Dejemos al menos unos días para pensar en lo que nos ha pasado, para enterrar a nuestros muertos, para volver a respirar un poco más tranquilos. Démonos cuenta de lo mínimos que somos y de nuestra condición de hijos. Abramos nuestros ojos: nuestras casas no son ya tan casas, no somos amos de nada ni de nadie, nuestro miedo es el mismo que el de un animalito perdido entre los escombros. Queremos ayuda, no podemos más. Estamos acabados. Nos ha sido dada esta frágil tierra que amamos y no la vamos a dejar; las tragedias son parte de nuestra idiosincrasia, no es que estemos viviendo algo demasiado nuevo, pero duele… y parece ser el peor sufrimiento de mucho tiempo. Los malos ratos del año que recién pasó son un vil chiste comparado con esto. Y ahora para colmo muchos de nuestros compatriotas se vuelven en contra de sus hermanos, para robarles, matarlos, saquear sus casas, y así apoderarse de cosas que no les servirán de nada si vuelve un terremoto igual o peor del que acabamos de vivir. Alguna vez escuché a alguien quejarse de ganar poco dinero, otro le dijo: “Para qué quieres más plata, si no te la vas a poder llevar para arriba”. Hay pobres que se rebelan en contra de sus mismos pares, así mismo como un rico que se rebela en contra de la voluntad de Dios. Hay periodistas chilenos que al principio estuvieron alegando violación a los derechos humanos si ingresaban militares a la zona de conflicto, sus ideologías y prejuicios los cegaban, mientras sobrevivientes de la catástrofe tenían que armarse de palos para defenderse de turbas que llegaban con armas de fuego a desvalijar sus casas. Las víctimas llegan a decir que lo peor no fue el horrible terremoto, sino la guerra que se produjo después y que los mantenía en una incertidumbre total. Se habían salvado de una grande, pero ahora venía una peor: la experiencia de que el hombre, a veces, es un lobo contra él mismo.
Dios bendiga como nunca a Chile y nos ayude a levantarnos. ¡Fuerza, Chile lindo!