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IX. La viuda.

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¿Quién amaba más que a nadie en el mundo a José? Su mamá. Claro, qué madre no ama a su hijo. Pero este caso me atrevo a decir que era excepcional. Me acuerdo de casos como el de la mamá del poeta Huidobro, que de tanto repetirle que él era un rey, nuestro Vicente se calzó la corona y se convirtió en el soberano de los narcisistas. Lo cito porque la relación de Ana con José siempre me recordaba un poco al vate. Cuando pololeábamos debemos habernos peleado un centenar de veces por mamonerías de José. No voy a entrar en detalles, pero es que lo que le dijo o no le dijo su mamá, pero es que mi mamá hizo tal cosa u otra, lo que pensó, lo que le hubiera gustado que le hubiera regalado su papá para el aniversario. Uf, a veces parecía una extensión de Ana. Cosa seria. En fin, con estos antecedentes se comprenderá que la primera persona con la que quería hablar luego de mi sospecha, era ella, la progenitora. A quien, dicho sea de paso, yo quería mucho… pese a los encuentros y desencuentros del pasado. Luego de haberle mandado un par de mensajes a José para asegurarme que no estaría en su casa, llamé por teléfono al hogar del juez Blanco y me contestó la persona que comentaba, su viuda. Aún con voz de pesar, pero resignada, me saludó con cariño. Le dije que tenía ganas de ir a verla. Me dijo pero claro, ven, qué estás esperando, esta es tu casa. Esa misma tarde partí. Sin darme cuenta estaba tocando la puerta. Me abrió ella. Me pareció que había perdido algunos kilos. Estaba impecable, el pelo semi cano a medio tomar, un vestido largo, los ojos grandes pardos delineados. Su cara preciosa, todavía con rasgos de niña; toda fina, toda grácil, ligera, como si parte de ella ya estuviera –físicamente digo- con su marido.  Con un abrazo más fuerte de lo común me invitó a pasar. Nos sentamos en el mismo living donde supuestamente me había quedado dormida. Me ofreció un té, asentí, nos trajeron té. Hablamos. De cómo eran las cosas después de la pérdida de su marido, de mi vida, de mis proyectos, de los suyos. Hasta que llegamos al tema José. Después de un silencio incómodo, noté cómo Ana se incorporaba en su asiento, me miraba y decía:

–       Hay algo que tengo ganas de preguntarte.

–       Dígame.

–       Y te lo voy a preguntar porque te tengo confianza, porque ya eres como una hija para mí.

–       Dígame Ana, usted sabe que me puede preguntar lo que quiera.

–       Mira, estoy preocupada por José. Yo sé que ya es un hombre grande y que no tengo nada en qué meterme, pero me tiene preocupada. No sé en qué anda metido. Anda raro, casi no me habla, sale a horas extrañas, me evade, en fin… quería saber si tú sabes algo. A mi no me da buena espina.

–       Ay, Ana. No sé. Aunque usted no lo crea venía a preguntarle más o menos lo mismo. El otro día tuve un episodio un poco extraño con él y quería preguntarle si usted sabía de algo.

–       ¿Por qué? ¿qué pasó?

–       En resumen, llegué a la casa de improviso y él se estaba riendo con alguien. Me pareció, creo, que era una mujer. No la vi. Me dijo que lo esperara en el living, que no me moviera de ahí. De ahí en adelante no recuerdo nada, solo sé que desperté en mi casa confundidísima. Le pregunté a él qué había pasado y me dijo que nada, que me había quedado dormida, y que lo atribuye a unas pastillas que me recetó el psiquiatra.

–       Qué cosa más rara…

–       Imagínese mi desconcierto… ¿usted no se acordará de alguien que haya estado acá con José? ¿alguien que le haya llamado la atención?

–       La verdad es que no he estado mucho en casa desde que murió Miguel, pero ahora que me lo dices, hubo un día en particular que contesté por lo menos tres llamadas de una misma chiquilla a José.

–       ¿No se acuerda cómo se llamaba?

–       La verdad, no, lo que sí… ahora que hago memoria… me dijo que era amiga de Pedro… o Marco… como para hacerse reconocer. Y me acuerdo también que cuando se lo mencioné a José, le hizo sentido.

Amiga de Pedro. O Marco. Dos opciones. Podría ser Pedro, el revelador, o Marco, amigo de toda la vida de José, y mío. Amigos de la universidad. Mi próximo paso a “entrevistar”, entonces, opción dos, Marco. Por confianza. Al famoso Pedro todavía lo tenía en el purgatorio de los sospechosos; con este otro, en cambio, había una complicidad de pasado, lo podría manejar. Al menos en teoría.

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VII. 1985.

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Miguel Blanco llevaba de la mano a Ana, su señora, quien por ese tiempo andaba por los seis meses de gestación de la que sería su segunda hija. Tenían cita con el doctor, la ecografía de rigor. “Qué panza más linda”, no se cansaba de repetir Miguel, “qué belleza mis dos mujeres”. José los acompañaba y se sabía rey entre toda esa función. Lo ilusionaba mucho eso de tener una hermana y de ser llamado el mayor.

Cuando llegaron a la consulta del médico, Ana estaba algo preocupada e inquieta. Esa panza efectivamente tan linda le pesaba, estaba cansada y veía un buen trecho por venir en el embarazo. Con José todo había sido normal. En cambio, con su nueva hija se la había pasado vomitando desde el día en que supo que había concebido. A José le encantaba ir a ver en la que llamaba “tele rara” a su hermana. Escuchar su corazón era mágico. Sentía que la espiaba y a sus dos añitos sabía imitar perfectamente el sonido que hacía el corazón en el ecógrafo. Pero ese día el ruido fue distinto.

Ana se recostó. El médico puso el gel sobre su abdomen y lentamente pasó el instrumento que los ayudó a ver a la hija y hermana especialmente tranquila y serena. José ladeó su cabeza para ver mejor la imagen y saludó con su mano. El médico puso cara de preocupación y, habiéndose dado cuenta de esto, Miguel y su señora, también. Ana recordaría para siempre la sensación de no sentir su propio corazón por haber perdido el de su hija. “Pom pom crac”, juró escuchar José. Su hermana los había dejado prematuramente y sin explicación. Pom pom crac, mamá. Pom pom crac, papá.

Ese día fue un antes y un después. Desde esa fecha el juez Miguel Blanco supo que existía el Infierno y el Cielo. En ese orden. Eso, en parte, le dio el valor. Lo puso bravo. Aguerrido. Vivo. Temerario. No había tiempo que perder. No había mucho de qué hablar. Habían prioridades, sí, y sitios a los que había que tratar de llegar.

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VI. Un secreto.

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Tenía dieciocho años cuando empecé con eso que los psiquiatras llaman crisis de pánico. Lo recuerdo como si fuese ayer. Estaba con mi mamá y una tía comprando una torta de milhojas, justo en la esquina de Eliodoro Yáñez con Ricardo Lyon. Ese día celebrábamos el cumpleaños de la menor de las hermanas de mi vieja y como era tradición familiar desde que mi abuela se casó, siempre íbamos a la misma pastelería. Me acuerdo que mientras ellas conversaban, yo estaba mirando por la puerta de vidrio desde dentro del local hacia fuera. No sé por qué, pero no quería ver a nadie, me inquietaba la idea de tener que saludar y contar detalles de mi vida. Lo único que quería era salir de ese lugar y estar sola. Miré a mi mamá y tía, para decirles que me sentía mal, pero fue imposible captar su atención, creo que estaban mirando el nuevo menú o algo así, por tanto no tenían el mayor interés en querer oír a nadie.

De a poco, empezó a invadirme una ansiedad desbordante. Mis manos temblaban y mi corazón, que era lo que más me aterraba, parecía una bomba en una olla a presión a punto de explotar. Las miré de nuevo y nada. Me acerqué y le pedí a mi mamá las llaves del auto, pero como ella seguía sin responder, no dudé en tomar su cartera. Era raro, porque mientras más me esforzaba en encontrar el llavero menos lo lograba. No sé qué cara habré puesto en mi afán de lograr mi objetivo, pero quienes estaban ahí me miraban como si hubiesen estado esperando que yo hiciera algo más para salir corriendo. Encontrar la llave y salir de ahí corriendo. Cuando la tuve, no dije nada. Ella en cambio, mi mamá, me miró con esa autoridad maternal que hace que sobren las palabras.

Tres días después, el psiquiatra, luego de revisar unos exámenes me diagnosticó fobia social con episodios de crisis de pánico. Para tratarla, escribió una receta ilegible que mi mamá compró en la farmacia que estaba en el primer piso de la clínica.

Sentirme prisionera de mis emociones, fue determinante en mis años venideros. Me convencí que mi felicidad dependía si tomaba o no esa medicina y mi familia, sobre todo mi mamá y tías hicieron lo que estaba a su alcance para que lo creyera.

Mucho tiempo después, luego de haber meditado e instruirme al respecto, sin decirle a nadie, me di cuenta que ya no quería seguir tomando esos remedios, porque a fin de cuentas me privaban de ser quien yo quería. Para evitar reproches y remordimientos le dije a mi mamá que yo los estaba comprando porque ya era hora de alcanzar la independencia económica que siempre había buscado, pero que jamás había conseguido del todo por ese entonces. Protestó un poco, pero la convencí.

Cuando José me dijo que habían sido las pastillas las culpables de que que no me acordara de nada ese día en su casa, llevaba exactamente seis años sin probar esa droga. Así las llamo porque así era como me sentía cuando las tomaba. En fin, seis años de libertad y de confianza. Nadie más que yo sabía que no seguía con el tratamiento. Así que cuando él mencionó que eso era lo que me había aturdido y quitado el sentido de la realidad y del tiempo, de inmediato supe que mentía y que ese tenía que seguir siendo mi secreto, por lo menos hasta que descubriera qué había pasado con Miguel; y conmigo, ese jueves.

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