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XI. La carta que encontraste sobre tu cama.

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Sincerémonos. José, por favor, seamos honestos. Hablemos con la verdad. No soy de las que tienen miedo, quiero saber si hay algo que no me hayas contado. Nada de lo que me puedas contar me va a aterrar. Tu sabes mi historia, sabes por lo que he pasado. No le temo a nada. El pánico para mi no existe. Háblame. ¿Te doy algo de lo mío? Estoy cansada de todo esto. De las leyes, de lo corrupto, de cómo se nubla el sol, de cómo la luz se entremezcla con lo falso, con las normas. Me desagradan los maestros de la ley en sus tronos paganos. No puedo dejar de pensar en esos tonos graves de Jesucristo Superestrella. ¿Te acuerdas? Si no me equivoco una vez la vimos juntos en tu casa, cuando todo era más fácil. La tengo en mi cabeza: Must die, must die, this Jesus must, Jesus must, Jesus must dieeeeee! ¿Te acuerdas? Yo sí, perfecto. Como si fuera ayer. Ayúdame a entender todo esto. Creo haber llegado entender que nadie más que tú me puede dar una explicación. Me hartan estos intelectuales, no hay nada de ellos que pueda desear. Aborrezco la academia. Estoy cansada, abatida, por las correcciones, los deberes. Quiero que todo esto se purifique, pero sin reglones humanos. Tú me tienes que entender, todo esto está podrido, qué más se puede hacer. No se puede hablar porque te censuran. Te cierran el pico a puntadas con agujas. La sangre chorrea y a nadie le importa. Todos cuidan sus bolsillos y listo. Uno trata de enseñarles en bien a sus hijos, pero no, cómo van a saber que sus mismísimos padres son corruptos. No, no, por favor, qué pecado, que el hijo no sea mejor que el padre, que no salga del barro. Padre hay uno solo. Que nadie se meta en mi billetera porque ahí está mi alma. Mi espíritu y mi todo. Qué mierda, estoy harta José, háblame con la verdad. Acuérdate de mi como esa niñita que conociste hace años, a la que le contabas todo. Yo escucho. Yo no enjuicio sobre “intimidades” inexistentes. Todo lo que ha sido creado parece hablarme, menos tú. Y sospecho que lo sabes. Espero tu respuesta.

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VII. 1985.

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Miguel Blanco llevaba de la mano a Ana, su señora, quien por ese tiempo andaba por los seis meses de gestación de la que sería su segunda hija. Tenían cita con el doctor, la ecografía de rigor. “Qué panza más linda”, no se cansaba de repetir Miguel, “qué belleza mis dos mujeres”. José los acompañaba y se sabía rey entre toda esa función. Lo ilusionaba mucho eso de tener una hermana y de ser llamado el mayor.

Cuando llegaron a la consulta del médico, Ana estaba algo preocupada e inquieta. Esa panza efectivamente tan linda le pesaba, estaba cansada y veía un buen trecho por venir en el embarazo. Con José todo había sido normal. En cambio, con su nueva hija se la había pasado vomitando desde el día en que supo que había concebido. A José le encantaba ir a ver en la que llamaba “tele rara” a su hermana. Escuchar su corazón era mágico. Sentía que la espiaba y a sus dos añitos sabía imitar perfectamente el sonido que hacía el corazón en el ecógrafo. Pero ese día el ruido fue distinto.

Ana se recostó. El médico puso el gel sobre su abdomen y lentamente pasó el instrumento que los ayudó a ver a la hija y hermana especialmente tranquila y serena. José ladeó su cabeza para ver mejor la imagen y saludó con su mano. El médico puso cara de preocupación y, habiéndose dado cuenta de esto, Miguel y su señora, también. Ana recordaría para siempre la sensación de no sentir su propio corazón por haber perdido el de su hija. “Pom pom crac”, juró escuchar José. Su hermana los había dejado prematuramente y sin explicación. Pom pom crac, mamá. Pom pom crac, papá.

Ese día fue un antes y un después. Desde esa fecha el juez Miguel Blanco supo que existía el Infierno y el Cielo. En ese orden. Eso, en parte, le dio el valor. Lo puso bravo. Aguerrido. Vivo. Temerario. No había tiempo que perder. No había mucho de qué hablar. Habían prioridades, sí, y sitios a los que había que tratar de llegar.

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