caído herido en plena guerra. Su pierna estaba doblada, casi suelta. Había dado la vida por su batallón, haciendo el sacrificio más grande por sus compañeros.  El soldado, tirado en la mitad de la pieza, lloraba su derrota. El niño imaginaba cómo había sido la batalla en donde lo habían dañado y estaba seguro que su Gastón era el más valiente de todos los muñecos, pero al mismo tiempo sentía el frío de la tristeza en su cuerpo porque no sabía cómo arreglarlo. No se imaginaba la vida sin él. Esa noche estaba su tío Antonio en casa cuidándolo a él y a su hermana Patricia. Entonces, decidió ir a preguntarle cómo mejorarlo. Caminó hasta la salita donde el tío veía televisión y le contó lo que había pasado. “Eso pasa porque no cuidas tus juguetes, es culpa tuya”, le contestó él. “No, no”, dijo Pablo, “a mi soldadito lo hirieron en la guerra, le dispararon, le pegaron, mil, millones de soldados lo atraparon, un tanque le pasó por encima, lo aplastó… ¡hubieras visto cómo se defendía él!”. “Pablo, ¡no seas mentiroso! Déjate de inventar. En castigo no te voy a ayudar a arreglarlo, para que aprendas. Ahora déjame ver el programa.”, dijo enojado su tío mientras le subía el volumen a la televisión. Pablo se fue con un nudo en la garganta, con tanta pena y rabia, que tenía ganas de romper todo lo que había en su camino. Se tiró en su cama a llorar y sentía tanta pena que hasta le dolía el cuerpo. De pronto llegó su hermana Patricia y le preguntó qué le pasaba. Él le contó que el tío Antonio no le creía que su soldadito había sido herido en guerra, que le había dicho mentiroso y que no quería ayudarlo a arreglarlo. Patricia se acercó a él y le dio la mano. Pablo sintió lo suave de su piel y un olorcito a dulce, mientras ella le decía despacio: “Tranquilo, tú sabes qué es lo que de verdad pasó. Mira, de tanto cariño que le tienes a tu juguete te pareces a él: tirado, llorando, como desarmado después de una guerra. Ahora duérmete mejor y descansa para que mañana hagamos un plan para armar a Gastón.” Pablo, después de estas palabras sintió una paz en su corazón que le permitió dormirse profundamente. A la mañana siguiente, cuando recién comenzaba a salir el sol, el niño abrió sus ojos y vio frente a él a su soldadito bien parado, con su pierna en su lugar y su casco de guerra más reluciente que nunca. En su pecho había una estrella que él no recordaba. Pablo se levantó  de un salto con una gran sonrisa mientras juraba escuchar una música militar que invitaba a todos los compañeros soldados a empezar con fuerza el día. ¡No había tiempo que perder! Pablo tomó a Gastón y partió a investigar qué batallas y peleas le preparaban ese día y todos los otros que les quedaban por vivir.

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Jueves

Boissevain for Womens Suffrage, 1913. Library of Congress, Prints and Photographs Collections.

Boissevain for Women's Suffrage, 1913. Library of Congress, Prints and Photographs Collections.

Para Carlota el mundo era un redondo y perfecto jueves. A veces la vida tenía sus fenómenos extraños, que últimamente sucedían cada vez más seguido, pero todo estaba en orden en ese pequeño, ritual y único jueves. Claro que el día de Júpiter tenía vueltos locos a todos los familiares que vivían con ella. Ningún psiquiatra había podido explicar por qué esta anciana mujer estaba segura que, fuese el día que fuese en que le preguntaban en qué fecha estaban, ella decía que no sabía el número, pero que sin duda era jueves. Claro, demencia senil decía el neurólogo, ahí está, pensaban los familiares, ahora entendemos todo. Con razón.
Carlota añoraba su casa de casada en donde tenía todas sus cositas. Se preguntaba si esta Navidad podría pasarla allá, recordando cómo su difunto esposo se ponía cada vez más dulce en su agonía. Recién a esa edad le había empezado a gustar la idea de estar casada, aunque su esposo estuviera gravemente enfermo, todo cobraba sentido. El día en que Carlos, su marido, expiró, le había preguntado por lo menos diez veces qué día era. Carlota se había enojado y le había dicho que hasta cuándo le preguntaba lo mismo. Para que se dejara de repeticiones, le había puesto una hoja escrita al frente de él en donde se leía con color rojo: “Hoy es jueves”. Ese mismo día Carlos abrió los ojos, ya sin fuerza, preocupado, angustiado por el hecho de que su Carlota lo podría olvidar. Lo último que leyó antes de morir fue que ese día era el cuarto de la semana. Era un jueves común y corriente que nadie recordaría sin esfuerzo, excepto ella.

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