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Llevando el fuego

La carretera (2007) es una novela particular. Cuando me enfrenté a ella tuve dos prejuicios: o se trataría de una novela ciencia ficción fácilmente digerible o bien visualizaría el paso anterior a una serie de zombies estilo Netflix. Sin embargo, al leerla descubrí que ninguna de mis ideas se cumplía. La obra trata un tema recurrente en la literatura y el cine: la sobrevivencia en una tierra post apocalíptica y es tratado de manera meritoria por el autor Cormac MacCarthy al ilustrar la tragedia a través de la relación de un padre y su hijo, quienes hacen un viaje-escape que nos regala luces de cómo hallar la esperanza en medio de la oscuridad. Se encuentran en un escenario de Norteamérica devastado, llueven cenizas y hay caníbales por todas partes. Lo peor son las ciudades, pues ahí se concentran la mayor cantidad de estos, hay que evitar las urbes a toda costa. Tenemos como protagonistas a un padre enfermo de cuerpo y alma y a su hijo, un niño que al parecer tiene la capacidad de discernir entre una buena y una mala persona. El viaje de la carretera se entremezcla con recuerdos del progenitor, de cómo su mujer lo dejó poco después de haber tenido a su pequeño. Y son estos destellos los que en primera instancia me hicieron preguntarme si se trataba La carretera de una novela de ciencia ficción o no. Llegué a la conclusión de que es más bien una mezcla entre novela existencialista, realista y de ciencia ficción. En ese orden. ¿Por qué? La razón está en que hay demasiado del autor en sus líneas, de su historia, de sus miedos e ideales. McCarthy, de educación católica, ingresó en 1953 a la Fuerza Aérea de Estados Unidos, estuvo casado varias veces y en su primer matrimonio y en el último tuvo un hijo. Tiene la experiencia, dice, de haber vivido la miseria, como el protagonista, el no tener suficiente para comer. La novela es toda, desde el inicio, angustia, desesperanza, sinsentido y esto se nota profundamente en los diálogos descarnados que tiene con su hijo, como se ve como ejemplo cuando el hombre le da de beber una lata de bebida que encontró. El niño manifiesta:

Está muy rico, dijo.

Así es.

Toma un poco, papá.

Quiero que te la bebas tú.

Solo un poco.

(…)

Es porque nunca más volveré a ver otra, ¿verdad?

Nunca más en mucho tiempo.

Vale, dijo el chico.

No es menor también que se mencione que se dirigen al sur de Estados Unidos, como si allí se encontrara la esperanza, tomando en cuenta la formación del autor y la realidad que la zona sur de ese país es mayoritariamente conservadora, religiosa y es común escuchar que los que ahí residen tienen una identidad especial y sienten una cierta separación del resto de EE.UU. La carretera es una novela que McCarthy escribió en serio y no con una fórmula de ciencia ficción. Me atrevería incluso a decir que es visionaria: el peligro de las urbes no son solo los caníbales, sino lo que está pasando en ellas, que es lo que nos está llevando al fin moral y material. El autor quiso poner de su cosecha también cuando menciona varias veces en el libro que sus protagonistas son los portadores del fuego. Bien sabemos que este elemento está cargado de simbolismo: el Espíritu Santo es ilustrado como una llama, Heráclito lo distinguía como agente de renovación y destrucción y en el Apocalipsis se aprecia, como en la novela, cómo llueve fuego y cenizas del cielo… por solo dar un par de ejemplos. En definitiva es una novela particular que merece la pena ser leída y reflexionada. No es, como se puede creer superficialmente, una obra para vivir el morbo y pasar el rato, sino que se trata de un libro solo apto para valientes que estén dispuestos a derribar prejuicios.

La carretera. Cormac MacCarthy. Random House Mondadori, 2007. 210 páginas.

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No hay tiempo que perder

En una fina selección de todos nuestros lugares idlicos

En una fina selección de todos nuestros lugares idílicos

Extracto de “El perro”

Veo a Antonia gritando, llamando por teléfono, volviendo a gritar y, lo último tangible que sé de ella, es que me abraza y se calma un poco. Duermo en un sueño conmovedor y creo que los dioses me permiten volver a tenerla mediante una ilusión que me recoge y me mantiene como en pausa. Estamos en un lago del Sur de Chile, no podría identificar exactamente cuál es pues pareciera ser una mezcla de muchos lugares que hemos conocido. Yo estoy tirado en la arena tratando de tapar el sol y, básicamente, me revuelco en el ocio. Pero hay algo que no anda tan bien. Hay una mujer preciosa bañándose en el lago que me da la espalda, se pavonea moviéndose hacia dentro de agua y se toma el pelo, uno glorioso que da la sensación de ser una elegante cuerda para ahorcarse con la mayor de las felicidades. Pero ¿dónde está Antonia? Se supone que, como decía antes, yo estaba con ella en el sueño. Esa era mi sensación al menos. Me pongo a gritar su nombre, siento angustia, me paro con el fin de caminar. La otra mujer sigue bañándose como si nada, preocupada de que se le vaya la vida en su espectáculo de sensualidad.
¡Antonia!, ¡Antonia!, ¡Antonia!
Me detengo a tomar aliento en un árbol. Me cuesta respirar y algo huele mal. Mis ojos están totalmente idiotizados con la mujer que se baña. No puedo evitar contemplarla. Quiero estar dentro de ella, aunque mi cabeza me pesa tanto. Me siento culpable de estar deseándola con tal ansia. Sin embargo, sé que le voy a fallar a Antonia. Es demasiado fácil el lugar y la posibilidad. Voy a sentarme al frente del lago y, sin saber bien qué hago, cubro mi cara con mis manos y comienzo una oración o conjuro mental. Cuando libero mis ojos y subo derecha la cabeza veo que la mujer se deshace de la parte de arriba de su bikini. Sin él se me imagina una ninfa, la más poderosa de todas. Me paro, decidido a hacer algo para tenerla cerca de mío. Ella, de espalda, me llama y me invita a bañarme con ella. Entro al agua, cálida, que me condiciona hasta la punta de la cabeza. Es todo tan flexible, el agua se siente más que lo común, es más densa. Es la extensión de sus brazos, de sus manos, que ya me están tocando. Llego a ella. Con un dedo recorro su columna vertebral. Ella toma mi mano y se da vuelta. Su boca es demasiado evidente para dejar de darme cuenta en medio de un beso que ésa es mi Antonia. Estoy tan feliz que quisiera ahogarme ahí mismo con ella en medio de ese enredo que causa su pelo y nuestros cuerpos. Ella llora lágrimas tibias que se integran al caos. Dice que está tan sola y yo le digo que cómo puede ser si yo estoy ahí. Contesta que no sea iluso, que eso se trata de un sueño. Me siento apenado y le rebato las palabras. Le digo Anto qué más quieres como evidencia. Yo estoy acá, tú también y estamos en una fina selección de todos nuestros lugares idílicos que hemos conocido. Me pide perdón, dice que tengo razón, que olvide todo eso. Se pone al día con el desorden que tenemos. No hay descanso, no hay tiempo que perder.

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