
Boissevain for Women's Suffrage, 1913. Library of Congress, Prints and Photographs Collections.
Para Carlota el mundo era un redondo y perfecto jueves. A veces la vida tenía sus fenómenos extraños, que últimamente sucedían cada vez más seguido, pero todo estaba en orden en ese pequeño, ritual y único jueves. Claro que el día de Júpiter tenía vueltos locos a todos los familiares que vivían con ella. Ningún psiquiatra había podido explicar por qué esta anciana mujer estaba segura que, fuese el día que fuese en que le preguntaban en qué fecha estaban, ella decía que no sabía el número, pero que sin duda era jueves. Claro, demencia senil decía el neurólogo, ahí está, pensaban los familiares, ahora entendemos todo. Con razón.
Carlota añoraba su casa de casada en donde tenía todas sus cositas. Se preguntaba si esta Navidad podría pasarla allá, recordando cómo su difunto esposo se ponía cada vez más dulce en su agonía. Recién a esa edad le había empezado a gustar la idea de estar casada, aunque su esposo estuviera gravemente enfermo, todo cobraba sentido. El día en que Carlos, su marido, expiró, le había preguntado por lo menos diez veces qué día era. Carlota se había enojado y le había dicho que hasta cuándo le preguntaba lo mismo. Para que se dejara de repeticiones, le había puesto una hoja escrita al frente de él en donde se leía con color rojo: “Hoy es jueves”. Ese mismo día Carlos abrió los ojos, ya sin fuerza, preocupado, angustiado por el hecho de que su Carlota lo podría olvidar. Lo último que leyó antes de morir fue que ese día era el cuarto de la semana. Era un jueves común y corriente que nadie recordaría sin esfuerzo, excepto ella.