Conocí a Paul Auster el 2003 cuando todavía era una estudiante de literatura. Fuimos junto a mi amiga Javiera a escucharlo en un seminario sobre cine y literatura que dio en el MALBA de Buenos Aires. El escritor se había convertido en una especie de obsesión para mi y tenía que descifrarlo. En ese viaje que hizo a Argentina lanzó en la Feria del Libro de Buenos Aires Creía que mi padre era Dios. Cuando lo tuve sentado al frente en el MALBA intentaba leerlo como persona, me preguntaba realmente de dónde venía este señor, quién era, en qué creía, por qué, por qué nos creíamos todo lo que nos narraba. No había caso: él estaba ahí al frente, muy caballero, con sus ojos arabescos, como una Mona Lisa, sonriendo. Y yo que creía reconocer a las personas con malas intenciones estaba entre maravillada y horrorizada. El escritor era un hombre normal y tenía la misma edad de mi padre. Hoy lo vuelvo a ver claramente: se vestía casualmente, tenía una afección en su rodilla y andaba con un bastón. A ratos, me causaba compasión porque recuerdo que me hacía pensar que nosotros eventualmente también podríamos tener su vida. Sin embargo, todo lo accidental que era se entremezclaba con su elegancia: para muestra un acento inglés comprensible, pulido y simple, más perfecto que el de la mayoría de los norteamericanos.
Paul Auster se transformó en mi obesión en mi adolescencia cuando llegó a mis manos El palacio de la Luna. De ahí en adelante me pasó lo que a muchos fanáticos: me devoré todos los libros de su pluma que iban apareciendo en el mercado hasta que logré mirarlo a los ojos el 2003. Después de eso comencé a transitar por los clásicos, específicamente por los trágicos griegos. Eurípides pasaría a ser mi mentor una temporada. ¿Por qué? Porque había empezado a dudar de mi maestro. Después de terminar Creía que mi padre era Dios había corroborado que casi todos los personajes de sus libros eran iguales y me daba pudor que se estuviera pareciendo demasiado a un bestseller. A pesar de esto yo era capaz de quemarme a lo bonzo por defender su obra, pero la suspicacia no dejaba de invadirme. Tiempo después, por cierto, pude comprender que los trágicos griegos hacían algo muy similar en el juego de recrear historias. Fue en una de esas divagaciones cuando vi la película Smoke (1995), dirigida por Wayne Wang. El guión lo creó Auster y al final de la cinta se narra una historia (El cuento de Navidad de Auggie Wren) que me hizo entender el panorama. Me atrevería a decir que la clave de la sencillez de Auster es la verosimilitud, el hecho de que nosotros dejemos entrar al autor en nuestros espacio de credibilidad y le demos tregua para escuchar su historia y hacerla nuestra. El que se digan mentiras con palabras verdaderas, pero que nosotros, a pesar de esto, estemos espectantes y maravillados, es el fuerte de una narración sencilla. Los elementos cotidianos nos hacen sentirnos en casa. Que se hable de un tal Auggie Wren, un hombre cualquiera (“…El extraño hombrecito que usaba un abrigo azul con capucha que me vendía cigarros y revistas; el personaje pícaro y ocurrente que siempre tenía algún comentario gracioso sobre el tiempo o los Mets o los políticos de Washington…” ) quien, pese a no llevar una vida lujosa, “se las arregla”, goza con su proyecto fotográfico y tiene una autoestima que califica para decir que él y no otro conoce la mejor historia de Navidad, es un ejemplo dentro de los muchos para enterarnos que estamos dentro de una historia cotidiana. Eso nos hace querer entender a los personajes: a Auggie, a Paul, al ladrón y a la abuela. Esto porque todos esos personajes se presentan como criatura solas, necesitadas, que pasan el día de Navidad sientiendo compasión de sí mismos. Es el primer paso para que queramos conocer el universo de estos seres humanos y nos unamos a su viaje de enfrentarse a ellos mismos y tomar partido por alguna explicación del sentido de su existencia. Sin ánimo de hacer spoiler, me limitaré a decir que incluso nosotros, lectores/espectadores, caemos en el mismo juego porque el narrador se llama igual que Auster y posee varias cualidad propias de él (es escritor, fuma puros holandeses, vive en las cercanías de Brooklyn, fue llamado efectivamente por el New York Times para publicar este cuento en Navidad y tuvo las mismas amonestaciones que el narrador para escribirlo.) El creador norteamericano suele usar estos recursos de cercanía a la realidad para enfrascarnos en sus narraciones. Pareciera que goza en instalar personajes como aquel que en la Ciudad de Cristal contesta una llamada telefónica equivocada que pide hablar urgentemente con Paul Auster. Esto nos hace quedarnos estupefactos y decir cómo ¿no nos iban a narrar una historia?, cómo ¿no leímos el otro día que el autor no tenía tanta importancia dentro de una obra de arte? Pues bien, Auster se toma de la mano del receptor y le dice mira, esta es mi historia, escrita desde mi experiencia personal, quizá encuentres algo de mi propia vida entre líneas. Y el amarillismo se asoma con timidez. La diversión, la sencillez en una narración así, también puede estar en la curiosidad, en querer mirar a través de esa puerta cerrada. A nosotros todavía nos queda tiempo para poder intentar escudriñar esa pieza a medio cerrar que significa toda la obra del autor norteamericano. Y ahora que nos quedamos huérfanos, rememoro cómo el autor norteamericano en su obra Brooklyn Follies nos relata cómo Kafka se apesumbró por una niña que lloraba por su muñeca perdida e intentó arreglar esto por medio de cartas que le enviaba en nombre de su juguete: le contaba que estaba lejos pues quería conocer otros lugares y, finalmente, para cortar la correspondencia, le anunció que se iba a casar, que estaba muy feliz. Así se despidió para siempre y la niña quedó satisfecha con esa explicación. Como consuelo, las narraciones que justifican ausencias se quedarán con nosotros y crearán un cosmos personal en este caos. Paul Auster nos enseñó cómo estar al filo de un relato, cómo exprimir lo universal en lo cotidiano y cómo saber vender una buena historia disfrazada de liviandad. Ahora me atrevo a decir de la mano de Hamlet: Buenas noches, dulce príncipe, y que vuelos de ángeles canten sobre tu descanso.