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Nanai, Chile lindo, nanai.

Dejemos al menos unos días para pensar en lo que nos ha pasado, para enterrar a nuestros muertos, para volver a respirar un poco más tranquilos. Démonos cuenta de lo mínimos que somos y de nuestra condición de hijos. Abramos nuestros ojos: nuestras casas no son ya tan casas, no somos amos de nada ni de nadie, nuestro miedo es el mismo que el de un animalito perdido entre los escombros. Queremos ayuda, no podemos más. Estamos acabados. Nos ha sido dada esta frágil tierra que amamos y no la vamos a dejar; las tragedias son parte de nuestra idiosincrasia, no es que estemos viviendo algo demasiado nuevo, pero duele… y parece ser el peor sufrimiento de mucho tiempo. Los malos ratos del año que recién pasó son un vil chiste comparado con esto. Y ahora para colmo muchos de nuestros compatriotas se vuelven en contra de sus hermanos, para robarles, matarlos, saquear sus casas, y así apoderarse de cosas que no les servirán de nada si vuelve un terremoto igual o peor del que acabamos de vivir. Alguna vez escuché a alguien quejarse de ganar poco dinero, otro le dijo: “Para qué quieres más plata, si no te la vas a poder llevar para arriba”. Hay pobres que se rebelan en contra de sus mismos pares, así mismo como un rico que se rebela en contra de la voluntad de Dios. Hay periodistas chilenos que al principio estuvieron alegando violación a los derechos humanos si ingresaban militares a la zona de conflicto, sus ideologías y prejuicios los cegaban, mientras sobrevivientes de la catástrofe tenían que armarse de palos para defenderse de turbas que llegaban con armas de fuego a desvalijar sus casas. Las víctimas llegan a decir que lo peor no fue el horrible terremoto, sino la guerra que se produjo después y que los mantenía en una incertidumbre total. Se habían salvado de una grande, pero ahora venía una peor: la experiencia de que el hombre, a veces, es un lobo contra él mismo.

Dios bendiga como nunca a Chile y nos ayude a levantarnos. ¡Fuerza, Chile lindo!

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Eligiendo Rapa Nui

A veces soy como el indígena de “La noche boca arriba”. Estoy en Isla de Pascua y, al mismo tiempo, en un hospital en Santiago, de espaldas, mirando el techo, paredes blancas, una luz o varias. Como empanada de atún en un quiosco azul atendido por un niño muy guapo. El barco de su padre ha naufragado y él sufre amargamente. Unos amigos salieron en helicóptero a recorrer el sector y a mi me dio miedo volar. Cargo con este estúpido temor que me paraliza, lo detesto: he malgastado mi tiempo. Tengo pendiente ir a ver el baile de la isla y me da igual que cueste caro porque es lo que me falta por hacer. Me he enterado que el mismísimo Paul Auster está en Rapa Nui, lo veo en la televisión; supuestamente el Ministerio de Educación lo ha elegido como especialista, cosa que me emociona, pero al mismo tiempo me produce desconfianza. Es todo extraño e inmensamente bello como una breve, pero poderosa inhalación. Es todo perfecto en la isla, todo menos la muerte del padre del vendedor de empanadas de atún. Y vi que todo eso era bueno y que era más real que estar en un hospital en medio de edificios, ferias y muchos.

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Envidia de dioses

Passing in Victoria Station, London (1951)/ Public Domain / Taken from the Toni Frissell Collection

Passing in Victoria Station, London (1951)/ Public Domain / Taken from the Toni Frissell Collection

Él escribe sentado en un vagón del Metro: “No había visto, una mujer tan….” No, no. Lo borra todo, mejor. “Me alegraste el día.” No. “Quién fuera…” Muy básico. “Mijita usté tan…” Em, no.

El hombre piensa: “es mejor esperar a que se baje del metro y decirle algo rápido, aprovechando a que se van a cerrar las puertas y todo estará a mi favor.” Estación Universidad de Chile.

“Eh, disculpa.”

“¿Sí?”

“Qué linda que eres… preciosa.”

A la mujer, tomada por sorpresa, se le rompe el taco, se le dobla el tobillo, cae de boca al suelo y llora de vergüenza. Se para rauda a la vez que impreca su suerte, se arregla la ropa y camina cojeando sin mirar atrás. Él, antes de perderla, le grita: ¡divina!

Maldita, maldita envidia de los dioses.

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El taxi-vaca

Empezamos en Santiago de Chile. Nuestro secuaz, P., está en medio de la fría noche capitalina sin abrigo y con unas cuantas monedas. Quiere llegar a casa, sólo piensa en eso. Se para en la esquina de la calle Chesterton y ruega que pase un taxi. Nada. Cierra los ojos. Mira la hora. Saca su celular y piensa llamar a alguien que lo pueda recoger. Hace más frío que lo común. P. se fija que el cielo tiene mala cara. Seguro que se viene lluvia. De lejos, divisa un taxi muy particular (P. siempre ha temido a los taxis sin patente, espera que ese no sea uno); ve luces color lila dentro del taxi y algo le hace desconfiar, mejor va a esperar el próximo. Mira de nuevo el cielo. Sin pensarlo una vez más, levanta su mano y para el taxi. El taxista, don Juan, detiene su máquina. P. abre la puerta y se encuentra con un inmenso tapiz de vaca que amuebla el taxi en su totalidad. Se sienta y el amable taxista, don Juan (¿don Vaca?) lo hace entender que él se acaba a subir a uno de los famosos taxi-vaca que pululan por Santiago. El día de P., de un segundo a otro, se ha hecho más brillante. P. le pide a don Vaca que lo lleve a Ñuñoa y ya en el tercer semáforo logra reconocer que el especial olor que tiene el taxi, es ni más ni menos que la colonia para bebé Pink Lotion. Don Juan dice que ese olor que él cultiva en su auto hace que el ambiente sea más afrodisíaco. Seguro que muchos usuarios anteriores a P. le encontraron la razón. Sea eso cierto o no, la verdad es que encontrarse con el taxi vaca en Santiago es como para tener motivos para comenzar unos días mejores.

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