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X. Tres amigos.

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Ese día mientras tomaba el té en casa de Ana le pedí permiso para manipular una matryoshka que tenía en el mueble color caoba en el living. José se la había traído desde un viaje que hizo junto a Miguel a Moscú cuando recién habíamos entrado a la universidad. Me acuerdo como si fuese ayer. Todavía olían a madera y pintura, buena mezcla esa. En esa ocasión a mi también me regaló la misma, claro que en versión pequeña, lo cual me causó unos celos que ahora me avergüenzan, sobre todo porque yo la quería demasiado y no se justificaba que por algo tan absurdo yo hubiese tenido ese tipo de sentimientos. En fin, esa muñeca tenía pintadas unas flores rojas con pintas blancas en un fondo negro esmaltado y lo que más me enternecía, eran las manos que sostenían el ramillete porque parecían de una niña, regordetas y de uñas cortas.

–       Cuando me vaya a encontrar con Miguel, te la quedarás, me dijo. Así tendrás el juego con la que tienes-. Al instante sentí un pudor que me hizo enrojecer.

–       Por favor Ana, nada de hablar esas cosas, le dije con un nudo en la garganta.

Camino a mi departamento encendí la radio del auto y justo estaban tocando True Love Will Find You in the End, esa canción la tenía dentro de mis favoritas, pero últimamente la había dejado de lado así que me hizo bien escucharla porque me relajaba. Cuando terminó llamé a José con el pretexto de contarle que la habían tocado en Duna y como no me contestó le envié un whatsapp que decía » Escuchando nuestra canción». No me respondió, pero como ya no me extrañaba su actitud me olvidé por completo y continué manejando hasta mi casa.

 Estaba por bajarme del auto, ya en el estacionamiento, cuando llamé a Marco, de quien tampoco recibí respuesta, por el contrario, me escribió un mensaje que decía “Cine”, así de simple… nada raro en él.

 Pasaron dos horas y me llamó. Hablamos de todo menos de nuestro amigo. La verdad es que evité hacerlo para no parecer obsesiva con el tema, entre bromas y risas, decidimos que nos juntaríamos al otro día en un restaurante de sushi que a nosotros nos encantaba, el Rose Sushi. Creo que es lo más parecido a estar en Japón, tanto por la calidad en todo lo que preparan como por la calma que se siente al estar ahí. Todo es de una pulcritud y maestría sin igual. Simétrico tal vez.

 Llegué antes de lo acordado como pocas veces lo había hecho. Saludé al dueño, un señor de unos setenta años que junto a su mujer, bastante menor que él, y su hijo, se encargan de todo. El lugar es diminuto, no tiene más que cuatro mesas con cuatro sillas cada una y una pequeña terraza con tres mesas de cuatro sillas también. Como de costumbre me senté mirando hacia una pared y pedí lo de siempre. Marco me había llamado para que ordenara lo mismo que quería yo, claro que en mayor cantidad, mucha más. No me extrañó porque hacía bastante tiempo que estaba pasado en kilos, me atrevo a decir que por lo menos diez más. Era un gordo atractivo eso sí.

 Cuando entré preparaban algo para una mujer de pelo negro ondulado, quien a juzgar por su actitud, sobre todo la ropa que llevaba, me atrevería a decir que no era chilena. Esperaba sentada, leyendo no tengo idea qué, en cambio yo parecía inspectora tratando de encontrar algo que estuviera fuera de lugar, pero nada, incluso en un momento en que el chef estornudó, enseguida miré para ver qué hacía y como no podía ser de otra manera, de inmediato fue hacia el pequeño lavamanos y se lavó las manos y cara con fuerza además del cuchillo que estaba usando.

 Habían pasado veinte minutos desde que me había sentado cuando vi que llegaba no sólo Marco, sino José, los dos tranquilos y casi sonrientes.

 –       Perdón por hacerte esperar Mila, te conocemos y podemos ver tu cara de lata.- dijo Marco al saludarme.

–       No, para nada, estoy más flexible.- le respondí disimulando mi impresión por la compañía de José, quien en tono casi dulce me dijo:

–       No pude evitar sumarme pese a no ser convidado.

–       No se puede invitar a quien no responde llamadas ni mensajes.- le dije.

Justo en ese momento nos trajeron el sushi así que no me dijo nada. Como en los viejos tiempos, nos quedamos sentados alrededor de dos horas, hablando de todo menos de Miguel y menos de lo que pasó conmigo ese día en su casa. Era mejor hacer creer como si nada hubiera pasado.

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