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No hay tiempo que perder

En una fina selección de todos nuestros lugares idlicos

En una fina selección de todos nuestros lugares idílicos

Extracto de “El perro”

Veo a Antonia gritando, llamando por teléfono, volviendo a gritar y, lo último tangible que sé de ella, es que me abraza y se calma un poco. Duermo en un sueño conmovedor y creo que los dioses me permiten volver a tenerla mediante una ilusión que me recoge y me mantiene como en pausa. Estamos en un lago del Sur de Chile, no podría identificar exactamente cuál es pues pareciera ser una mezcla de muchos lugares que hemos conocido. Yo estoy tirado en la arena tratando de tapar el sol y, básicamente, me revuelco en el ocio. Pero hay algo que no anda tan bien. Hay una mujer preciosa bañándose en el lago que me da la espalda, se pavonea moviéndose hacia dentro de agua y se toma el pelo, uno glorioso que da la sensación de ser una elegante cuerda para ahorcarse con la mayor de las felicidades. Pero ¿dónde está Antonia? Se supone que, como decía antes, yo estaba con ella en el sueño. Esa era mi sensación al menos. Me pongo a gritar su nombre, siento angustia, me paro con el fin de caminar. La otra mujer sigue bañándose como si nada, preocupada de que se le vaya la vida en su espectáculo de sensualidad.
¡Antonia!, ¡Antonia!, ¡Antonia!
Me detengo a tomar aliento en un árbol. Me cuesta respirar y algo huele mal. Mis ojos están totalmente idiotizados con la mujer que se baña. No puedo evitar contemplarla. Quiero estar dentro de ella, aunque mi cabeza me pesa tanto. Me siento culpable de estar deseándola con tal ansia. Sin embargo, sé que le voy a fallar a Antonia. Es demasiado fácil el lugar y la posibilidad. Voy a sentarme al frente del lago y, sin saber bien qué hago, cubro mi cara con mis manos y comienzo una oración o conjuro mental. Cuando libero mis ojos y subo derecha la cabeza veo que la mujer se deshace de la parte de arriba de su bikini. Sin él se me imagina una ninfa, la más poderosa de todas. Me paro, decidido a hacer algo para tenerla cerca de mío. Ella, de espalda, me llama y me invita a bañarme con ella. Entro al agua, cálida, que me condiciona hasta la punta de la cabeza. Es todo tan flexible, el agua se siente más que lo común, es más densa. Es la extensión de sus brazos, de sus manos, que ya me están tocando. Llego a ella. Con un dedo recorro su columna vertebral. Ella toma mi mano y se da vuelta. Su boca es demasiado evidente para dejar de darme cuenta en medio de un beso que ésa es mi Antonia. Estoy tan feliz que quisiera ahogarme ahí mismo con ella en medio de ese enredo que causa su pelo y nuestros cuerpos. Ella llora lágrimas tibias que se integran al caos. Dice que está tan sola y yo le digo que cómo puede ser si yo estoy ahí. Contesta que no sea iluso, que eso se trata de un sueño. Me siento apenado y le rebato las palabras. Le digo Anto qué más quieres como evidencia. Yo estoy acá, tú también y estamos en una fina selección de todos nuestros lugares idílicos que hemos conocido. Me pide perdón, dice que tengo razón, que olvide todo eso. Se pone al día con el desorden que tenemos. No hay descanso, no hay tiempo que perder.

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¡Usted no lo haga!

La triste historia de las Palmas de Cocalán

Claro, un noble e inocente extranjero (o incluso chileno), puede tener la brillante idea de salir por el día de Santiago y piensa en esa exótica miel de palma que alguna vez probó y que dejó de comer por temor a que sólo por su glotonería chilito se quedara sin palmas. Y zás, la conciencia ambiental que han forjado en nosotros nos hace decir entre copas: «Hey, ¿y si vamos mañana a las Palmas de Cocalán?». Los demás se suman colgados de su espíritu de aventura (es decir, en este caso más precisamente, de no planificar) y al otro día a las 8 de la mañana ahí están los exploradores. Listos. Parten, se pierden un poco y es divertido, tienen mucho para hablar y llevan bastante comida para hacer un buen pic nic en las palmas. Uno de los compañeros de ruta saca a la luz su lado empollón y cual mateo empieza a contar que la cuenca de Colacán es uno de los pocos lugares en donde la palma es abundante. Y no, no dice «las Palmas de Cocalán», dice: Jubaea Chilensis. Como todo buen ratón de biblioteca recibe una broma burlesca y todos siguen camino. Las tripas de la tripulación comienzan a manifestarse: hambre y sed en aumento notable. ¡El letrero que anuncia que las Palmas están cerca! Están salvados. Siguen un camino que ahora es de tierra y  está en mal estado y el organismo rebota sin misericordia: tripas, hambre y sed juntas. Más de media hora avanzando y llegan al final del camino. Están frente al portón del fundo de la Hacienda de las Palmas de Cocalán. Portón feo, poco amable y con un monumental candado. Antes de dicho portón hay una pequeña casa al borde del camino, dos de los tripulantes se bajan de la nave y llaman a ver si alguien sale al encuentro. Justo a tiempo se acerca un don huaso y les dice que el parque de las palmas es propiedad privada y que no pueden entrar de ninguna forma. No hay excepciones. Los tripulantes se reúnen, se miran decepcionados, maldicen, y optan por un plan b que no tiene a las Palmas de Cocalán dentro de sus opciones. Usted no repita la triste historia de las Palmas de Cocalán. Usted, por favor, no lo haga.

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