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Cuenta regresiva

Título original: Knowing/ Estados Unidos, 2009/ 115 minutos/ Mayores de 14/ Director: Alex Proyas/ Actores: Nicolas Cage, Rose Byrne, Ben Mendelsohn.

Partimos en 1959: un grupo de estudiantes pintan dibujos sobre el tema “cómo me imagino el futuro” para ser depositados en una cápsula del tiempo. Una de las estudiantes, una misteriosa niña estilo El Aro, pero un poco más agradable estéticamente, llena frenéticamente su papel con una infinidad de números. 50 años después, sí, el 2009, se realiza una ceremonia en donde se abre esta cápsula y se entrega un dibujo del pasado a cada niño: la hoja con números llega a las manos de Caleb Mylas, hijo de un profesor Ted Mylas (Cage), quien ayudará a descifrar el misterio.
Inevitablemente, cuando veo una película mala me pregunto cómo diablos, en los primeros pasos de querer hacer una cinta de esta especie, un tipo logró presentar la idea de tal historia de una manera atractiva y seria y, aún peor, cómo un productor dijo en el pitching: ok qué increíble, listo, no se hable más, esto me parece una idea genial, se hace. Me pasó esto con Cuenta Regresiva y con la ya comentada Siete Almas. Salí del cine de mal humor, pensando en el derroche de dinero resuelto por un mal equipo y, sobre todo, pensando en la escabrosidad que le entregan a los espectadores como si fuéramos todos unos primates tiernecitos.
Está bien, yo sabía que al entrar al cine estaba disponiéndome a ver una película de ciencia ficción y acepté el reto. Tenía buenas expectativas, lo prometo, cien por ciento motivada. Sin embargo, no hay que ser demasiado inteligente para darse cuenta que toda ficción tiene sus reglas propias y Cuenta Regresiva rompe todas las que ha planteado justo antes del descenlace. De más está decir que los personajes héroes de las películas de ciencia ficción se están repitiendo descaradamente: hay dos posibilidades, para ganarse el título de mártir basta ser profesor o doctor. Ojalá la realidad fuera igual de fácil. Bien, hablaba de las reglas. El protagonista, Ted Mylas, comienza a descifrar el famoso papel y se da cuenta que en él están escritas, en orden, las fechas de diversas tragedias que ya han sucedido (obvio, no podía faltar entre ellas el 11 de septiembre) y eso hace que el espectador se sienta motivado a seguir resolviendo el acertijo. Hay suspenso, tensión, está todo bien hasta el momento. Se nota también que Ted tiene un problema sin resolver con su padre, el que es pastor protestante. Entendemos, entonces, que habiéndosenos mencionado antes de que el protagonista tenía una especie de crisis al pensar que la creación, el mundo y sus circunstancias eran puro azar, algún papel importante tendrá su progenitor, algo le podrá enseñar. Pero no. Luego comienza el sincretismo religioso y evitaré seguir contando el final, aunque sí diré que en general hay que intentar enviar un mensaje simple al espectador. Si queremos que él vea un pollo con papas fritas, entonces démosle tal cosa y no una cazuela. Porque cuando una película ciencia ficción pasa a ser new age, entonces es cualquier cosa. Mejor hubieran hecho una canción o escrito un poema en vez de haber agotado tantos esfuerzos realizando una película. Ideas católicas, mezcladas con protestantismo, masonería, new age, es lo que se puede ver en esta cinta. Se mezcla todo y al final no se da ninguna respuesta. Solucionan la trama con lo que los griegos llamaban el Deus ex machina, por ejemplo que un dios bajara del Olimpo para rescatar a un héroe o que en el último segundo de la tragedia llegara un dragón alado y se llevara volando a la hechicera metida en problemas, un remedio artificial usado como último recurso para explicar una historia que hasta la mitad de la película parecía buena, pero que se les hizo cuesta arriba a los gestores por tener una trama demasiado compleja que los entrampó.
Sinceramente, creo que esto de la crisis tiene realmente con la moral baja a los norteamericanos. Al menos eso es lo que he visto en sus películas de cine popular. Siete Almas y Cuenta Regresiva son una muestra de ello. Ambas tienen un final altamente depresivo que se ve intenta ser esperanzador. Algo está haciendo cortocircuito en esas cabezas creadoras, algo, y en una de esas se da un apagón mayor y quedamos todos chiflados. Al final, ¿podrá bajar alguien del Olimpo para componernos de nuevo?

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Semblanza del héroe anónimo

Cuando vemos conscientemente Héroe de Zhang Yimou nos parece una estructura dramática que se desarrolla en torno a un héroe trágico y que parece bastante a lo que comúnmente conocemos como la tragedia helena. ¿Por qué? Seguramente porque desde un principio se nos presenta al protagonista, un tal “Sin nombre”. Coincidentemente la primera novela de viajes conocida por la humanidad nos habla de un héroe que se presenta por el nombre de “Nadie”. Se trata de ni más ni menos que el más astuto de los hombres, Ulises, el de aladas palabras. Para salvarse del salvaje Polifemo le afirma que se llama así, por lo que después el cíclope, cuando el héroe le entierra una estaca en su único ojo, lanza alaridos pidiendo ayuda a sus vecinos alegando que “Nadie lo ha cegado”. Así Odiseo se salva y huye, pero cuando está en el éxtasis embriagador de la victoria le grita a Polifemo su verdadero nombre, asunto que le traerá su ruina en el futuro. Mutatis mutandis el muchacho sin nombre permanence en el anonimato y está a salvo hasta que Qin descubre que las historia que le ha relatado es una mentira y se entera así de su verdadera identidad, es decir, de sus verdaderas intenciones. Así nos vamos enterando que el anonimato de este héroe en cuestión se acerca a todos los posibles mártires de la humanidad: o mejor dicho a todo aquel que posea naturaleza humana y que, por tanto como decía Aristóteles, posea todo en su alma. El tener todas las posibilidades de ser, de ejercitar nuestra voluntad hacia un bien superior (en el caso de la película la paz, el ser prudente con lo que estaba siendo testigo el “Cielo”) nos hace identificarnos a nosotros, simples espectadores, con un héroe que es casi un dios en el uso de las espadas, un ser que parece volar dentro de sus capacidades y por el cual se hincha la naturaleza y se vuelve de un color más poderoso. Este es uno de los hechos que hace a Sin nombre ser un héroe: que pese a que es un ser calificado sin peso por su propio apodo, tiene en sí mismo una fuerza sobrenatural que lo hace destacarse dentro de los otros hombres. Se podría decir que, como en el caso de los griegos, era un semidios que tenía una misión que le marcaba su destino. Este hado, esta Providencia lo movía a tener los asuntos claros cuando le tocaba mover cualquier pieza de su vida, así como cualquier héroe clásico occidental. También nos encontramos con otros semidioses con tallas de héroe en la película, como Espada Rota y Nieve Voladora, pero considero que ellos son accesorios para contra la historia de Sin nombre porque finalmente es él y solamente él el que se enfrenta al gran dragón, al Minotauro, al Miedo: el rey Qi. Es Sin nombre quién le da la cara dándole a entender por qué lo quería matar, pero también le da la clave para su redención, él es el chivo expiatorio para que terminen las matanzas. Es Sin nombre quien une las piezas del puzzle para que Qi se vea a sí mismo en un espejo y vea solución para tanta sangre derramada irracionalmente. Y de pasada, como todo héroe clásico, tiene una muerte gloriosa en batalla asesinado por el ejército del rey.
El paso final de este Sin nombre fue, en parte, dar a conocer su identidad, enfrentar el miedo que movía su vida hacia un único fin. Será quizás que un verdadero héroe, cuando llega la hora de su ensalzamiento, pierde sin remedio todas sus máscaras y se ve obligado a “explicar” su divinidad, cosa que lo mata como criatura superior. Hemos resuelto el enigma y es uno más de nosotros. Lo podemos sacrificar.

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Almorzando con Paul Auster

Lo agradable de almorzar con Paul Auster es que él, después de habernos contado un cuento sencillo, engrandece nuestra existencia y, para colmo, se ofrece a pagarnos la cuenta. Lo tenemos al frente y decimos de dónde viene este señor, quién es, en qué cree, por qué, por qué nos creemos todo lo que nos narra. No hay caso: él está ahí al frente, muy caballero, con sus ojos arabescos y maliciosos, sonriendo. Y nosotros que creíamos (re)conocer a las personas con malas intenciones ahora estamos entre maravillados y horrorizados. El escritor es un hombre normal: en algunos casos, tiene la edad de nuestros padres, se viste casualmente, tiene una afección en su rodilla y anda con un bastón. A ratos, nos causa compasión. El día de mañana nosotros también podríamos tener su vida. Hasta su acento inglés es más comprensible, pulido y simple, más perfecto, que el de la mayoría de los norteamericanos.

La que escribe se excusa para hablar desde su experiencia personal. Permiso: la sencillez en Paul Auster es algo que no he podido descifrar desde hace años. Por eso mismo trataré de hacer una acercamiento básico a esa temática pues el escritor norteamericano ha sido mi obsesión desde años adolescentes, cuando llegó a mis manos El palacio de la Luna. De ahí en adelante me pasó lo que a muchos fanáticos psicóticos: me devoré todos los libros de su pluma que iban apareciendo en el mercado y lo perseguí por el mundo para conocerlo. Lo logré, poco dignamente, pero ése es otro cuento que no viene al caso. Obviamente pretendía hacer mi tesis de licenciatura en él, pero terminé transando por la tragedia griega. ¿Por qué? Porque había empezado a dudar de mi maestro. Ya me había dado cuenta que los personajes de todos sus libros eran iguales y ciertas voces amigas me decían que se parecía mucho a un bestseller. Algunos, de hecho, lo afirmaban sin escrúpulos. A pesar de esto yo era capaz de quemarme a lo bonzo por defender su obra, pero la suspicacia no dejaba de invadirme. Fue en una de esas divagaciones cuando vi la película Smoke. Me fijé en el cuento del final, me compré el libro ilustrado por Isol y pensé.

Me atrevería a decir que la clave de la sencillez en el Cuento de Navidad de Auggie Wren es la verosimilitud, el hecho de que nosotros dejemos entrar al autor en nuestros espacio de credibilidad y le demos tregua para escuchar su historia y hacerla nuestra. El que se digan mentiras con palabras verdaderas, pero que nosotros, a pesar de esto, estemos espectantes y maravillados, es el fuerte de una narración sencilla. Los elementos cotidianos nos hacen sentirnos en casa. Que se hable de un tal Auggie Wren, un hombre cualquiera (“…El extraño hombrecito que usaba un abrigo azul con capucha que me vendía cigarros y revistas; el personaje pícaro y ocurrente que siempre tenía algún comentario gracioso sobre el tiempo o los Mets o los políticos de Washington…” ) quien, pese a no llevar una vida lujosa, “se las arregla”, goza con su proyecto fotográfico y tiene una autoestima que califica para decir que él y no otro conoce la mejor historia de Navidad, es un ejemplo dentro de los muchos para enterarnos que estamos dentro de una historia cotidiana. Eso nos hace querer entender a Auggie, a Paul, al ladrón y a la abuela. Esto porque todos esos personajes se presentan como criatura solas, necesitadas, que pasan el día de Navidad sientiendo compasión de sí mismos. Es el primer paso para que queramos conocer el universo de estos seres humanos y nos unamos a su viaje de enfrentarse a ellos mismos y tomar partido por alguna explicación del sentido de su existencia.
Se nos describe el espacio en donde tiene su tienda Auggie, una Tabaquería en el centro de Brooklyn. Esto es también un índice que denota la atmósfera marginal, de seres y hechos poco o demasiado convencionales. Por otro lado, hay un uso de conceptos similares e incluso repetición de palabras. Conceptos tales como “extraño”, “raro”, “desconcertante” hacen de este relato uno lleno de índices que denotan una atmósfera inusual. Por ejemplo, el narrador expresa su asombro ante las fotografías que eran todas aparentemente idénticas y dice: “… se trataba de lo más extraño y desconcertante que había visto…” Este simple hecho atrae la atención del lector, porque si bien se nos instala en una vida similar a la que nosotros tenemos, hay agentes extraños que nos dicen que hay algo que no funciona del todo bien. Y queremos descubrir qué es eso.

Se nos da a entender simbólicamente que además de narrar la historia principal se está haciendo uso de una historia con carácter personal, desde una perspectiva determinada (como podría ser la lectura de New York o Brooklyn). “Auggie”, dice el narrador, “estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía planteándose una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en un espacio que había elegido para él mismo.” El dueño de la tienda de tabaco quiere entender su entorno y cómo el tiempo cobra su parte. A nosotros nos pasa lo mismo con las creaciones del autor norteamericano.

El posterior engaño a la anciana deja abierta la posibilidad que Auggie también esté engañando al escritor, pero el pacto de verosimilitud no se muestra como algo negativo, sino como una forma de complacer, en ambos casos, al interlocutor. Incluso nosotros, lectores, caemos en el mismo juego porque el narrador se llama igual que Auster y posee varias cualidad propias de él (es escritor, fuma puros holandeses, vive en las cercanías de Brooklyn, fue llamado efectivamente por el New York Times para publicar este cuento en Navidad y tuvo las mismas amonestaciones que el narrador para escribirlo.) El creador norteamericano suele usar estos recursos de cercanía a la realidad para enfrascarnos en sus narraciones. Pareciera que goza en instalar personajes como aquel que en la Ciudad de Cristal contesta una llamada telefónica equivocada que pide hablar urgentemente con Paul Auster. Esto nos hace quedarnos estupefactos y decir cómo ¿no nos iban a narrar una historia?, cómo ¿no leímos el otro día que el autor no tenía tanta importancia dentro de una obra de arte? Pues bien, Auster se toma de la mano del receptor y le dice mira, esta es mi historia, escrita desde mi experiencia personal, quizá encuentres algo de mi propia vida entre líneas. Y el amarillismo se asoma con timidez. La diversión, la sencillez en una narración así, también puede estar en la curiosidad, en querer mirar atrás de la puerta cerrada.

Otro hecho es que el ladrón se llama Robert Goodwin. Quizá el apellido (“buen ganar” “buen ganador”, “buena ganancia” quizás) quiera denotar una “buena estrella” una salida de escape pese a las andanzas del ladrón, un corte en el círculo vicioso de la mala racha en la vida del ladrón. Por aquí también va el asunto de la sencillez: pareciera ser que el creador norteamericano nos quiere hablar del sentido de la existencia de un ladronzuelo, pretende simplificar sus andanzas. Buscando esta misma respuesta, Auggie, sin nada que hacer el dia de Navidad, decide ir a devolver la billetera: “Qué diablos, me digo, por qué no hacer algo bueno una vez en la vida.” De este modo nos enteramos que el fotógrafo aficionado tiene dudas respecto a su bondad, o al menos quiere reivindicarse. Auggie se encuentra con la abuela del ladrón y hace una observación: “Tendrá unos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.” Esto también es indicio de que la ceguera es sinónimo de engaño, por lo tanto en ese momento se abre –inconscientemente tal vez- la posibilidad de que la historia que está relatando Auggie sea falsa. En el encuentro con la anciana se produce una incomunicación y ella dice: “Sabía que vendrías, Robert. Sabía que no te ibas a olvidar de tu abuelita Ethel en Navidad.” A partir de esta frase el protagonista decide actuar, dando la apertura a lo que vendrá luego cuando responde: “Así es, abuelita Ethel. Vine a verte en Navidad.” Luego sabemos que Auggie se roba una de las cámaras que ha usurpado Goodwin y que, al poco tiempo, regresa con cargo de conciencia a devolvérsela a la abuelita. No la encuentra, hecho que justifica Paul diciendo que de seguro estaba muerta y que no había remordimiento pues le había hecho un bien acompañándola en Navidad. Además le dijo que no hay culpa si es que uno le saca ilegalmente algo a alguien que ya ha robado primero. Es decir, estamos ante una narración sencilla de personajes que no son ni buenos ni malos, una obra anti épica que nos regala la limpieza de gente que no anhela ser héroes ni mártires.

Por último, como conlusión, quería mencionar que el mismo Auster en su obra Brooklyn Follies nos recuerda cómo Kafka se apesumbró por una niña que lloraba por su muñeca perdida e intentó arreglar esto por medio de cartas que le enviaba en nombre de su juguete: le contaba que estaba lejos pues quería conocer otros lugares y, finalmente, para cortar la correspondencia, le anunció que se iba a casar, que estaba muy feliz. Así se despidió para siempre y la niña quedó satisfecha con esa explicación. De ahí la necesidad de las narraciones tan simples como una justificación de una muñeca que no aparece. De modo análogo nosotros mismos necesitamos crear un cosmos personal en este aparente caos. Paul Auster ya es formador de formadores, es maestro de narradores y nos enseña cómo estar al filo de un relato barato, cómo exprimir lo universal en lo cotidiano y cómo saber vender una buena historia disfrazada de liviandad. No por nada Wayne Wang, el director de Smoke, sin siquiera saber quién era ese tal Auster, se interesó al leer el cuento en el New York Times.

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