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Un pasajero con nombre y apellido

Magdalena Palacios Bianchi

Profesora de Lenguaje y Comunicación, Magíster en Guión, Doctoranda en Educación y Sociedad. Opinión

Vie 7 Jun 2019 | 12:46 am https://www.latercera.com/

Presidente Piñera, ministros y parlamentarios de Chile Vamos en ceremonia que anunció el proyecto de ley de mortinato. Foto: Mario Téllez

Cuando perdimos a nuestra hija, Sofía, de 28 semanas de gestación un amigo nos escribió una carta que decía algo así como que perder a un hijo en gestación era como llegar a buscar a alguien amado al aeropuerto y que esa persona, pese a que el anuncio decía que el avión había llegado a destino, nunca aparecía. Y uno se quedaba esperando, mirando cómo los otros (los del lado) se abrazaban emocionados, llenos de experiencias por contar, mientras que de a poco uno iba cayendo en cuenta de que algo había pasado, algo realmente extraño y malo. Y fue justamente así cómo nos sucedió a mi y mi marido: un doble terremoto el 2010, cuando nos enteramos en septiembre de que nuestra hija estaba muerta dentro de mi vientre.

Me atrevo a decir que duele mil veces más parir a un hijo muerto; traspasa el cuerpo, atormenta la mente. Lo sé porque tengo la fortuna de haber parido dos vivos. Cómo nos duele la muerte, tanto que es tabú, como si no fuera natural y pareciera que si se te muere un hijo es algo muy poco “garboso”. Solo cuando sucede algo así se empiezan a acercar muy solapadamente personas que alguna vez le ocurrió algo parecido y te consuelan. De esa manera te enteras que no eres el bicho raro, sin embargo antes de eso es todo pesadilla. Desde el momento en que te enteras de la muerte de tu hijo hace crack el cuerpo, la mente y el corazón. Una queda como muerta viviente, no entendiendo nada, con miedo y desesperanza. El duelo empieza desde la frase: “Tu hija no está bien”. El problema que el miedo que le tenemos a hablar sobre la muerte muchas veces hace que no hayan protocolos en centros públicos y privados para acompañar estos casos, que facultades de medicina no pongan énfasis en la enseñanza de este tipo de materias, etcétera.

Yo tuve la fortuna de tener una matrona que estuvo al lado mío desde que se supo la muerte de mi hija hasta que la parí y estuve más estable; luego estuve hospitalizada en un sector lejos de maternidad para no escuchar la felicidad de otros padres, el llanto de los recién nacidos; pero sé que muchas mujeres no han podido tener esa suerte, por eso es necesario que todas las que hemos pasado por esto seamos la voz de aquellas que no corren con la misma suerte y pidamos con ímpetu que se legalice el trato humanizado para mamás que pierden una guagua, ya sea durante la gestación o en el mismo parto. Humanizar también significa poder nombrar a nuestro hijos, darles visibilidad, no esconderlos. Psicológicamente es crucial poder nombrar a tu bebé para poder desarrollar un buen duelo que te permita seguir con tu vida sabiendo que esa muerte fue parte de tu historia.

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La Ley Mortinato permitirá que muchos padres puedan inscribir a sus hijos en el registro de muertes fetales del Registro Civil con el nombre que los padres soñaron para él o ella, no como un NN, como se hace actualmente. Es importante que pidamos que este trámite se haga amable para los padres en duelo, facilitando todas las etapas. Que las guagüitas que nos dejaron precozmente sean reconocidos ante la ley y sepultados como corresponde es importante para poder ayudar a entender la narrativa y el sentido de ese día en que fuimos al aeropuerto y no llegó quien buscábamos.

Original en: https://www.latercera.com/opinion/noticia/pasajero-nombre-apellido/689126/?fbclid=IwAR3IRU6Z01JoMXsTSOIBIMw3NSfRq8DWNmt7RFJKx6C_BBQPt7m6_h8Nxlg

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Poi si tornò all´eterna fontana.

Con mucha impresión me he leído “Una pena observada” del autor C.S. Lewis. Digo impresión porque si hubiese estado soñando hubiera pensado que se trataba de un sueño dentro de un sueño. Al repasar las palabras, me parecía que él estuviese describiendo justamente todo lo que yo había pasado y pensado desde la muerte de mi (nuestra) hijita Sofía de 7 meses de gestación. Lewis lo escribe a propósito de la muerte de su señora, Helen Joy Gresham. Un ser humano tan intelectual para algunos, tan académico, tan profesor, tan usted y tan señor, se pone a escribir desde el corazón, desde el pathos mismo. De hecho según el prólogo del libro (que lo escribe su hijastro) el autor nunca pensó en publicar sus pensamientos acerca del suceso, sino que más bien eran hojas que intentaban pararlo más o menos estable dentro de ese terremoto emocional, palabras para desahogarse, para entender quizá. Es un libro corto, cosa que nos dice que la tristeza no es una serie de pasos, sino que uno decide “terminarla” cuando comprende que es un proceso con el que uno cargará por toda la vida.

No me avergüenza decirlo (en realidad ahora pocas cosas me deshonran): tuve que recurrir a un psiquiatra. Y, claro, medicamentos y todo lo que eso implica; ser un poco zombie, estar un poco frustrada, agregar pena a la tragedia. Pero Lewis escribe que sentía lo mismo que yo le conté al psiquiatra. Bueno, mucho más brillantemente y con el lenguaje propio, yo prácticamente ladraba y si luego el doctor agregaba la pregunta de a qué me dedicaba tenía que esconder la cabeza para responderle que hacía clases de literatura y lenguaje. Yo no sé si Lewis tuvo que pedir ayuda e ir a ver a un especialista, yo no sé si tomaba algo que ordenara sus neuronas (también desconozco si en esa época existía algo así), pero él describe lo mismo que yo al principio:

Nadie me dijo nunca que la pena se siente casi igual que el miedo. No tengo miedo, pero la sensación es la misma; esa agitación del estómago, esa inquietud, bostezos. Paso tragando saliva. (…) Me cuesta absorber lo que dicen los demás. O quizá no quiera escucharlos. Es tan sin interés. Pero deseo que los demás estén cerca. Me aterran los instantes en que la casa está vacía. Si tan sólo hablaran entre sí y no conmigo.

Yo también, como Lewis, pensé que era una tortura que me mandaba Dios, yo también tenía y tengo ese miedo que acecha en cada rincón, esa pena, ese morbo, esa condena de no tener buenas “fotos”  y recuerdos de ella. Pero igualmente pienso que su idea completa no es la que yo poseo, y que si me acerco a Dios me acerco a mi hija, pero que tengo que ordenarme: primero Dios, después Sofía. La amo, y cómo la amo, pero primero el Amor. Desde mis incompetencias puedo sospechar que Dios me mandó esto para desear el Cielo, pero con la trampa de que ese anhelo estuviera marcado por mi maternidad, de las ganas de volver a estar con Sofía. Pero ahora, ya pasado un poco el tiempo, veo que también quería decirme que ese era un regalo, pero ese regalo no se hizo solo, por lo tanto… ah, y cómo menciona Lewis eso de que su fe estaba hecha una casa de naipes, y que Dios quería destrozar ese hogar para que creciera en su credo: ¡cómo lo entiendo! Cuando murió Sofía me consolé diciendo: bueno, ella está en el Cielo, eso es seguro. Y algún día me reuniré con ella. Pero a los días me arrastraba pensando: ¿verdaderamente creo en el Cielo? ¿dónde está? ¿dónde está ahora mi hija? Y me di cuenta que tenía mucho camino por recorrer, que mi fe no era ni un cuarto de lo fuerte que yo pensaba que era. Ahora sólo me queda abrazarme, aunque sea colgando a la Misericordia de Dios, al manto de la Virgen, a todo aquel que me pueda hacer crecer en  la fe. Haciendo eso me acerco a Sofía. Perdón, haciendo eso me acerco a Dios, luego a mi Sofi.

Y… las coincidencias… que no son… Lewis nació un 29 de noviembre, fecha estimada del parto de Sofía. Ella partió a la fuente eterna el 12 de septiembre, día del Santo Nombre de María, día de su Mamá Perfecta a quien siempre le pedí ayuda y con la cual está ahora regaloneando. Ella sabe que mañana, 12 de diciembre, en que se conmemora la aparición de la Virgen de Guadalupe, estaremos todos unidos y rezando para que el Señor nos envíe un hermanito(a) y, lo más importante, que la Misericordia permita que todos nos reunamos en el Cielo y recuperemos el tiempo perdido.

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El soldado herido

Para nuestra Sofía, con la esperanza de abrazarte eternamente en el Cielo.

Gastón, el juguete soldado preferido de Pablo, había caído herido en plena guerra. Su pierna estaba doblada, casi suelta. Había dado la vida por su batallón, haciendo el sacrificio más grande por sus compañeros.  El soldado, tirado en la mitad de la pieza, lloraba su derrota. El niño imaginaba cómo había sido la batalla en donde lo habían dañado y estaba seguro que su Gastón era el más valiente de todos los muñecos, pero al mismo tiempo sentía el frío de la tristeza en su cuerpo porque no sabía cómo arreglarlo. No se imaginaba la vida sin él. Esa noche estaba su tío Antonio en casa cuidándolo a él y a su hermana Patricia. Entonces, decidió ir a preguntarle cómo mejorarlo. Caminó hasta la salita donde el tío veía televisión y le contó lo que había pasado. “Eso pasa porque no cuidas tus juguetes, es culpa tuya”, le contestó él. “No, no”, dijo Pablo, “a mi soldadito lo hirieron en la guerra, le dispararon, le pegaron, mil, millones de soldados lo atraparon, un tanque le pasó por encima, lo aplastó… ¡hubieras visto cómo se defendía él!”. “Pablo, ¡no seas mentiroso! Déjate de inventar. En castigo no te voy a ayudar a arreglarlo, para que aprendas. Ahora déjame ver el programa.”, dijo enojado su tío mientras le subía el volumen a la televisión. Pablo se fue con un nudo en la garganta, con tanta pena y rabia, que tenía ganas de romper todo lo que había en su camino. Se tiró en su cama a llorar y sentía tanta pena que hasta le dolía el cuerpo. De pronto llegó su hermana Patricia y le preguntó qué le pasaba. Él le contó que el tío Antonio no le creía que su soldadito había sido herido en guerra, que le había dicho mentiroso y que no quería ayudarlo a arreglarlo. Patricia se acercó a él y le dio la mano. Pablo sintió lo suave de su piel y un olorcito a dulce, mientras ella le decía despacio: “Tranquilo, tú sabes qué es lo que de verdad pasó. Mira, de tanto cariño que le tienes a tu juguete te pareces a él: tirado, llorando, como desarmado después de una guerra. Ahora duérmete mejor y descansa para que mañana hagamos un plan para armar a Gastón.” Pablo, después de estas palabras sintió una paz en su corazón que le permitió dormirse profundamente. A la mañana siguiente, cuando recién comenzaba a salir el sol, el niño abrió sus ojos y vio frente a él a su soldadito bien parado, con su pierna en su lugar y su casco de guerra más reluciente que nunca. En su pecho había una estrella que él no recordaba. Pablo se levantó  de un salto con una gran sonrisa mientras juraba escuchar una música militar que invitaba a todos los compañeros soldados a empezar con fuerza el día. ¡No había tiempo que perder! Pablo tomó a Gastón y partió a investigar qué batallas y peleas le preparaban ese día y todos los otros que les quedaban por vivir.

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Relaxation channel

Dejaré de explicar y mostraré algunas cosas del baúl. Por ejemplo, a una tal Sofía que vuela en avión al sur de Chile. Le da miedo, es ese temor irreconciliable  con su racionalidad que le grita a cada minuto sus debilidades. Bah, le queda la música, ahí está. Viaja en clase económica y apreta unos audífonos que le acaba de pasar la azafata. Sus manos están medio mojadas, le sobran, en todos los desastres que imagina no le sirven para nada. Es, ella entera, una piel fofa y a la vez pequeña que no alcance a ayudarse a sí misma. Se queja, pero le queda ponerse esos audífonos y concentrarse en el canal 5 «relaxation channel» en donde el piano de Geoge Winston la ayuda a olvidar.

Sofía quiere hacer un milagro. Ojalá la dejen.

Sofía desaparece de mi memoria y ya casi no la vislumbro. No es mi personaje, fue un regalo. No la puedo amoldar aunque quisiera. Me faltan y sobran signos ortográficos para contar su historia.

¡Tengo tantas ganas de ver una maravilla en el país de lo doméstico!

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