
La bruja Eme era conocida en su tierra por ser una mujer fina, elegante, emperifollada hasta la punta del pelo y, por sobre todo, sabia. Ayudaba a la gente con sus trucos y les regalaba sacos con una nueva vida cuando estaban tristes. A pesar de que todos creían que las brujas eran malas, esta era bondadosa, sólo que había heredado de su mamá hechicera la vanidad, el pasarse todo el día con un lápiz en la boca tratando de pronunciar bien las palabras o peinándose su largo pelo que adornaba con polvos de primavera. Caminaba alrededor de su casa, bien parada, con un libro en la cabeza, mientras leía otro que sostenía con la mano derecha en alto. Le gustaba recitar poesías en voz alta y, de vez en cuando, cuando había cumplido con sus tareas de crear hechizos y ayudar a la gente del pueblo, escribía sus propios poemas. Y era feliz, sumamente feliz.
Todos los aldeanos disfrutaban yendo a su casa, especialmente los niños, porque siempre salían con alguna deliciosa receta preparada por la bruja Eme. Un día por ejemplo, llegó Carlos con su mascota y le dijo a la hechicera: “Hola querida maga. Necesito que me ayudes porque mi perrito está enfermo, anda cojo y triste.” Por lo que Eme invitó al niño a la cocina, lo dejó comiendo exquisitos platos, mientras ella curaba con su magia a la mascota de Carlos. Eso sí, para curar de buena gana a la gente o a sus animales, les pedía que le recitaran su poesías favorita y bien pronunciada. Si la expresaban mal les decía: “Bueno, veo que nos practicado lo suficiente. Vuelve a tu casa, estudia, párate frente al espejo para ejercitar y vuelves cuando estés preparado.” Claro que la bruja Eme siempre terminaba por ayudar a la gente porque en dos o tres días ellos llegaban de vuelta arregladitos, perfumados y hablando correctamente. Así Eme se llenaba de orgullo y se abanicaba mientras le recitaban su poesía favorita.
Pero un día de esos llegó un niño, Gabriel, a suplicarle por algo que nunca le habían pedido a la bruja Eme. Él conocía la fama de la hechicera y por eso se preocupó de llegar con un traje impecable, bien peinado y con un olor a jabón que podía sentir hasta el científico loco del pueblo que pasaba encerrado en su laboratorio. Tenía un pañuelo de seda rojo en el bolsillo de su traje por lo que la bruja, al verlo de lejos, pensó: “Éste debe tener problemas de amor, veamos cómo le puedo ayudar.” Pero no. No se trataba de penas del corazón. Eme lo hizo pasar al living y le dijo: “Antes de pedirme ayuda, debes recitar mi poema favorito.” Gabriel, con una sonrisa en la cara, comenzó a decir el poema, pero sucedía que no se le entendía nada de nada. La hechicera comenzó a ponerse nerviosa y viendo que la situación no mejoraba porque el niño decía una sarta de palabras raras sin rendirse y callar, comenzó a enojarse. Eso también era heredado de las brujitas malas, sus antepasados. Cuando Gabriel abría la boca y no decía nada comprensible, Eme se comenzaba a poner roja de ira y se le hinchaban las venas del cuello como sólo se le hinchan a las brujas. Viendo este espectáculo, Gabriel calló y se sentó en un sofá cercano con las manos entrelazadas, como rezando. Se sentía muy nervioso y esperaba que la mujer que estaba al frente de él lo entendiera. La hechicera esperó unos minutos para calmarse y no cometer alguna tontería y le dijo: “Niño, yo no puedo ayudarte. Tu sabías que yo le pido a los aldeanos que reciten mi poesía favorita para poder hacer hechizos que los mejoren, pero tú tienes un serio problema. Anda a tu casa, practica y vuelve si es que mejoras.” Cuando Eme vio que Gabriel se alejaba, cerró el portón de su casa y se dijo a sí misma: “Uf, nunca me había tocado un niño tan enredado para hablar. Por suerte que se fue porque faltaba poco para que me saliera fuego por la boca de lo enojada que estaba.” Sin embargo, el niño no demoró en regresar. Temprano al día siguiente estaba en la puerta de la maga, bien peinado, con olor a jabón y vestido elegantemente. Los ojos negros de Gabriel estaban ese día más lindos que nunca, grandes y llenos de esperanza, brillando de agradecimiento. La bruja lo recibió con paciencia y le dijo: “Bueno, veámos cómo lo haces hoy.” El niño se paró en la mitad del living y comenzó a recitar con muco orgullo, pero sucedía que esta vez tampoco se le entendía nada, le salían palabras entrecortadas y la bruja sentía que le habían cambiado su querida poesía. Eme aguantó sólo un minuto e hizo callar a Gabriel porque ya estaba lo suficientemente enojada. Le dijo: “Por favor detente, no puedo soportar tu voz. Ándate de mi casa y no vuelvas, no hay caso contigo. Quizá cuando seas mayor te pueda ayudar. Quizá, pero por ahora no vuelvas. Adiós.” Y el niño se fue con una pena negra a su casa, tropezándose con cada piedra que se le cruzaba en el camino.
Ya habían pasado unas semanas desde ese encuentro, cuando la bruja Eme encontró una carta bajo la ranura de su puerta. Tarareaba una canción mientras intentaba abrir el sobre porque estaba muy bien sellado. Cuando logró abrirlo se encontró con las siguiente palabras:
Querida bruja Eme,
Quizá algún día, como usted dijo, cuando sea mayor, pueda curar esta sordera que tengo. Yo quería recitar su poesía favorita con todo mi corazón, pero ya vio que no fue posible porque escucho poquito y no puedo oír cuando hablo. Yo sé que usted es amiga de los humanos y no sigue las reglas malignas de las brujas de antes, por lo que le pido se acuerde de mi cuando haya crecido.
Muy agradecido,
Gabriel.
Luego de haber leído esto la bruja Eme se puso blanca. Había comprendido todo y tenía tanta pena que no se le ocurría otra cosa que ir a cocinar sopa de alegría. Habiendo pasado unas horas en la cocina tratando de buscar una solución a lo que había pasado, decidió consultar su libro de magia escrito por el Gran Mago. Pasó que no existía ningún hechizo en el libro que curara sorderas, problemas para escuchar. Las hojas del final indicaban que no había tal porque el Gran Mago prohibía los trucos para curara sorderas. “Mmmmm”, pensó Eme, “tiene que haber alguna forma de ayudar a Gabriel. Además yo no sigo las órdenes de los brujos malignos, así es que puedo inventar algo.” Y se fue a recorrer su casa a ver si encontraba algo. En su paseo se fue apenando cada vez más porque no encontraba nada y sintió que se encogía de tristeza. Viéndose sin la posibilidad de ayudar al niño, decidió tomar la última opción que tenía e irse de ese pueblo porque era la primera vez que le fallaba a alguien. Antes, pasó por la casa de Gabriel y le dejó una carta bajo su almohada. El niño, cuando estaba a punto de dormirse encontró el papel y leyó:
Querido Gabriel,
Espero me puedas perdonar por haberte tratado tan mal. Como último recurso te dejo las llaves de mi casa para que te vayas a vivir allá. Ahí vas a tener de todo y quizá algún día los miles de libros de mi biblioteca te ayuden a curarte, cosa que yo no supe hacer. Lee, amigo mío, y aprende lo que yo no supe saber.
Con mucho cariño,
La bruja Eme.
El niño se cambió de casa junto a sus papás e instaló su cama en la mitad de la biblioteca. Ya en la mañana temprano tomaba algún libro y lo leía. A los diez días llevaba un montón de libros leídos. Pasó que el día once, al despertarse, tomó un libro grueso, más grande de lo normal y comenzó a hacer lo que hacía siempre. Esta vez, mientras leía, comenzó a escuchar las palabras que iba leyendo. Incluso sentía susurros dentro de los cuentos. “Susurros”, pensó Gabriel, “Nunca había entendido bien lo que eran lo susurros, esas vocecitas tranquilas, suaves y amables, ese viento.” De repente creyó reconocer su propia voz en el libro a medida que leía y le encantó la idea. Era él, su voz estaba metida adentro de ese libro y él la podía escuchar cada vez que pronunciaba una palabra en su mente. Cuando hubo llegado a la mitad del libro, encontró en un papel suelto la poesía favorita de la bruja Eme y se propuso recitarla. Se paró arriba de su cama y habló. Se escuchó como no había podido hacerlo durante sus siete años de vida. Estaba curado, escuchaba hasta cómo crujía el mueble que sostenía los libros. Se puso tan feliz que fue rápido a decirle la noticia a su padres y, mientras corría, le agradecía como antes en su mente, sin voz, a la bruja Eme.
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