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Recibí esta respuesta de José dos horas después que yo le enviara a él la carta que ustedes
ya leyeron. Decía así:
“El día antes de su muerte, mi papá estaba leyendo un ensayo que había escrito un
alumno de filosofía de la Universidad de Chile. Se lo envió por email, Francisco, amigo
suyo que daba la cátedra sobre el nihilismo en ese lugar. Lo que trataba de explicar el
autor era que los seres humanos buscan ante todo asimilarse al resto porque de otra
manera no podrían soportar sentirse diferentes. Eso, según sus propias palabras, los
inquietarían de sobremanera porque en ese tipo de personas no existe el sentido de la
distancia, ese sentido que solo pocos deciden vivirlo y con el cual muchos experimentan
el horror verdadero de vivir en un mundo común en cuanto a formas, pero tan distinto en
el fondo”.
“Nada de lo que me dijo me hizo mayor sentido. Conversamos, comimos juntos, en fin,
todo fue como siempre. Excepto por una pregunta que me hizo a propósito de lo que leía
y de la vida que tenemos versus la que queremos tener. – Bueno José- ¿y tú tienes
sentido de distancia o vives la vida que te impone el sistema? Mi respuesta no viene al
asunto, solo te hablo de esto para que entiendas qué pasaba por la mente de mi papá. Me
dijo que él había descubierto el sentido de la distancia demasiado tarde, pero que cuando
lo hizo, lo liberó de sí mismo y que era feliz de tener una nueva visión de su existencia,
más personal. – Soy feliz, José, feliz- me dijo. De ningún modo eso me llamó la atención
porque siempre pensé haber tenido un padre inmensamente feliz, pleno, tú lo sabes,
verdad?”
“El día después vino toda la tragedia. Su muerte, funeral, su ausencia y con eso vinieron
millones de preguntas sobre qué pasó en verdad con él”. fuiste testigo presencial de todo
lo que te cuento, mejor voy al grano de una vez”.
“Pasaron los días como te acordarás, pero nada me daba una pista real de lo que había
pasado. Un día, jueves creo que era, recibí un mensaje de texto de Francisco, el profesor
de la Chile. Me preguntaba si nos podíamos juntar para hablar de mi papá. Le dije que
claro, que si quería nos juntáramos a tomar un café, pero me dijo que prefería venir a mi
casa. Vino a eso de las siete de la tarde. Mi mamá no estaba, así que fue mucho mejor
para los dos. Esto pasó el mismo día que llegaste de sorpresa a mi casa porque según tú
no tenías electricidad hasta la mañana siguiente, ¿te acuerdas? Ese fue el día que
Francisco, un desconocido para mí, pero que resultó ser el confidente de mi papá, me
aconsejó que dejara de buscar asesinos porque no existían, que mi papá se suicidó, que no
hubo terceros en su muerte y que lo hizo simplemente porque había considerado que era
tiempo de dejar de existir. ¿Puedes creerlo? Mi papá, el ser más noble e intachable de la
vida había decidido que su hora aquí junto a nosotros había llegado a su fin y que lo hacía
conscientemente”.
“Al comienzo no le creí ni media palabra a ese hombre, pero después que me mostrara
los emails que se habían intercambiado no lo dudé más, no podía hacerlo”.
Luego del incidente en la casa de José, me tomé el viernes libre para descansar tres días seguidos y reflexionar sobre qué podía estar pasando.
Lo que más me atormentaba era pensar en la idea de que José, mi José querido, me haya mentido sobre lo que pasó ese día en su casa, culpando a los remedios que supuestamente llevaba tomando por largo tiempo como los responsables de haber perdido la conciencia ese jueves. Trataba de buscar excusas que pudieran darme una respuesta que justificase por qué pasó lo que pasó, pero nada aparecía. Había sin embargo algo me molestaba todavía más. Tardé horas en permitir que mi mente uniera las ideas que habían en ella y ni siquiera de ese modo era posible dar el vamos para desbloquear eso que hacía que cada vez que osara en pensar en ello me inundara una sensación de dolor en el estómago mezclado con una desesperante ansiedad.
Cuando finalmente mi mente se liberó del peso de la culpa por pensar algo tan malo de alguien, sobre todo de él, justo en ese momento y como para seguir aplazando ese hecho, me paré del sofá, fui hasta la cocina, saqué una copa grande desde el mueble rojo con vidrios bicelados y la cubrí creo que hasta un tercio de su capacidad de un delicioso Carménère. Como de otra manera no podía ser, fui hasta mi dormitorio y desde el último cajón de mi armario tomé una caja de chocolates. Ambos mis debilidades, o más bien una de tantas. Me senté en la terraza de mi departamento que miraba hacia la cordillera, panorámica que en los meses de invierno me deleita, pero como ya había anochecido y tampoco era invierno, las luces de Santiago captaban atención. Con la copa en la mano y saboreando la mezcla del vino y el cacao di el vamos a mi conciencia y fue por primera vez desde que había recibido los mensajes de José, que me puse a pensar en qué podría tener que ver él con la muerte de Miguel.
– Para. No seas ridícula, me dije al instante. Sentí remordimiento por pensar en algo tan horrible, atroz. Mientras eso pasaba, notaba cómo mi mano temblaba y sin medirme seguí poniendo más chocolates en mi boca como si por eso pudiera redimir mi falta.
¿Cómo era posible que semejante atrocidad se me cruzara por la mente?
Lo que había pasado a propósito de la excusa que me dio José luego del incidente de los antidepresivos no tenía por qué guardar relación con lo sucedido al juez. Pero al mismo tiempo, ¿por qué se había comportado tan extraño el día anterior? Me afligía pensar que la mentira estaba ya perpetuada, eso era algo irreversible.
Me puse a pensar en que José jamás se había caracterizado por ser alguien falso ni mucho menos problemático o peligroso. Nunca. Por el contrario, siempre fue un líder innato y positivo capaz de influir dentro del grupo donde estuviese. Así como por toda su vida lo había hecho su padre. Ese era el amigo y ex- pololo que conocía desde tantos años, no podía ser de otra manera. ¿Pero qué era eso que lo obligaba a actuar de tal modo que permitía que mi mente fuese capaz de maquinar semejante idea?
Si toda evidencia es necesaria a la hora de condenar a alguien por un delito y yo carecía de prueba alguna para hacerlo, por lo menos en lo referente a la posible implicancia de José con la muerte de Miguel, decidí que lo más justo y sano era darle el beneficio de la duda, por lo menos hasta que se comprobara lo contrario. Claro que a esas alturas ya no quería comprobar nada. Me asustaba saber cualquier cosa. Pensé que quizás era hora de olvidar todo y seguir con mi vida, juro que era mi intención que eso pasara.
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Llegamos a la oficina, fiel cómplice del que ya no estaba entre nosotros, y nos sentamos en silencio. Miré las paredes repletas de fotos. Me llamó la atención una en particular donde se podía apreciar a nuestro querido Miguel con todo su garbo de juez, ocupación que había llenado su vida en todo sentido. Fuerte, pero cansado, firme, pero agotado. Tenía los mismos ojos de José… esa misma mirada. Sumida en tales pensamientos (y proponiéndome ir a la cocina a buscar un café) escuché el timbre. Como era la menos afectada dentro de los habitantes de la casa, fui a ver quién era sin titubear. Miré por el ojo de la puerta. No lo podía creer. Era el hombre misterioso, el mismo que había dejado abatido en la angustia a mi amigo. Venía con la mujer del auto. Fui buscar a José.
– Tienes que ver esto- le dije apuntándole la puerta.
José palideció y abrió la puerta.
-Yo…- dijo el famoso hombre tratando de mirarlo a los ojos.
– Nosotros- lo interrumpió la mujer- bueno, él tiene algo importante que decirle. Vamos, dile.
– ¿Ustedes me han estado siguiendo?- preguntó José.
– Dile- dijo la mujer.
– Mujer sé prudente, por Dios santo- contestó el hombre.
– Es que no puedes estar jugando con esto. Habla ahora. Mira, este chiquillo está sufriendo. Su papá acaba de morir. Dile, habla, entrégale las palabras que puedan calmar un poco su angustia. ¡Un poco de humanidad, por favor!
– Si me dejaras hacer las cosas a mi sería todo tanto más fácil- le contestó el hombre.
– ¡Ah, verdad que te ha resultado todo! ¡Ja! Vuelve a armar tu vida primero mejor será.
– Discúlpela… está un poco alterada- le dijo el hombre a José.
– Me interesa que me explique, señor- contestó mi amigo.
– Yo conocía a tu papá. El juez Miguel Blanco fue uno de los mejores hombres que he conocido.
– Al punto, al punto, vamos, vamos- dijo la mujer haciendo un gesto de ofuscación.
– Yo conocía a tu papá- reiteró cerrando los ojos- uno de los mejores. Lo apreciaba, lo quería. Y hay cosas que tú debes saber en honor a la verdad.
– ¿Esto tiene que ver con el supuesto suicidio?
– Todos sabemos que don Miguel no se suicidó. Primero, están sus principios, su religión. Después, su corazón de guerrero, su fuerza. Imposible. Eso del suicidio no se lo traga nadie. Aquí hay algo más. Y es mi deber que sepas. Que la familia sepa. No importa qué es lo que pueda pasar conmigo después. Estoy dispuesto a aceptar el reto.- dijo emocionándose, al borde de las lágrimas.
– Íbamos a tomarnos un café- dijo José mirándome cómplice- ¿nos acompañan y hablamos? No es tema para discutirlo en la puerta de la casa.
Por primera vez, desde que había muerto Miguel, el famoso juez Miguel Blanco, pude atisbar un dejo de paz en José. El ya no tan enigmático hombre de la puerta le daba las llaves para la esperanza.
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Y bien, después de mucho volvemos con un nuevo proyeto: la que escribe junto a Camila Rodríguez, nuestra enviada especial en Canadá, crearemos en conjunto una pequeña novela por entrega. ¿Cómo será la metodología? Simple, cada semana publicaremos un capítulo. Así, el ejercicio escritural consistirá en seguir la historia con lo que la otra haya tejido recién. Sin ponernos de acuerdo en nada, elaborando según lo que dicte la inspiración.
Debo decir entonces que le doy la bienvenida al capítulo nº 1. Amén.
I. El pánico.
«Si alguien se llegara a enterar, no podría resistir el pánico», habría escrito Miguel antes de suicidarse. Eso me estaba contando José, su hijo, cuando se le derramó el café. Sus manos temblaban y miraba a alguien que pasaba por fuera del restaurante. “Creo…”, me susurró, “creo… o estoy casi seguro, cada vez más, creo, tú sabes, y yo… que puede no haberse tratado de un suicidio. Conoces todo lo que sabía mi papá, sus investigaciones, sus luchas, sus peleas, pero esto último… esto nadie lo sabe, incluso yo no creo estar seguro de qué se trata.”
No sé por qué me molestaba el suelo sucio y el mozo en su intento de limpiar el café. A veces las cosas se deberían dejar así, pensé, aunque en este caso era mejor llegar al fondo del asunto.
José miraba hacia la calle. Se le empañaban los ojos cada tanto y tomaba aire para volver a retomar la palabra. Yo conocía a su familia desde muy pequeña y si había algo que podía dar fe acerca de su papá era que la integridad lo definía por completo. Un pan de Dios y un justiciero. Por eso mismo no me llamaba la atención que tuviese tantos problemas y enemigos a lo largo de su vida y por ende el cuento del asesinato me hacía bastante sentido. Yo miraba a mi amigo y me limitaba a escuchar, a sentir y tratar de contenerlo, pero qué tanto podía hacer cuando no había pasado más de una semana desde que Miguel había dejado de estar entre nosotros. Ahora era un pañuelo. Nada más que eso. Después podía ser, quizá, un arma.
El pánico. O algo parecido al el horror de “El corazón de las tinieblas”, el mal profundo en el corazón del hombre, nuestra naturaleza bañada en barro y ríos de sangre. El café en el suelo y el olor a desinfectante en el trapo del mozo. “Mata el 99,9 de gérmenes y bacterias”. Por Dios qué importante era ese 1%. Ahí estaba la clave. En eso justamente estaba pensado mientras me hablaba cuando José se levantó de golpe de su silla y salió corriendo. Me fijé que había dejado su bolso del computador, así que lo tomé rápidamente y lo seguí. Iba tras de un personaje que había estado mirando desde el inicio de nuestra reunión. El tipo corría sin mucho éxito porque era cojo por lo que no me alarmé y me aseguré que José lo alcanzaría más temprano que tarde. Pero cuando llegó a la esquina de la calle un auto frenó y se llevó al susodicho. Alcancé a ver a una mujer de unos 40 ó 50 años que manejaba. ¿Su cara? Podría decir que me sonaba familiar, correspondía al prototipo de mujer chilena. En fin, si saliera en el diccionario una definición de “chilena” una foto de ella podría ayudar de mucho. No sé si me doy a entender. Bueno, a los hechos: José retrocedió abrumado y fue hacia mi. Me abrazó y en un hilo de voz me dijo: “Lo vi en el funeral de mi papá. Ahí estaba. Nadie supo decirme quién era y ahora, cuando se dio cuenta que lo estaba observando y quería preguntarle, salió corriendo.”
Lo fui a dejar a su casa, regalándole palabras en el camino que intentaran calmar su incertidumbre. Trataba de convencerlo que se trataba de una coincidencia, que quizá el tipo se había asustado por cómo se había aproximado, bla, bla, bla. Cosas que ni me las tragaba yo en verdad, todo tratando de calmar su angustia. Lo cierto es que sabía que José iba a llegar a su casa a pensar en lo sucedido y trataría de averiguar lo más posible sobre el caso. Y sinceramente lo mismo hubiese hecho yo. ¿Qué podía hacer para ayudarlo? Quizás no demasiado, pero algo tenía en mente.
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Recuerdo –a veces vagamente- los días de colegio cuando ya había entrado a la tan temida era de los teen. El exceso de ego o quizás compañeras algo hechas en serie y por eso no muy recreativas, me hacían abrazarme a la música. No digamos que era tan original, lo mío era Nirvana y Blind Melon específicamente. Genial, justamente había elegido a dos bandas cuyos líderes eran los más desiquilibrados. Yo juraba que Shannon Hoon era una especie de enviado que de vez en cuando se encargaba de enviar sus mensajes espirituales a sus seguidores. Y bien, la diversión no me duró mucho. Todos sabemos cómo terminó la cosa: Cobain se suicidó de un escopetazo, Hoon se fue de sobredosis. Ahora me da vergüenza extrema recordar cómo lloré esas dos veces, como si esas dos personas hubiesen tenido alguna relevancia en criarme, como si me hubiesen protegido de todo lo que me atormentaba.
Desde hace un tiempo que vengo escuchando a Pearl Jam, que en mi época adolescente eran demasiado poco agresivos para mi postura. Los miraba en menos, eran muy suavecitos para lo que yo necesitaba. Esta especie de pusilanimidad que les confería no me dejaba disfrutar de lo que pudiesen crear. Pero ahora no quiero hablar de música, o sí en parte, lo que me interesa expresar es que he estado reflexionando entorno a la figura del héroe contemporáneo. Y he llegado a la conlusión que ni Cobain ni Hoon lo son, tampoco son mártires como muchos proclaman, el verdadero ejemplo de héroe acá es Eddie Vedder, un sobreviviente. Un hombre constante, perseverante, que no se quedó en la nube de lo que él podría llegar a ser algún día. La verdadera guerra es instalarse en medio del escenario y caminar derecho, hasta donde se permita que lleguemos, no salirnos por un camino más fácil o decir “corten” antes de que el director lo haya anunciado. Definitivamente no son artísticos los sesos repartidos en el suelo ni el vómito a propósito de una intoxicación. Es irreversible dejar a un hijo sin padre o a una mujer sola en la tarea de criar. Ésa no es una muerte bella, ni aquí ni en Grecia tantos tantos años atrás. Un muerte bella es haber avanzado con un traje más o menos parecido toda la vida, haber lidiado con cada una de las cargas y felicidades que iban saliendo al paso, no haber escapado de la guerra, sin embargo ser un sobreviviente, haber despedido a muchos con el alma desgarrada y, luego, morir un día cualquiera que no elegimos rodeados de nuestros queridos, los que (peleas más o menos) nos llevaron un poco más allá de nuestro ego.
Este desodorante ambiental pide a gritos que los destacados sean los que se les ha acabado la paciencia y han vuelto a recobrarla. Los que se cansan, paran, y después vuelven a comenzar. Los que en el fondo saben y entienden que no debiera existir “basta”.
Archivado bajo Digno de imitar, Textos