Lo agradable de almorzar con Paul Auster es que él, después de habernos contado un cuento sencillo, engrandece nuestra existencia y, para colmo, se ofrece a pagarnos la cuenta. Lo tenemos al frente y decimos de dónde viene este señor, quién es, en qué cree, por qué, por qué nos creemos todo lo que nos narra. No hay caso: él está ahí al frente, muy caballero, con sus ojos arabescos y maliciosos, sonriendo. Y nosotros que creíamos (re)conocer a las personas con malas intenciones ahora estamos entre maravillados y horrorizados. El escritor es un hombre normal: en algunos casos, tiene la edad de nuestros padres, se viste casualmente, tiene una afección en su rodilla y anda con un bastón. A ratos, nos causa compasión. El día de mañana nosotros también podríamos tener su vida. Hasta su acento inglés es más comprensible, pulido y simple, más perfecto, que el de la mayoría de los norteamericanos.
La que escribe se excusa para hablar desde su experiencia personal. Permiso: la sencillez en Paul Auster es algo que no he podido descifrar desde hace años. Por eso mismo trataré de hacer una acercamiento básico a esa temática pues el escritor norteamericano ha sido mi obsesión desde años adolescentes, cuando llegó a mis manos El palacio de la Luna. De ahí en adelante me pasó lo que a muchos fanáticos psicóticos: me devoré todos los libros de su pluma que iban apareciendo en el mercado y lo perseguí por el mundo para conocerlo. Lo logré, poco dignamente, pero ése es otro cuento que no viene al caso. Obviamente pretendía hacer mi tesis de licenciatura en él, pero terminé transando por la tragedia griega. ¿Por qué? Porque había empezado a dudar de mi maestro. Ya me había dado cuenta que los personajes de todos sus libros eran iguales y ciertas voces amigas me decían que se parecía mucho a un bestseller. Algunos, de hecho, lo afirmaban sin escrúpulos. A pesar de esto yo era capaz de quemarme a lo bonzo por defender su obra, pero la suspicacia no dejaba de invadirme. Fue en una de esas divagaciones cuando vi la película Smoke. Me fijé en el cuento del final, me compré el libro ilustrado por Isol y pensé.
Me atrevería a decir que la clave de la sencillez en el Cuento de Navidad de Auggie Wren es la verosimilitud, el hecho de que nosotros dejemos entrar al autor en nuestros espacio de credibilidad y le demos tregua para escuchar su historia y hacerla nuestra. El que se digan mentiras con palabras verdaderas, pero que nosotros, a pesar de esto, estemos espectantes y maravillados, es el fuerte de una narración sencilla. Los elementos cotidianos nos hacen sentirnos en casa. Que se hable de un tal Auggie Wren, un hombre cualquiera (“…El extraño hombrecito que usaba un abrigo azul con capucha que me vendía cigarros y revistas; el personaje pícaro y ocurrente que siempre tenía algún comentario gracioso sobre el tiempo o los Mets o los políticos de Washington…” ) quien, pese a no llevar una vida lujosa, “se las arregla”, goza con su proyecto fotográfico y tiene una autoestima que califica para decir que él y no otro conoce la mejor historia de Navidad, es un ejemplo dentro de los muchos para enterarnos que estamos dentro de una historia cotidiana. Eso nos hace querer entender a Auggie, a Paul, al ladrón y a la abuela. Esto porque todos esos personajes se presentan como criatura solas, necesitadas, que pasan el día de Navidad sientiendo compasión de sí mismos. Es el primer paso para que queramos conocer el universo de estos seres humanos y nos unamos a su viaje de enfrentarse a ellos mismos y tomar partido por alguna explicación del sentido de su existencia.
Se nos describe el espacio en donde tiene su tienda Auggie, una Tabaquería en el centro de Brooklyn. Esto es también un índice que denota la atmósfera marginal, de seres y hechos poco o demasiado convencionales. Por otro lado, hay un uso de conceptos similares e incluso repetición de palabras. Conceptos tales como “extraño”, “raro”, “desconcertante” hacen de este relato uno lleno de índices que denotan una atmósfera inusual. Por ejemplo, el narrador expresa su asombro ante las fotografías que eran todas aparentemente idénticas y dice: “… se trataba de lo más extraño y desconcertante que había visto…” Este simple hecho atrae la atención del lector, porque si bien se nos instala en una vida similar a la que nosotros tenemos, hay agentes extraños que nos dicen que hay algo que no funciona del todo bien. Y queremos descubrir qué es eso.
Se nos da a entender simbólicamente que además de narrar la historia principal se está haciendo uso de una historia con carácter personal, desde una perspectiva determinada (como podría ser la lectura de New York o Brooklyn). “Auggie”, dice el narrador, “estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía planteándose una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en un espacio que había elegido para él mismo.” El dueño de la tienda de tabaco quiere entender su entorno y cómo el tiempo cobra su parte. A nosotros nos pasa lo mismo con las creaciones del autor norteamericano.
El posterior engaño a la anciana deja abierta la posibilidad que Auggie también esté engañando al escritor, pero el pacto de verosimilitud no se muestra como algo negativo, sino como una forma de complacer, en ambos casos, al interlocutor. Incluso nosotros, lectores, caemos en el mismo juego porque el narrador se llama igual que Auster y posee varias cualidad propias de él (es escritor, fuma puros holandeses, vive en las cercanías de Brooklyn, fue llamado efectivamente por el New York Times para publicar este cuento en Navidad y tuvo las mismas amonestaciones que el narrador para escribirlo.) El creador norteamericano suele usar estos recursos de cercanía a la realidad para enfrascarnos en sus narraciones. Pareciera que goza en instalar personajes como aquel que en la Ciudad de Cristal contesta una llamada telefónica equivocada que pide hablar urgentemente con Paul Auster. Esto nos hace quedarnos estupefactos y decir cómo ¿no nos iban a narrar una historia?, cómo ¿no leímos el otro día que el autor no tenía tanta importancia dentro de una obra de arte? Pues bien, Auster se toma de la mano del receptor y le dice mira, esta es mi historia, escrita desde mi experiencia personal, quizá encuentres algo de mi propia vida entre líneas. Y el amarillismo se asoma con timidez. La diversión, la sencillez en una narración así, también puede estar en la curiosidad, en querer mirar atrás de la puerta cerrada.
Otro hecho es que el ladrón se llama Robert Goodwin. Quizá el apellido (“buen ganar” “buen ganador”, “buena ganancia” quizás) quiera denotar una “buena estrella” una salida de escape pese a las andanzas del ladrón, un corte en el círculo vicioso de la mala racha en la vida del ladrón. Por aquí también va el asunto de la sencillez: pareciera ser que el creador norteamericano nos quiere hablar del sentido de la existencia de un ladronzuelo, pretende simplificar sus andanzas. Buscando esta misma respuesta, Auggie, sin nada que hacer el dia de Navidad, decide ir a devolver la billetera: “Qué diablos, me digo, por qué no hacer algo bueno una vez en la vida.” De este modo nos enteramos que el fotógrafo aficionado tiene dudas respecto a su bondad, o al menos quiere reivindicarse. Auggie se encuentra con la abuela del ladrón y hace una observación: “Tendrá unos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.” Esto también es indicio de que la ceguera es sinónimo de engaño, por lo tanto en ese momento se abre –inconscientemente tal vez- la posibilidad de que la historia que está relatando Auggie sea falsa. En el encuentro con la anciana se produce una incomunicación y ella dice: “Sabía que vendrías, Robert. Sabía que no te ibas a olvidar de tu abuelita Ethel en Navidad.” A partir de esta frase el protagonista decide actuar, dando la apertura a lo que vendrá luego cuando responde: “Así es, abuelita Ethel. Vine a verte en Navidad.” Luego sabemos que Auggie se roba una de las cámaras que ha usurpado Goodwin y que, al poco tiempo, regresa con cargo de conciencia a devolvérsela a la abuelita. No la encuentra, hecho que justifica Paul diciendo que de seguro estaba muerta y que no había remordimiento pues le había hecho un bien acompañándola en Navidad. Además le dijo que no hay culpa si es que uno le saca ilegalmente algo a alguien que ya ha robado primero. Es decir, estamos ante una narración sencilla de personajes que no son ni buenos ni malos, una obra anti épica que nos regala la limpieza de gente que no anhela ser héroes ni mártires.
Por último, como conlusión, quería mencionar que el mismo Auster en su obra Brooklyn Follies nos recuerda cómo Kafka se apesumbró por una niña que lloraba por su muñeca perdida e intentó arreglar esto por medio de cartas que le enviaba en nombre de su juguete: le contaba que estaba lejos pues quería conocer otros lugares y, finalmente, para cortar la correspondencia, le anunció que se iba a casar, que estaba muy feliz. Así se despidió para siempre y la niña quedó satisfecha con esa explicación. De ahí la necesidad de las narraciones tan simples como una justificación de una muñeca que no aparece. De modo análogo nosotros mismos necesitamos crear un cosmos personal en este aparente caos. Paul Auster ya es formador de formadores, es maestro de narradores y nos enseña cómo estar al filo de un relato barato, cómo exprimir lo universal en lo cotidiano y cómo saber vender una buena historia disfrazada de liviandad. No por nada Wayne Wang, el director de Smoke, sin siquiera saber quién era ese tal Auster, se interesó al leer el cuento en el New York Times.