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Un dulce cadáver exquisito.

cuerpo

Mis alumnos del Taller de Escritura Creativa de la Universidad de Los Andes realizaron este cadáver exquisito como primer ejercicio colectivo. La idea era rescatar de manera individual algo más coherente y atractivo de la propuesta inicial que hicieron a nueve manos. Así fue cómo encontramos el cadáver…

Entrada la madrugada, el sujeto se deslizó por la puerta y sacó de su chaleco negro un cuchillo. Tenía que ser rápido y actuar sin titubeos; ante el mínimo estremecimiento todo se iría a la mierda en un instante. Pero en medio de todo recordó que en su bolsillo se hallaba el último cuchuflí. ¿Cómo lo usaría? ¿Cuándo sería el preciso instante en que todo se llevaría a cabo? No era tiempo aún de saber la respuesta, quizá otro día se decida a usarlo. Después de todo, la decisión es un problema delicado. Se recuerdan casos, por ejemplo, de cómo este instrumento electrocutó un gato. El pobre jamás había causado mal alguno, pero un día decidió salir a pasear.  Con un par de sandalias  y 62 pesados años en el cuerpo, se decidió a hacer lo que nunca había hecho: pedirle al vecino que dejara de tocar batería. Sin embargo, el vecino no estaba. Descubrió que no era más que el arrítmico palpitar de su cerebro. Todo se hacía, de pronto, difuso. Sólo podía ver a su propia sombra que le pedía un cigarro. Se lo cedió con una sonrisa cadavérica. Esa maldita sombra lo estaba dejando sin cigarros, y era hora de deshacerse de ella. Se encasquetó el sombrero verde limón y salió tarareando a la calle. Mientras tarareaba una dulce melodía, su loro verde limón, a juego con su polera, la seguía volando por sobre su cabeza y llamando la atención de todo el pueblo. Pero pronto la desviaban para fijarse en que todos los animales la seguían sólo por su música. Y era cierto, los animales escuchaban aquellas misteriosas melodías y no podían evitar seguirla. No era que quisieran saber de dónde provenía, para eso no tienen entendimiento; escuchaban los ritmos y quedaban como hipnotizados. Pero después de todo no importaba. Como la luz rota entre las hojas de los árboles, sería como si nunca hubieran estado en otra parte ni en otro momento. Quedarían suspendidos en eso que sonaba diluyendo su voluntad.

Trinidad Barriga

J. Tomás Fuenzalida

Alfonso Herreros

Magdalena Navarro

Ismael Sánchez

J. Agustín Silva

Felipe Stark

Ignacia Ugarte

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Leche condensada de chocolate

Me mata la nostalgia de un compositor que manejaba el verso y la prosa a la perfección. Yo, nada con el verso, me da un pavor que me inutiliza. A veces me da urticaria, pero eso no significa nada, son cosas del alma adolescente, algo queda de ella, aunque esté cada vez más lejos de eso. Lo mío es la narración, eso creo. He escrito historias ficticias, he rondado cuentos personales, he narrado biografías de escritores chilenos, genios, cuasi olvidados y pseudos amados. No sé hacer que me escuchen o no quiero en realidad. Soy una melancólica. Me liquida la melodía que me trae este compositor: tan elevada que vuela sola y se sueña a sí misma, como las realidades perfectas. Es posible que muera al igual que él, en un hotel hecha un indigente, desheredada de mis talentos. Es permitido que me coma esa muerte como la más dulce y la transforme en una historia amable. Tengo el permiso para creer que esa composición es un regalo para el que quiera volver a recrearla, esta vez, quizá, con un final feliz y no morir de hambre, sino sobrealimentada, cebada, con una lujosa leche condensada de chocolate.

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